248. El Portero Taichi y Pedro Botero
La tía Nectarina nos transportó a un lugar en
un denso y hermoso bosque donde paramos ante una roca enorme. Se alzaba bajo
una especie de arco formado por una piedra larga colocada horizontalmente sobre
dos piedras verticales que parecían pilares. Campanas de barro cocido, pintadas
de rojo o de azul, colgaban de la piedra horizontal.
“Hay muchos infiernos,” nos dijo la dama
Nectarina. “Probaremos en Yomi. Ese es el infierno tedioso, el más aburrido,
porque ahí nadie hace nada más que existir en la oscuridad esperando tiempos
mejores. Este infierno se llama Yomi, y lo primero que tenemos que hacer es
mover esa piedrota para acceder al agujero que lleva ahí abajo.”
“No me puedo creer que esta sea una entrada
al infierno, Tita,” dije yo. “Este lugar tiene un aire extraño, y eso hace que
uno se sienta raro y un poco ansioso, pero no parece necesariamente siniestro.
Las entradas al infierno que yo conozco son lugares peligrosos. No parecen lugares inocentes como esta. Cuevas que
sueltan gases que noquean a los mortales y que pueden marearnos incluso a
nosotros, o son lugares espantosos como el Pozo de los Odiadores, que está
lleno de escupitajos y donde, si escuchas atentamente, todavía resuenan las
maldiciones que se han escupido ahí. La entrada que menos miedo da, de las que
yo conozco, está probablemente en una escuela hasta la que llegas por una cueva
algo lúgubre y tras un encontronazo con una portera amargada.”
“¿Quieres ver algo siniestro? Espera y
verás.”
“Yo no quiero algo siniestro,” comentó Alpin,
“y tampoco quiero ir a un lugar aburrido.”
Pero los Cinco Melocotones ya estaban
empujando la enorme piedra, gruñendo y resoplando, hasta que la tía Nectarina finalmente golpeó la roca suavemente con su varita mágica de madera de
melocotonero. Entonces los chicos lograron dejarla a un lado, pues ya era una
piedra descomunal normal y no una protegida por múltiples hechizos quieta ahí.
Una nube de humo surgió de un agujero que
quedó al descubierto. Olía a canela y sándalo. A algunos de nosotros nos dio un
ataque de tos, pero nadie se desmayó y pronto nos recuperamos y habituamos al
humo.
“¿Qué hacen ustedes aquí?” dijo un demonio
enorme que salió del agujero. Por si alguna vez tengas la desgracia de tener
que dirigirte a él, querido lector, que ojalá jamás ocurra, su nombre es Taichi
el Pesado.
“Ahí le tenemos,” pensé yo, “el portero
amargado.”
“¡Guay!” gritó Alpin. “¡Sí que tienen comida
aquí!”
“¡NO!”
Tía Nectarina alzó la voz de modo que no dejaba dudas de que nada se debía
comer allí. “Si comes la comida de los muertos, te quedarás para siempre con
ellos. Lo único que te puedes comer sin problemas es el olor del incienso.
Aspíralo. Será bueno para ti.”
“¿Zamparme un olor?” preguntó Alpin con
sorpresa.
“Las almas de los mortales difuntos están a
salvo mientras sus familias y amigos queman incienso para ellas,” dijo la tita.
“Cuando los allegados dejan de hacer eso, se ven forzadas a comer la comida
local y entonces pierden toda esperanza de volver entre los vivos o de
encontrar un lugar mejor en el que habitar.”
“Señora,” dijo el demonio, “veo que usted
sabe dónde está. Pero ustedes no pueden estar aquí. No están muertos. Y no lo
van a estar. Es obvio que no son mortales. Sin embargo, si se empeñan en
entrar, deben meter sus varitas en la nevera. Y sus bolas de cristal y hasta
los móviles si los tienen.”
“Por favor, amable y muy apreciado señor,”
dijo la dama Nectarina, haciendo una reverencia, “no podemos depositar nuestra
única protección. No queremos estorbar la paz ni el tedio de este lugar. Sólo
queremos devolver algo que puede que sea suyo.”
Y Nectarina señaló al árbol de los demonios.
“Ese pedazo de basura no es nuestro,” dijo el
demonio. “Inténtelo en otro infierno, Señora.”
Y el demonio se retiró, llevándose la nevera
y bloqueando la entrada con la piedra.
“Aquí no va a haber nada que hacer,” murmuró
la tita. “Esta gente está acostumbrada a hacer oídos sordos a cualquier queja.”
