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martes, 20 de junio de 2023

249. Anatomistas y Cirujanos

 249. Anatomistas y cirujanos

“¿Dónde demonios estabas?” preguntó Brana a su marido en cuanto llegamos a casa de los Ricatierra.

“Déjame pensar. Todavía no lo sé,” murmuró Tito Ricatierra.  

“¡Estaba preocupadísima!” dijo la ex vampiresa, con el ceño bien fruncido. Según cuenta Alpin, no le gusta dejar ni un segundo fuera de su vista a Richi.

“No hacía falta. Estoy bien. O eso creo.”

“¿Qué has estado haciendo?”

“Es que…no me acuerdo de nada,” dijo el tito, fingiendo amnesia antes que explicarle a Brana que había sido de su hijo. “No ha podido ocurrir nada importante o me acordaría. Cuando me acuerde, te lo cuento. Pero estoy bien. Tú no te preocupes más.”

“Arley, tú eres una persona seria. ¿En qué ha estado metido este loco?” me preguntó Brana.

“Será mejor que te sientes, hermana,” intervino Alpin antes de que yo pudiese empezar a hablar. “Pero primero dame de comer. ¡Qué tu marido casi me mata de hambre! Solo he insuflado incienso.”

“Qué has insuflado…¿qué?”

Yo no sabía cómo le iba a explicar a Brana que su hijo era un fabricante tal vez involuntario de monstruos y que lo habíamos dejado junto a unos  paragüeros de plata y turquesas que había a la entrada del hotel infernal, porque no sabíamos cómo deshacernos de él y estaba haciéndose tarde.

“Alguien lo querrá,” dijo Tito Ricatierra, “aunque Botero no lo haya aceptado. Seguro que algún ladrón de paraguas, que de esos tiene que haber aquí, como en todas partes, no se resistirá cuando vea la jaula y la robará también. Aquí seguro que hay gente capaz de robar lo que sea.”

“No sé. No creo que se atreva a cogerlo cualquiera,” dijo la tía Nectarina. “Seguro que esto está lleno de ladrones, pero dudo que se atrevan a ejercer precisamente aquí. Anda que si les pillan, las consecuencias pueden ser drásticas.”

Si Alpin no nos hubiese estado dando tanta lata, y a ese sí había que sacarle de ahí, seguro que hubiésemos pensado dos veces antes de dejar a Fisipki en esa esquina.  

Y entonces yo hice algo que no sé cómo me atreví a hacer. Le toqué a Brana en el brazo con una varita de madera de melocotonero que me había regalado Madama Nectarina. Y Brana perdió la memoria de verdad. Al menos la reciente. No se acordaba de que su marido había desaparecido, ni de que tenía un hijo. Y entonces, el cocinero que intentó asesinar al rey francés y que había sacado Tito Ricatierra del infierno,  nos tendió una mano.

“¿Quién quiere que prepare unos sándwiches?” preguntó.

Y Brana se fue con él a la cocina a ver que nos podía preparar para cenar.

“Eres muy listo, Arley. Y muy peligroso,” comentó Alpin, antes de irse a la cocina tras su hermana y el cocinero.

“Has hecho bien,” susurró Tita Nectarina.  “Esto no se debe hacer, no hemos de hechizarnos entre nosotros,  pero dadas las circunstancias, y para evitar un mal mucho mayor, se justifica. Pero sólo de momento. Hay que volver a por la jaula. Si no, cuando vuelva en sí, esa chica irá directamente al hotel y montará un número que no olvidará nadie ni ahí. Y si atrae la atención de los demonios, como es una chica muy guapa y se va a poner como una fiera, seguro que les resulta irresistible y se la quieren quedar. Y tú,” le dijo al tito, “como poco tendrás que pelear un duelo, e incluso puede que tengas que enfrentarte con una legión de demonios.”

“No me gusta pelearme. Lo hago muy poco,” dijo Tito Richi. “Y ha sido con maridos, no al revés.”

“Pues imagínate que se implique el cochero de la muerte, el padre de tu mujer. O peor aún, que te tenga que rescatar el tuyo. ”

“Hace casi un año que no doy un escándalo,” dijo el tito. “Tal vez tenga derecho a dar uno. ¡Ay, no! Se me olvidaba lo de mi secuestro. Por cierto, cuando estemos en el hotel, recordarme que hay algo que tengo que hacer relacionado con eso. ”

“¿Qué significa eso?” pregunté yo.

