249. Anatomistas y cirujanos
“¿Dónde demonios estabas?” preguntó Brana a
su marido en cuanto llegamos a casa de los Ricatierra.
“Déjame pensar. Todavía no lo sé,” murmuró
Tito Ricatierra.
“¡Estaba preocupadísima!” dijo la ex
vampiresa, con el ceño bien fruncido. Según cuenta Alpin, no le gusta dejar ni
un segundo fuera de su vista a Richi.
“No hacía falta. Estoy bien. O eso creo.”
“¿Qué has estado haciendo?”
“Es que…no me acuerdo de nada,” dijo el tito,
fingiendo amnesia antes que explicarle a Brana que había sido de su hijo. “No
ha podido ocurrir nada importante o me acordaría. Cuando me acuerde, te lo cuento.
Pero estoy bien. Tú no te preocupes más.”
“Arley, tú eres una persona seria. ¿En qué ha
estado metido este loco?” me preguntó Brana.
“Será mejor que te sientes, hermana,”
intervino Alpin antes de que yo pudiese empezar a hablar. “Pero primero dame de
comer. ¡Qué tu marido casi me mata de hambre! Solo he insuflado incienso.”
“Qué has insuflado…¿qué?”
Yo no sabía cómo le iba a explicar a Brana
que su hijo era un fabricante tal vez involuntario de monstruos y que lo
habíamos dejado junto a unos paragüeros de
plata y turquesas que había a la entrada del hotel infernal, porque no sabíamos
cómo deshacernos de él y estaba haciéndose tarde.
“Alguien lo querrá,” dijo Tito Ricatierra,
“aunque Botero no lo haya aceptado. Seguro que algún ladrón de paraguas, que de
esos tiene que haber aquí, como en todas partes, no se resistirá cuando vea la
jaula y la robará también. Aquí seguro que hay gente capaz de robar lo que sea.”
“No sé. No creo que se atreva a cogerlo
cualquiera,” dijo la tía Nectarina. “Seguro que esto está lleno de ladrones,
pero dudo que se atrevan a ejercer precisamente aquí. Anda que si les pillan,
las consecuencias pueden ser drásticas.”
Si Alpin no nos hubiese estado dando tanta
lata, y a ese sí había que sacarle de ahí, seguro que hubiésemos pensado dos
veces antes de dejar a Fisipki en esa esquina.
Y entonces yo hice algo que no sé cómo me
atreví a hacer. Le toqué a Brana en el brazo con una varita de madera de
melocotonero que me había regalado Madama Nectarina. Y Brana perdió la memoria
de verdad. Al menos la reciente. No se acordaba de que su marido había
desaparecido, ni de que tenía un hijo. Y entonces, el cocinero que intentó
asesinar al rey francés y que había sacado Tito Ricatierra del infierno, nos tendió una mano.
“¿Quién quiere que prepare unos sándwiches?”
preguntó.
Y Brana se fue con él a la cocina a ver que
nos podía preparar para cenar.
“Eres muy listo, Arley. Y muy peligroso,”
comentó Alpin, antes de irse a la cocina tras su hermana y el cocinero.
“Has hecho bien,” susurró Tita Nectarina. “Esto no se debe hacer, no hemos de
hechizarnos entre nosotros, pero dadas
las circunstancias, y para evitar un mal mucho mayor, se justifica. Pero sólo
de momento. Hay que volver a por la jaula. Si no, cuando vuelva en sí, esa
chica irá directamente al hotel y montará un número que no olvidará nadie ni
ahí. Y si atrae la atención de los demonios, como es una chica muy guapa y se
va a poner como una fiera, seguro que les resulta irresistible y se la quieren
quedar. Y tú,” le dijo al tito, “como poco tendrás que pelear un duelo, e
incluso puede que tengas que enfrentarte con una legión de demonios.”
“No me gusta pelearme. Lo hago muy poco,”
dijo Tito Richi. “Y ha sido con maridos, no al revés.”
“Pues imagínate que se implique el cochero de
la muerte, el padre de tu mujer. O peor aún, que te tenga que rescatar el tuyo.
”
“Hace casi un año que no doy un escándalo,”
dijo el tito. “Tal vez tenga derecho a dar uno. ¡Ay, no! Se me olvidaba lo de
mi secuestro. Por cierto, cuando estemos en el hotel, recordarme que hay algo
que tengo que hacer relacionado con eso. ”
“¿Qué significa eso?” pregunté yo.
“Mi secuestro.”