“Tenía usted que haberle gritado, Tía,” dijo
Alpin. “Ese es el único lenguaje que entienden los porteros infernales.”
“No podemos intentarlo en otro de los
infiernos. Es demasiado peligroso. Los otros infiernos están en Jigoku, el peor
lugar de cualquier mundo. Está el infierno de los palos, dónde te golpean hasta
hacerte literalmente polvo, el de los cortes, donde te diseccionan y reducen a
cachitos, el infierno en el que te aplastan con piedras, y hay cosas horribles
por todas partes, como setos y árboles cuyas hojas son afiladas como cuchillas
y arañas que llevan creciendo durante cuatrocientos años para alcanzar tamaños
monstruosos. Sí, hay muchos infiernos, y todos son aterradores y dejados de la
mano de Dios. Me veo obligada a describirlos así, pero ni así logro hacerles
justicia.”
“¿Por qué no vamos a ver a mis enchufes?”
dijo Tito Ricatierra. “Ellos mismos pueden llevarse el árbol a las regiones más
profundas. No necesitamos visitar sitios tan espeluznantes. Sólo las salas
VIP.”
“Y podremos comer caviar y beber cava y degustar
todos esos emparedados gourmet de los que hablabas. ¿A qué sí?” dijo Alpin. “Es
mucho mejor plan que olfatear incienso, Tiucha Nectarina.”
“Me da miedo pensar que si tu tío va con esa
gentuza le líen y no logre zafarse luego de ella,” dijo la dama Nectarina. “Él
es muy inocente. Sería malísimo para todos si se lo quedan, y fatal para él.”
“No,” dijo el tito. “Es que el Pateta siente
cierta debilidad por mí. Si come de mi mano. No me niega nada, y todo gratis,
que si no no lo cojo.”
Tito Richi nos transportó a un enorme hotel
que parecía de diez, que no sólo de cinco, estrellas. Pero había algo en ese
edifico que daba mal fario. No parecía estar…vivo.
El correctamente uniformado portero saludó a
Tito Richi y mantuvo la puerta bien abierta para que pasase toda nuestra
comitiva. Tras atravesar lo que parecía una milla de mármol negro, llegamos a
la mesa del conserje, un señor mayor de pelo blanco y rostro muy serio. Detrás de la mesa había un acuario enorme, y cuando digo enorme, digo que se alzaba por todos los muchos pisos del edificio hasta llegar a la claraboya del techo. Lo primero que vi en el monstruoso acuario eran langostas sujetando a otras langostas como luchadores en un concurso de lucha libre.
“Hola, Pepe,” Tito Richi saludó al conserje.
“Dile a Pateta que he venido a verle.”
“No puedo,” dijo el conserje. “Ha salido.”
“Tengo que volver a pedírselo,” nos dijo el
tito. “Aquí nada sale bien a la primera. Si se te cae un lápiz, por ejemplo, te
tienes que agachar a recogerlo vez tras vez, porque no hace más que volver a
caerse. Y…mirad, ahí tenéis un ejemplo.”
El conserje se agacho hasta seis veces para recoger
una llave que se le escapaba continuamente de los dedos. Ahora había un tiburón a su espalda, en el horrendo acuario.
“El jefe realmente ha salido, Richi,” dijo el
conserje. “No te estoy vacilando. No, no hace falta que me sobornes, que nos
conocemos. Mira, si quieres puedo darte esta llave que es de la mejor suite y
tú le esperas ahí. Pueden pasar siglos antes de que vuelva, pero tú verás.
Agarra bien la llave, que es escurridiza. ¿No la quieres? Tal vez prefieras
hablar con Pedro.”
“¿Botero el filibustero?”
“Si estás aquí para jugar al póquer, él y
unos amigos están a punto de comenzar a jugar. Una espera de una media hora o
menos, nada más.”
“Yo no juego con Pedro, el fabricante de botas. Sólo con el jefe
número uno.”
“¡Quién a los vicios se entrega, a ver a
Botero llega!”
Una voz resonó profundamente y tras ella
apareció el mismo Pedro. Es un demonio con cuernos reglamentarios y un bigote
feroz. Pedro es uno de los gobernadores del infierno, y está encargado de
mantener ardiendo las calderas en las que se hierve a las malas almas. Se dicen de él muchas cosas, pero yo me creo la versión que dice que una vez fue mortal y pirata, y que consiguió este importante puesto porque
cocía las cabezas de sus enemigos en toneles de brea. Todo esto puede ser
cierto, porque apareció vestido para faenar, con un mono rojo que tenía un
agujero detrás, para que su rabo quedase al aire y también llevaba gruesos
guantes de bombero, anormalmente grandes. Se quitó uno de esos guantazos para
darle la mano al tito.
