250. Fiesta de fuego y agua
No acabó como esperábamos la historia de
Fisipki. Los jóvenes de edad y / o de espíritu estábamos celebrando San Juan como
manda la tradición, tirándonos cubos de agua y llamándonos nuevos nombres para
bautizarnos de broma y también saltando por encima de hogueras en el jardín del
abuelo, cuando su mayordomo Bernabé, que en realidad se llama Mylor, pero que
tuvo que cambiar de nombre para trabajar para el abuelo, porque eso de Mylor se
parece demasiado a Milord, y el abuelo no está por llamar “mi señor” a su
mayordomo ni a nadie, pues esa persona se
acercó a mí y me pidió que le siguiese lo más disimuladamente posible.
Seguí a Mylor, que es como le llaman todos
menos el abuelo, o a Bernabé, que es como le llama el abuelo, hasta la biblioteca
de la mansión eterna procurando que nadie se fijase en que me iba discretamente
de la fiesta y entré en esa estancia aunque estaba chorreando de las veces que
me habían bautizado de broma mis hermanos y amigos y una hueste de críos
canijos a los que les hacía gran ilusión empapar a un niño mayor de edad.
El abuelo estaba sentado ante la mesa de ajedrez en la que juegan él y su perpetuo contrincante Amón el Momio, que también estaba sentado ante la mesa. Creo haber mencionado a este último alguna vez, pero no creo haberlo descrito. Es muy delgado, bastante alto, y da la sensación de estar muy seco. Pero a pesar de algunas arrugas, no dirías que es una momia, sólo que lo parece. Mi hermano Timiano hizo un trabajo bastante aceptable al devolver a este sacerdote egipcio a la vida. Nadie diría que es otra cosa que un señor mayor muy delgado.
“Siéntate, Arley,” me dijo el abuelo Aeterno, señalando una butaca de cuero verde.
“La voy a mojar,” dije yo, “mira cómo estoy
dejando el suelo.”
“Eso lo seca Bernabé en un periquete. No me
incites a hacerlo yo mismo, que estoy de los nervios. Siéntate, que me está
poniendo peor verte ahí de pie en ese charco. Ya estoy bastante fastidiado con
los gritos que llegan del jardín. No me alteres más tú contradiciéndome.”
“Siento haber gritado, abuelo,” dije yo. “De
haber sabido que te estábamos molestando no lo hubiese hecho. Hasta me hubiese
llevado a los niños lejos de estas ventanas.”
“Tonterías de ese viejo,” dijo el Momio. “Con
lo bonita que es la alegría de la juventud. Te quejas de todo, AEterno. Si apenas
se les oye con las ventanas cerradas.”
“Cerradas las tengo que tener. No me
soliviantes tú, Momio, que lo que
quieres es que no me concentré al jugar. Y ya me están desconcentrando los gritos
de esa jauría de lobos chiquitines, tan pequeños que están exentos de que se
las de un buen pisotón para darles algo por lo que berrear de verdad. Sí, hay que tener las ventanas cerradas. Tú no
oyes bien porque eres una vieja momia resucitada y debes tener el oído
defectuoso, pero yo tengo oído de tísico desde siempre. Pero no discutamos, que
tengo algo que decirle a mi nieto querido. Sí, querido. Este me cae bien. Jamás
creí posible que hubiese uno que me hiciese caso. Por qué tú me vas a hacer
caso. ¿O no, Arley?”
“Yo en lo que pueda…te escucho, abuelo.”
“Ha llegado a mis finísimos oídos de asno
tuberculoso que tu tío ha descendido al infierno para deshacerse de esa cosa
que cree que es su hijo.”
“Mi primo Fisipki.”
“De eso nada. Para primo tu tío. ¡Tonto,
tonto, tonto! Y pronto lo verás, si no lo remediamos. A esa cosa salida de la
tierra como una patata enferma no la ha querido ni Pedro Botero. Por algo ha de
ser. ¿O no?”
“Tú dirás, abuelo.”
“Lo va a decir el tiempo en cualquier
momento. El tonto de tu tío no se ha dado cuenta de que si Fisipki es su hijo,
esos maleantes canijos que ha regalado al infierno son sus nietos.”
En eso no habíamos caído ninguno. Algo de
razón podría llevar el abuelo.
“Por una vez, alguien los tiene más liantes
que los míos,” dijo el abuelo. “Sin embargo, esta alegría me ha durado poco,
porque enseguida me di cuenta de que de ser nietos de tu tío Ricatierra, serían
bisnietos míos. Yo no puedo tener esa clase de descendientes. Mira, Arley, esa
chica que está acostumbrada a monstruos y se cree que es uno, sí puede, y si se entera de que tiene nietos va a
querer recuperarlos.”
“¿Brana?”
“Esa no va a servir para proteger a tu tío.
La gente decía que sí, porque puede ponerse como una fiera, pero eso sólo le va
a perjudicar a mi pobre hijo. Mira, nietecito, quiero que no levantes el
hechizo ese que hace que esa no se entere de nada que tiene que ver con la
criatura polvorienta esa.”
“Precisamente he quedado mañana con Doña
Nectarina para levantar el hechizo.”
“Por eso te estoy hablando hoy.”
“Pero está prohibido hechizarnos entre
nosotros.”
“Lo que debería estar prohibido es ser tonto,
pero hay tantos que mientras esto sea una democracia eso no se puede prohibir.”
“Pides demasiado. Es que no todos podemos ser
tan listos como tú, AEterno,” dijo el Momio.
“Veré lo que puedo hacer,” dije yo, pero muy
flojito. No lo tenía claro.