El tito, muy cabizbajo, insistió en acompañarnos
a la tita, a los muchachos, y a mí, aunque la tita se lo desaconsejaba. Su idea
era que el más pequeño de los melocotones, que también era el más rápido y el
más osado, se colase en el lobby y recuperase disimuladamente la jaula.
Cuando estábamos a punto de volver a entrar
en el hotel, vi a alguien que yo conocía.
Con su bombín decorado con inflorescencias
amarillas, un paraguas en una mano y nuestra jaula en la otra, salía del hotel
nada menos que mi viejo amigo Tanaceto Camamandrágoras, el artista vago y…puede
que algo más.
“¡Eh! ¡Tú! Sí, tú, Tanaceto!” le chille.
El hombre me oyó, me vio y vino hacia mí.
“Vaya. ¿Ahora quieres verme? La última vez
saliste corriendo. Supongo que querrás tu lápiz. Te lo ganaste.”
“Lo que quiero es nuestra jaula.”
“¿Con este muñeco que es un ejemplo claro de
arte popular? Vaya, pensaba usarlo para decorar mi casa en Halloween. Pero si
es tuyo, pues te lo devuelvo. Aunque no lo haré hasta que no vengas a mi
estudio y recojas tu lápiz. Estoy cansado de guardarlo para ti.”
“Déjate de lápices y de líos, que tenemos
prisa y un problema serio.”
Yo quería coger la jaula y largarme, pero Tito Ricatierra se puso a contarle a
Tanaceto, a quién no conocía de nada, toda la historia de Fisipki y sus
problemas con su mujer por culpa de este.
“Pobrecito, lo que has tenido que aguantar,
amigo mío,” le dijo Tanaceto al tito. “Pero si la solución te la dio desde el primer
momento esa señora,” continuó Tanaceto, haciéndole una reverencia a Tita Nectarina, “que sólo se ha equivocado
de infierno. ¿Qué sabe el portero del Yomi de anatomía? Hay que extirparle el
segundo estómago a esa criatura. Teníais que haber ido al infierno de los que
cortan a las almas en trozos. Lo que necesitáis es un cirujano. Y estáis de
suerte, porque yo he estudiado anatomía, por ser artista, y como me encanta el
arte japonés, lo he hecho en ese mismo infierno.”
“¡No vamos a ir a Jigoku! ¡De ningún modo!”
se negó Tita Nectarina.
“No hace falta. Yo mismo puedo hacer de
cirujano. En la mesa de la cocina de mi casa.”
“No, no hace falta. Puedo alquilar y alquilaré
el mejor quirófano que haya, sin
problemas,” dijo el tito, entusiasmado con la idea de poder hacer algo con y
por Fisipki. “Tendrá que ser en el mundo de los mortales, porque nosotros no
necesitamos cirugía. Si nos cortan algo, o vuelve a crecer, o se pega por su
cuenta o se queda cortado, o cualquier otra cosa.”
“¡No vais a cortar a Fisipki en trocitos!”
insistió la tita.
“Claro que no. Sólo le vamos a quitar uno de
los dos estómagos que tiene,” dijo Tanaceto. “El malo. El que no digiere las semillas y las
guarda y luego las convierte en
demonios. Sin ese estómago, esta momia sería medio normal. Yo sólo necesito un
cuchillo katashi para operar. No va a hacer falta ni anestesia, considerando el
estado en el que está el paciente.”
“Yo estoy con la tía,” le dije yo a mi tío.
“No creo que esta sea una buena idea. Y además este hombre…puede que no sea lo
que parece ser. Y cirujano él mismo dice que no es.”
“Mira, Arley, Fisipki es mi hijo, y no tengo
otra solución. Si hay que hacerlo, se hará,” dijo el tito. “Tengo que hacer
feliz a mi mujer, que si no, no me va a hacer feliz a mí.”
“Como le ocurra algo a Fisipki, me parece que
te vas a enterar de quién es Brana.”
“A mí se me ocurre algo que puede que te
tranquilice, Arley, y que haga que veas esto como lo vemos nosotros,” dijo
Tanaceto. “Llama a tu hermano Timiano, que él entiende mucho de anatomía
también. Verás como su opinión confirma la nuestra.”
“¿Pero tú de qué conoces a Timiano?” pregunté
yo, asombrado.
“De exposiciones de arte egipcio, claro. ¿De
qué iba a ser? Él tiene una magnífica colección de momias. Entiendo que ha
resucitado a alguna.”
“¡Uy, sí!,” dijo Tito Richi. “Otras prefieren
seguir siendo fantasmas y pasan de sus cuerpos acartonados.”