“Mi secuestro.”

El tito, muy cabizbajo, insistió en acompañarnos a la tita, a los muchachos, y a mí, aunque la tita se lo desaconsejaba. Su idea era que el más pequeño de los melocotones, que también era el más rápido y el más osado, se colase en el lobby y recuperase disimuladamente la jaula.

Cuando estábamos a punto de volver a entrar en el hotel, vi a alguien que yo conocía.

Con su bombín decorado con inflorescencias amarillas, un paraguas en una mano y nuestra jaula en la otra, salía del hotel nada menos que mi viejo amigo Tanaceto Camamandrágoras, el artista vago y…puede que algo más.  

“¡Eh! ¡Tú! Sí, tú, Tanaceto!” le chille.

El hombre me oyó, me vio y vino hacia mí.

“Vaya. ¿Ahora quieres verme? La última vez saliste corriendo. Supongo que querrás tu lápiz. Te lo ganaste.”

“Lo que quiero es nuestra jaula.”

“¿Con este muñeco que es un ejemplo claro de arte popular? Vaya, pensaba usarlo para decorar mi casa en Halloween. Pero si es tuyo, pues te lo devuelvo. Aunque no lo haré hasta que no vengas a mi estudio y recojas tu lápiz. Estoy cansado de guardarlo para ti.”

“Déjate de lápices y de líos, que tenemos prisa y un problema serio.”

Yo quería coger la jaula y largarme,  pero Tito Ricatierra se puso a contarle a Tanaceto, a quién no conocía de nada, toda la historia de Fisipki y sus problemas con su mujer por culpa de este.

“Pobrecito, lo que has tenido que aguantar, amigo mío,” le dijo Tanaceto al tito. “Pero si la solución te la dio desde el primer momento esa señora,” continuó Tanaceto, haciéndole una reverencia  a Tita Nectarina, “que sólo se ha equivocado de infierno. ¿Qué sabe el portero del Yomi de anatomía? Hay que extirparle el segundo estómago a esa criatura. Teníais que haber ido al infierno de los que cortan a las almas en trozos. Lo que necesitáis es un cirujano. Y estáis de suerte, porque yo he estudiado anatomía, por ser artista, y como me encanta el arte japonés, lo he hecho en ese mismo infierno.”

“¡No vamos a ir a Jigoku! ¡De ningún modo!” se negó Tita Nectarina.

“No hace falta. Yo mismo puedo hacer de cirujano. En la mesa de la cocina de mi casa.”

“No, no hace falta. Puedo alquilar y alquilaré  el mejor quirófano que haya, sin problemas,” dijo el tito, entusiasmado con la idea de poder hacer algo con y por Fisipki. “Tendrá que ser en el mundo de los mortales, porque nosotros no necesitamos cirugía. Si nos cortan algo, o vuelve a crecer, o se pega por su cuenta o se queda cortado, o cualquier otra cosa.”

“¡No vais a cortar a Fisipki en trocitos!” insistió la tita.

“Claro que no. Sólo le vamos a quitar uno de los dos estómagos que tiene,” dijo Tanaceto.  “El malo. El que no digiere las semillas y las  guarda y luego las convierte en demonios. Sin ese estómago, esta momia sería medio normal. Yo sólo necesito un cuchillo katashi para operar. No va a hacer falta ni anestesia, considerando el estado en el que está el paciente.”

“Yo estoy con la tía,” le dije yo a mi tío. “No creo que esta sea una buena idea. Y además este hombre…puede que no sea lo que parece ser. Y cirujano él mismo dice que no es.”

“Mira, Arley, Fisipki es mi hijo, y no tengo otra solución. Si hay que hacerlo, se hará,” dijo el tito. “Tengo que hacer feliz a mi mujer, que si no, no me va a hacer feliz a mí.”

“Como le ocurra algo a Fisipki, me parece que te vas a enterar de quién es Brana.”

“A mí se me ocurre algo que puede que te tranquilice, Arley, y que haga que veas esto como lo vemos nosotros,” dijo Tanaceto. “Llama a tu hermano Timiano, que él entiende mucho de anatomía también. Verás como su opinión confirma la nuestra.”

“¿Pero tú de qué conoces a Timiano?” pregunté yo, asombrado.

“De exposiciones de arte egipcio, claro. ¿De qué iba a ser? Él tiene una magnífica colección de momias. Entiendo que ha resucitado a alguna.”