“Mira, niño, lo verás como lo veo yo, y no me
hagas hechizarte a ti para que así sea,” dijo el abuelo.
“Entiendo,” dije yo. “Es algo que hay que
hacer y se hace. Vale.”
“Mi nuera no tiene que quedarse muy
trastocada. Puede recuperar la memoria, pero que ya no la interese el
malasemillas. Esa mujer no puede ir al infierno a por sus supuestos nietos. Son
flor de un único mal acto, no merece la pena sacarlos de ahí, harán daño a
alguien enseguida y morirán en el acto, cuál abeja que pierde su aguijón. Es
mejor que se realicen entre mala gente y no entre buenas personas. Ellos no
perduran, pero el daño que hacen puede que sí. Tiene razón Doña Nectarina, si
esa chica va al infierno, van a encapricharse con ella los demonios. Y además hay otra cosa. Verás, tu tío no debe
volver al infierno. Y hay otra razón por la que ese tonto lo quiere hacer.”
“¿Además de recuperar el árbol? ¿Por cierto,
tendría que devolver al cocinero?”
“A ese yo no renuncio. Se ha convertido en uno de mis empleados. Y
yo defiendo a mis empleados como la fiera que puedo ser. Porque me adoran. Y el
amor con amor se paga. Y no veas como quiere ese pobre fantasma trabajar para
mí en vez de escaldarse entre fogones mientras cocina ahí abajo.”
“Me lo imagino. Ha preparado cosas buenísimas
para la fiesta que hay en tu jardín. Están todos encantados con él. Por cierto,
¿cómo se llama? ¿O cómo lo llamas tú?”
“Yo le he dicho que se tiene que llamar
Gastón. Como el cocinero de un ejército napoleónico de soldaditos de plomo que
tu tío tenía de niño. Y que se
olvide de su pasado. ¿Ves cómo no pueden volver entre nosotros las florecitas
del mal esas? Perderíamos a Gastón. Pues hay otra tontería que nos puede
perjudicar. Tu tío, que no se entera siempre cuándo le hacen daño y cuándo no,
quiere sacar del infierno, porque le dan pena, a esos zafios que intentaron
secuestrarle.”
“¿A Elucubro y Metopata les mandaste al
infierno?” pregunté sorprendido.
“¿Dónde si no? Ya hay demasiados tontos entre
los humanos. Y estos además quieren ser tontos malos. Aunque tu tío eso no lo
ve. Porque él es bueno. Tonto y bueno. Más que el pobre Parsifal, qué bien le
va cantar esa opera. ¿Has tenido ocasión de oírle interpretar eso? Hasta da
miedo. Precisamente por eso es un peligro que tu tío ande entre demonios. Los
tontos no son responsables de sus actos, sobre todo si su intención es buena.
Los demos no pueden tocar a tu tío. Porque sus intenciones nunca son malas. Ser
de mejor voluntad no hay. Mira que lo han intentado liar esos asquerosos irredentos. Por
tonto no le pueden tocar, pero por tonto, nos puede meter a los demás en un buen
lío.”
Amón entonces decidió apoyar al abuelo.
“La operación que le han hecho al malasemilla
está bien hecha. He visto lo que han hecho el japonés Matasano y nuestros User
y Ptahhotep. Le han cosido con hilo de tela de araña de cuatrocientos años.
Fortísimo. Pero se les escapó esterilizar el hilo y el paciente ha cogido una infección, porque
en cuatrocientos años, un hilo puede coger alguna porquería. Le he dicho a tu
abuelo que al Fisipki se le va a notar dentro de unos días. Va a ponerse
malísimo. Ese va a traer este problema también. Mira, muchacho, lo que tú abuelo te está intentando decir es que vayas a ver a la gatita
negra. ¿Sabes a quién me refiero?”
Yo sacudí la cabeza.
“A Gatsabé. Aunque la diosa Bast la quiere
como a una hija, lo es de una de las siete
hadas. Creo que de Jocosa. No sé cómo Jocosa ha podido tener una hija tan seria.
La gata, que es prima segunda tuya, entiende mucho de curar infecciones.”
“Que Gatsabé cure a ese desgraciado y ya me
ocupo yo de que nos deje en paz en cuanto esté repuesto,” añadió el abuelo. “Y
no te preocupes, que no le haré daño. Sólo evitaré que nos lo haga él. Va a
salir beneficiado. Explícale a Doña Nectarina que no es momento todavía de
deshechizar a mi nuera. Y no dejes que mi hijo vuelva por ese hotel por ningún
motivo.”
“¿Puedo preguntar dónde se encuentra
Gatsabé?”
“Sí, pero a tu hermano Ator. Él lo sabrá. Creo que se
dedica a acosarla.”
“¡No! No es para tanto,” dijo Amón. “Está
enamorado de ella, que se lo está poniendo difícil, y el pobre siempre está al
tanto de en lo que anda la gata, pero no para agobiarla. Para serle útil cuando
sea necesario.”
Mi hermano Ator estaba en el jardín, vigilando
hogueritas de palo santo encendidas en calderitos decorados con corderitos repujados. Eran para que volasen por encima
de ellos los niños más pequeños. Ator también estaba dejándose mojar para deleite de los
pequeños de la familia y de algún gamberro. Normalmente no tiene ninguna paciencia
con estos últimos, así que hoy se estaban aprovechando de su espíritu festivo.
Gatsabé, a la que yo no conocía, debía de ser todo un carácter, porque Ator le
gusta a todas las chicas. La gata no debía de asistir a ninguna de nuestras fiestas y no
estaba, que yo supiese, en esta.
“Ati,” le dije a mi hermano, “¿me haces un
favor?”
“Y si es pequeño, dos,” me contestó.
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