“Pues para ser un vago, sí que te mueves,
Tanaceto,” dije yo. “Oye, ¿quién eres tú realmente?”
Me decidí a ser valiente y preguntárselo. No
me podía olvidar de que en la escuela infernal él se había convertido en el
mismísimo Demonio. O el Demonio había fingido ser él. Eso lo tenía que aclarar,
por miedo que me diese saber la verdad, o por mucho que pensase que no me la
iba a contar.
“¿Qué importa quién es este señor? ¿Le vas a
poner un detective? Nos está intentando ayudar. Llama a Timiano ya mismo, que a
ese le conoces. Digo yo que te fiarás de tu hermano,” me interrumpió el tito.
Timiano estaba disponible y apareció en
cuestión de segundos. Tras darle un beso a la tita y saludar a los melocotones,
se acercó a nosotros y se puso a discutir el asunto con Tanaceto. Para mi
horror, llegaron a entenderse. Y acabamos todos en la cocina de la casa de
Camamandrágoras. Eso de todos incluía a
los fantasmas de dos cirujanos egipcios
que había invocado Timiano para tener más opiniones y un tal Doctor Matasano,
al que llamó Tanaceto por haber sido su mentor en Jigoku.
La tal cocina estaba hecha un asco. De un
manotazo, Tanaceto largo todas las ollas, platos sucios y restos de comida que
había en la mesa del lugar, enviándolos al suelo, donde se reunieron con más
porquerías y alguna rata.
La Tía Nectarina y yo nos mirábamos
espantados. Los cinco melocotones no lo tenían claro y se declararon neutrales,
pero lo observaban todo con mucho interés. Entonces Tanaceto nos mostró su
colección de cuchillos katashi. La mayoría estaban en el fregadero, pero había
uno que estaba lo que se podía decir limpio. Sacaron a Fisipki de la jaula y lo
tumbaron sobre la mesa y Tanaceto empezó a pintar líneas sobre su estómago y
barriga con un carboncillo.
“Es para saber por dónde cortar,” dijo.
Yo tenía la sensación de estar sufriendo una
pesadilla.
”Esto no puede estar pasando,” pensaba
yo, “seguro que me despierto en
cualquier momento.”
“Tú sujeta esta linterna, Richi, para que
veamos bien,” le dijo mi hermano al tito.
“¿Yo? Ni hablar. Yo ya estoy saliendo fuera a
fumarme un cigarro. No fumo nunca, pero a lo mejor hoy empiezo.”
“Ahí tienes habanos,” dijo Tanaceto,
apuntando a la nevera.
“¿Así sin más vais a cortar? ¿Sin hacerle una
radiografía ni nada a la víctima? Digo, ¿al paciente?” pregunté yo.
“Más o menos sabemos dónde está cada cosa,”
contestó Timiano, y se puso a discutir con los egipcios en un idioma de
energúmenos. Cuando se aclararon, o algo parecido, Timiano le dijo a Tanaceto,
“El problema que tenemos es que no sabemos si el estómago se va a reproducir o
no después de que lo hayamos extirpado. Tal vez lo que debemos hacer es sólo
sellarlo, coserlo para que no puedan entrar semillas, coma la fruta que
coma.”
“¿Y si sólo le creáis una aversión por las
semillas?” dije yo. “Una tripofobia, por ejemplo.”
"¿Tripofobia? ¿Fobia a las tripas?” preguntó Tita Nectarina.
“Un pavor que se siente al ver patrones con
agujeros. Por ejemplo, al ver esponjas, girasoles o frutas con más de una
semilla.”
“Me parece a mí que estos mendrugos tienen
querencia por los cuchillos. No creo que les interesen las terapias
alternativas,” dijo la tita.
Y así fue. No me hicieron el menor caso.
Los melocotones se quedaron con los cirujanos,
haciendo de enfermeros. Goro hasta encontró alcohol y lejía en aquel lugar
infecto. El tito, la tía Nectarina y yo salimos al porche de la casa, donde
había media docena de mecedoras medio rotas, y nos sentamos ahí como pudimos. El
jardín que nos rodeaba tampoco nos animaba a tranquilizarnos. Tenía un solo
árbol con bastante peor pinta que el de
los demonios. Y su sombra a la luz de la luna era todavía más siniestra. Casi
toda la poca hierba que había en ese lugar estaba alrededor del árbol, seca y
amarilla. Y algo que tenía toda la pinta de ser un nido de víboras se retorcía entre
las raíces. Y para colmo, un buitre aterrizó en su cima y clavó sus ojos en
nosotros.