“¡Uy, sí!,” dijo Tito Richi. “Otras prefieren seguir siendo fantasmas y pasan de sus cuerpos acartonados.”

“Pues para ser un vago, sí que te mueves, Tanaceto,” dije yo. “Oye, ¿quién eres tú realmente?”

Me decidí a ser valiente y preguntárselo. No me podía olvidar de que en la escuela infernal él se había convertido en el mismísimo Demonio. O el Demonio había fingido ser él. Eso lo tenía que aclarar, por miedo que me diese saber la verdad, o por mucho que pensase que no me la iba a contar.

“¿Qué importa quién es este señor? ¿Le vas a poner un detective? Nos está intentando ayudar. Llama a Timiano ya mismo, que a ese le conoces. Digo yo que te fiarás de tu hermano,” me interrumpió el tito.

Timiano estaba disponible y apareció en cuestión de segundos. Tras darle un beso a la tita y saludar a los melocotones, se acercó a nosotros y se puso a discutir el asunto con Tanaceto. Para mi horror, llegaron a entenderse. Y acabamos todos en la cocina de la casa de Camamandrágoras. Eso de todos incluía a los fantasmas de  dos cirujanos egipcios que había invocado Timiano para tener más opiniones y un tal Doctor Matasano, al que llamó Tanaceto por haber sido su mentor en Jigoku.  

La tal cocina estaba hecha un asco. De un manotazo, Tanaceto largo todas las ollas, platos sucios y restos de comida que había en la mesa del lugar, enviándolos al suelo, donde se reunieron con más porquerías y alguna rata.

La Tía Nectarina y yo nos mirábamos espantados. Los cinco melocotones no lo tenían claro y se declararon neutrales, pero lo observaban todo con mucho interés. Entonces Tanaceto nos mostró su colección de cuchillos katashi. La mayoría estaban en el fregadero, pero había uno que estaba lo que se podía decir limpio. Sacaron a Fisipki de la jaula y lo tumbaron sobre la mesa y Tanaceto empezó a pintar líneas sobre su estómago y barriga con un carboncillo.

“Es para saber por dónde cortar,” dijo.

Yo tenía la sensación de estar sufriendo una pesadilla.

”Esto no puede estar pasando,” pensaba yo,  “seguro que me despierto en cualquier momento.”

“Tú sujeta esta linterna, Richi, para que veamos bien,” le dijo mi hermano al tito.

“¿Yo? Ni hablar. Yo ya estoy saliendo fuera a fumarme un cigarro. No fumo nunca, pero a lo mejor hoy empiezo.”

“Ahí tienes habanos,” dijo Tanaceto, apuntando a la nevera.

“¿Así sin más vais a cortar? ¿Sin hacerle una radiografía ni nada a la víctima? Digo, ¿al paciente?” pregunté yo.

“Más o menos sabemos dónde está cada cosa,” contestó Timiano, y se puso a discutir con los egipcios en un idioma de energúmenos. Cuando se aclararon, o algo parecido, Timiano le dijo a Tanaceto, “El problema que tenemos es que no sabemos si el estómago se va a reproducir o no después de que lo hayamos extirpado. Tal vez lo que debemos hacer es sólo sellarlo, coserlo para que no puedan entrar semillas, coma la fruta que coma.” 

“¿Y si sólo le creáis una aversión por las semillas?” dije yo. “Una tripofobia, por ejemplo.”

"¿Tripofobia? ¿Fobia a las tripas?” preguntó Tita Nectarina.

“Un pavor que se siente al ver patrones con agujeros. Por ejemplo, al ver esponjas, girasoles o frutas con más de una semilla.”

“Me parece a mí que estos mendrugos tienen querencia por los cuchillos. No creo que les interesen las terapias alternativas,” dijo la tita.

Y así fue. No me hicieron el menor caso.

Los melocotones se quedaron con los cirujanos, haciendo de enfermeros. Goro hasta encontró alcohol y lejía en aquel lugar infecto. El tito, la tía Nectarina y yo salimos al porche de la casa, donde había media docena de mecedoras medio rotas, y nos sentamos ahí como pudimos. El jardín que nos rodeaba tampoco nos animaba a tranquilizarnos. Tenía un solo árbol con bastante  peor pinta que el de los demonios. Y su sombra a la luz de la luna era todavía más siniestra. Casi toda la poca hierba que había en ese lugar estaba alrededor del árbol, seca y amarilla. Y algo que tenía toda la pinta de ser un nido de víboras se retorcía entre las raíces. Y para colmo, un buitre aterrizó en su cima y clavó sus ojos en nosotros.   