“¡Atrás!”
gritó el tito. Lo gritó riéndose, y no enfadado, como lo hace el abuelo cuando
alguien se le acerca y él no quiere confianzas. Me fije en que Pedro tiene las
uñas más largas y afiladas que he visto jamás. No creo que sea fácil encontrar
otras más espantosas.
El atuendo de Pedro de pronto varió. Ahora
llevaba un traje de chaqueta hecho de naipes de la baraja francesa.
“Venga, Richi, que tú no me tienes miedo,”
dijo el demo.
“No, yo contigo no juego,” dijo el tito.
“¿Dónde está el Señor Don Uno?
“Tu papi estará en su campo de golf,” dijo
Pedro, encogiéndose de hombros. “¿Por qué iba a estar aquí?”
“No! Me refiero al mandamás local.”
“Ah. ¿Qué quieres de ese que no pueda hacer yo
por ti?”
Tito Richi le enseñó la jaula en la que
estaba Fisipki y el árbol en el que se hallaban los diablillos.
“Me quedaré con el arbolito,” dijo Pedro.
“Esos bichos se sentirán en casa aquí. ¿Qué quieres a cambio?”
“¿Qué te parece el tipo ese que hace los
emparedados gourmet que servís a los jugadores?”
“¿Por ese árbol de piojos?” Pedro parecía más
sorprendido que indignado.
“No sería para mí. Es que mi padre ha perdido
a uno de sus cocineros y puede que este le complazca.”
“Hmm. Está bien. Si le complace a tu padre, ¿quién
soy yo para retener al cocinero? Pepe, ve a por el envenenador ese. Pero…,”
“Nada de peros,” dijo el tito. “No seas liante,
que no me gustan los líos. Yo soy más claro que la luz.”
“¡Vale, sin peros! Pero no pienso quedarme con
la criatura de la jaula. Esa es todo tuya.”
Tito Richi intentó venderle a Fisipki a
Pedro, pero no hubo manera.
“Ese no es culpable de nada. No puede evitar
producir monstruos. No lo hace a propósito. Además, no creo que todavía se haya
producido ningún incidente. Puede que ni sepa lo que está haciendo. ¿Es su
primer árbol?”
“Está bien,” dijo Tito Richi, después de
discutir un rato. “Por lo menos dime a quién le pertenece, para que pueda
devolvérselo a su gente. Tú seguro que lo sabes. Lo que yo sí sé es que no le
quieren los sintoístas. No lo vamos a intentar con los budistas. ¡Jolín, yo
creía que esa gente era pacífica! Pero mi tía me acaba de contar cada cosa que
cualquiera se les acerca.”
“No sé. Inténtalo con los semitas. Si no lo
quieren, lo entierras en el mismo desierto. A lo mejor encuentras petróleo. O habla
con algún pagano, que esa criatura es cosa de la naturaleza, me parece a mí. Pero mejor
entiérralo tú mismo en algún lugar seguro. Profundamente, a no ser que quieras
causar daño.”
“¡Yo nunca quiero eso!”
Cuando estábamos a punto de irnos con el cocinero
y Fisipki y sin el árbol, Alpin montó un expolio.
“¿Nos vamos a ir sin probar bocado? ¡Ni
hablar! ¿Por dónde se va a la cocina?”
Comenzó a gritar y a chillar y a correr por
todo el lugar intentando localizar e invadir la cocina y Richi y yo le cogimos
cada uno de un brazo y él empezó a patalear y a intentar tumbarse en el suelo y
nos costó ayuda infernal tirar de él.
“A este,” dijo Pedro Botero apuntando con uno de sus dedos de afiladas uñas directamente al ombligo de Alpin, “sí que me lo
quedaría. ¿Qué quieres a cambio?”
“Lo siento,” se excusó Tito Richi, “pero no
puedo dártelo. Mi mujer me mataría. Es mi cuñado.”
“¡Caray! ¿Y tú mujer cómo es?” preguntó Pedro.
“¿Me interesaría también a mí?”
La tía Nectarina frunció el ceño.
"¡Nos fuimos!" anunció, empujando a Alpin hacía la salida con su vara de melocotón como si mi amigo fuese un ganso.
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