La dama Nectarina y yo no hacíamos más que
cruzar miradas inquietas, pero Tito Richi sólo miraba al cielo con cara de
desesperación.
“¿Por qué a mí?” empezó de pronto a
lamentarse. “¡Me pasa cada cosa! ¡No es justo! ¿A qué esto no me lo he buscado?”
Para distraerle, Tita Nectarina se puso a
increparle.
“¡No se te ocurra fumar ese puro! ¡A saber dónde
ha estado!”
“¡Ay! Si ya no me acordaba de que cogí esto
de la nevera. ¡Qué asco!” dijo el tito, contemplando el puro que tenía en las
manos. Por lo visto, en la nevera sólo había un montón de puros, una lata de
foie gras abierta con el contenido mohoso,
y una barrita de chocolate mordisqueada. “El interior estaba roñoso, marrón y
amarillo. Esto lo he cogido para no ofender. ¿Y ahora donde lo tiro?”
“Ni se te ocurra meterte eso en el bolsillo.
Y lávate las manos. Con alcohol!” le regañó la tita, haciendo aparecer una jarra y una jofaina, jabón y colonia de lavanda y una toalla morada.
“Pues es de una marca buenísima, eso no se
puede negar. ¿Lo entierro?” preguntó el tito antes de soltar el puro y lavarse
las manos. “Tal vez lo encuentre un turbio. Quizás se lo fume el mismísimo
padre de Fisipki.”
“¡Calla, necio!” dijo Tita Nectarina y aprovechó
para hacer desaparecer el puro.
Estuvimos sentados ahí con el buitre mirándonos
y las posibles víboras inquietándonos hasta que amaneció. En cuanto asomó el
sol, Tanaceto salió por la puerta de su casa, y anunció victoria.
“¡Todo bien!” dijo el artista.
“¿Ha salido bien?” preguntó Tito Richi
poniéndose de pie.
“Todo un éxito. Hemos cosido, no extirpado, y
la entrada a ese estómago se ha sellado y fundido como si nunca hubiese estado
abierto. No queda ni cicatriz. Ya no tienes un problema.
Un rayo de sol dorado iluminó la cara de Tito
Ricatierra, que irrumpió en canto.
“¡Gracias!” cantó el tito, y la hierba
amarilla se tornó esmeralda. El árbol floreció en demasía, el cuervo se
convirtió en pavo real, las serpientes resultaron ser mariposas que salieron
volando de sus capullos. Todo eso fue pasando conforme el tito celebraba el
momento cantando su gratitud con alegría. Y aquel jardín inhóspito se convirtió
en un vergel.
Curiosamente, Tanaceto, que al principio
intentaba callarle, empezó a llorar, conmovido o conmocionado por la música.
“Es hora de irse,” dijo Tita Nectarina,
“antes de que a alguno se le ocurra desayunar foie gras mohoso y chocolatina
mordida.”
Recogimos a Fisipki y nos fuimos todos, menos
Tanaceto, que decía tener que hacer cosas importantísimas en otra parte, a
tomar un brunch en la hacienda Ricatierra. Los canapés que preparó el
envenenador francés estaban de muerte. Pero no literalmente. Y yo me alegré mucho
al pensar que íbamos a poder celebrar el comienzo del verano, asistiendo como
todos los años a la fiesta que dan mis padres por este motivo. No me podía
creer que ya hubiese pasado un año desde que Tito Ricatierra hubiese montado un
número en esa fiesta chillando que quería casarse con Clepeta.
Ya en la fiesta de mis padres me acerqué a la
mesa del tío Ricatierra y sentí que era mi deber contarle por qué Tanaceto
Camamandrágoras no me parecía trigo limpio. Y eso hice.
“Pues sí, puede que tengas razón. Al principio
no me di cuenta, pero cuando me puse a cantar y le brotaron lágrimas, lo pensé.
Verás, el Pateta no quiere que yo cante si él no toca el violín mientras lo
hago. Sólo así puede contener las lágrimas, y no le gusta que le vean llorar. Y
te voy a contar otra cosa. Cuando yo era niño, yo era muy bueno. Me portaba como
un angelito, y el Pateta estaba como obsesionado conmigo. Hubo una época en que
se me aparecía por todas partes, pero siempre disfrazado de otro ser. Cuando yo
me daba cuenta de que me estaba engañando, desaparecía. Y casi siempre me daba
cuenta de quién era cuando le veía llorar porque yo cantaba.”
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