La dama Nectarina y yo no hacíamos más que cruzar miradas inquietas, pero Tito Richi sólo miraba al cielo con cara de desesperación.

“¿Por qué a mí?” empezó de pronto a lamentarse. “¡Me pasa cada cosa! ¡No es justo! ¿A qué esto no me lo he buscado?”

Para distraerle, Tita Nectarina se puso a increparle.

“¡No se te ocurra fumar ese puro! ¡A saber dónde ha estado!”

“¡Ay! Si ya no me acordaba de que cogí esto de la nevera. ¡Qué asco!” dijo el tito, contemplando el puro que tenía en las manos. Por lo visto, en la nevera sólo había un montón de puros, una lata de foie gras abierta  con el contenido mohoso, y una barrita de chocolate mordisqueada. “El interior estaba roñoso, marrón y amarillo. Esto lo he cogido para no ofender. ¿Y ahora donde lo tiro?”

“Ni se te ocurra meterte eso en el bolsillo. Y lávate las manos. Con alcohol!” le regañó la tita, haciendo aparecer una jarra y una jofaina, jabón y colonia de lavanda y una toalla morada.

“Pues es de una marca buenísima, eso no se puede negar. ¿Lo entierro?” preguntó el tito antes de soltar el puro y lavarse las manos. “Tal vez lo encuentre un turbio. Quizás se lo fume el mismísimo padre de Fisipki.”

“¡Calla, necio!” dijo Tita Nectarina y aprovechó para hacer desaparecer el puro.

Estuvimos sentados ahí con el buitre mirándonos y las posibles víboras inquietándonos hasta que amaneció. En cuanto asomó el sol, Tanaceto salió por la puerta de su casa, y anunció victoria.

“¡Todo bien!” dijo el artista.

“¿Ha salido bien?” preguntó Tito Richi poniéndose de pie.

“Todo un éxito. Hemos cosido, no extirpado, y la entrada a ese estómago se ha sellado y fundido como si nunca hubiese estado abierto. No queda ni cicatriz. Ya no tienes un problema.

Un rayo de sol dorado iluminó la cara de Tito Ricatierra, que irrumpió en canto.

“¡Gracias!” cantó el tito, y la hierba amarilla se tornó esmeralda. El árbol floreció en demasía, el cuervo se convirtió en pavo real, las serpientes resultaron ser mariposas que salieron volando de sus capullos. Todo eso fue pasando conforme el tito celebraba el momento cantando su gratitud con alegría. Y aquel jardín inhóspito se convirtió en un vergel.  

Curiosamente, Tanaceto, que al principio intentaba callarle, empezó a llorar, conmovido o conmocionado por la música.

“Es hora de irse,” dijo Tita Nectarina, “antes de que a alguno se le ocurra desayunar foie gras mohoso y chocolatina mordida.”

Recogimos a Fisipki y nos fuimos todos, menos Tanaceto, que decía tener que hacer cosas importantísimas en otra parte, a tomar un brunch en la hacienda Ricatierra. Los canapés que preparó el envenenador francés estaban de muerte. Pero no literalmente. Y yo me alegré mucho al pensar que íbamos a poder celebrar el comienzo del verano, asistiendo como todos los años a la fiesta que dan mis padres por este motivo. No me podía creer que ya hubiese pasado un año desde que Tito Ricatierra hubiese montado un número en esa fiesta chillando que quería casarse con Clepeta.

Ya en la fiesta de mis padres me acerqué a la mesa del tío Ricatierra y sentí que era mi deber contarle por qué Tanaceto Camamandrágoras no me parecía trigo limpio. Y eso hice.

“Pues sí, puede que tengas razón. Al principio no me di cuenta, pero cuando me puse a cantar y le brotaron lágrimas, lo pensé. Verás, el Pateta no quiere que yo cante si él no toca el violín mientras lo hago. Sólo así puede contener las lágrimas, y no le gusta que le vean llorar. Y te voy a contar otra cosa. Cuando yo era niño, yo era muy bueno. Me portaba como un angelito, y el Pateta estaba como obsesionado conmigo. Hubo una época en que se me aparecía por todas partes, pero siempre disfrazado de otro ser. Cuando yo me daba cuenta de que me estaba engañando, desaparecía. Y casi siempre me daba cuenta de quién era cuando le veía llorar porque yo cantaba.”     

   

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