“Arley,” me dijo Alpin, “mi madre, a la que
no le cuento todo, pero esto sí, porque se ha enterado por otros, me ha dicho
que debo darte las gracias por resucitarme del polvo. No me hace mucha gracia,
porque pienso que tendrías que haber estado atento a tu trabajo y no
cotorreando con tu hermano, que es un quejica, porque aunque todavía no ha
puesto el grito en el cielo por la broma que le han gastado los jocosos
endilgándole media docena de hijos, seguro que lo hará tarde o temprano, igual
que se quejaba amargamente del estilo de vida de su mujer. Digo su mujer,
porque va a casarse con ella, ¿no?”
“En realidad es a Gatsabé a quién tienes que
darle las gracias. Cada vez estoy más convencido de que me dejó atrapar el
trapo para que yo sintiese que yo había hecho algo. Creo que se hubiese bastado
sola y lo hubiese cogido ella misma antes de que la bruja lo pudiese recuperar.
Es muy rápida.”
“Ha sobrevivido sola en este bosque durante
muchos siglos. Y las hadas, cuanto más viejas, más fuertes. ¿No es así?”
“Sí. Sabrá cuidar de sus gatitos. Y de mi hermano, ¿quién lo diría?”
“¿Has pensado ya qué vas a hacer con las
cenizas de la bruja y el trapo? Dijiste que no querías guardarlas en tus
habitaciones, y tu hermano no quiere esas cosas en su castillo ahora que tiene
bebés curiosos rondando por él.”
“El abuelo me ha dicho que mi tía Caléndula
quiere abrir un museo aquí en Isla Manzana. No tenemos ninguno, porque aquí la
gente guarda los tesoros en su casa. Y si tienen muchos y están orgullosos de
ellos, abren las puertas al público uno o dos días a la semana, o en ocasiones
especiales.”
“Ya, y hasta invitan a merienda. ¿Y tú vas a
meter el trapo y las cenizas en ese museo? ¿Va a ser un museo de los horrores?”
“¿En Isla Manzana? Pues no, no va a ser esa
clase de museo, seguro que no. Y por eso
pienso que Caléndula tampoco querrá el trapo. Y mucho menos las cenizas.
Acabaré entregando estas cosas a mi tío Gentillluvia. Seguro que los de la
hermandad de prevencionistas tienen un
almacén de monstruosidades. Pero como Caléndula está por inaugurar el museo, quizás podamos echar
una mano con eso de colocar las cosas. ”
“¿Los tesoros? ¿Y no te entrarán ganas de
adquirir alguno? Dile a la Calula que mejor negocio sería una casa de
subastas.”
“No, no lo creo. Y si quieres donar algo,
aceptan donaciones.”
Alpin y yo nos fuimos desde palacio hasta la
Biblioteca del Santo Job, pues yo tenía entendido que ese era el lugar en el
que se iba a ubicar el nuevo museo. El Sr. Hobbs, siempre tan amable, le había
cedido a la prima de Mamá tres habitaciones para que expusiese ahí los tesoros
que había conseguido con este fin. Cuando llegamos a la biblioteca, saludamos a
Mildiu, la entrañable bibliotecaria, que me dijo que mis hermanas Cardo y Brezo
también habían venido a ayudar. También me dijo que andaban preocupadas por
algo que me querían contar.
“Mira Arley. Tía Caléndula se ha tenido que
ir y hoy no hay mucho que hacer aquí. Volveremos otro día. Pero hay algo que
creemos que te deberíamos contar. Tiene que ver con el molino de la bruja del
trapo,” me dijo Cardo.
“¡Ay, no! ¡Vais a contarme una historia de
miedo!”
“De momento, sólo de misterio,” dijo Brezo. “Así
que mejor será que no se desorbite tu imaginación. Estábamos viendo como dar
publicidad a nuestro museíto y entramos en una página de museos mágicos. Bueno,
todos los museos lo son. Pero así más específicamente, ya sabes. Los que sólo
conocen las hadas.”
“Al grano,” interrumpió Brezo. “En la lista
figura un museo llamado El Horripilante Molino de la Bruja del Trapo.”
“Nos llevamos un susto al ver eso,” dijo
Brezo.
“Al grano,” la calló Cardo. “Está situado en
el Bosque Triturado. Yo juraría que en el mismo lugar que el molino de vuestra
aventura. Papá dice que sí, que es ahí.”
“El anuncio es reciente,” dijo Brezo. “Pone
gran inauguración. Esta tarde al caer el sol.”
“¡Ay, qué miedo!” dijo Alpin. “Seguro que los
amigos de la bruja han querido homenajearla.”
“Una bruja como esa no puede tener amigos.
Como mucho, compinches,” dijo Cardo.
“No puedes consentir que la homenajeen, Arley,” me dijo Alpin. “La gentuza que
debería estar detenida en la cárcel no puede tener monumentos, ni ciudades, ni
calles, ni plazas, ni estaciones de metro, ni de tren, ni aeropuertos, ni
museos con su nombre.”
“Supongo que los fans de la bruja no lo verán
así,” dije yo.
“Vamos a asistir los cuatro a ese festejo,”
dijo Cardo muy decidida. “Y vamos a reventarlo si es necesario.”
“¡Peleona! No sé yo,” dijo Alpin.
“Irás. Y pagarás un hada libra por la
entrada,” le informó Cardo.
“¿Pagar para que me reduzcan a polvo? Pero si ese servicio ya me lo han hecho gratis.”
“Eso no va a volver a pasar. Para impedirlo
vamos nosotras.” dijo Brezo.
“Si voy, va a ser de incognito,” dije yo.
“No te servirá de nada,” dijo Alpin, “porque
si las cosas se ponen feas para mí, pienso delatarte. No dudaré en gritar que
tú fuiste el espabilado que le atizó a la bruja con su trapo. Te entregaré a
las bestias vengadoras, Arley, y aquel
que avisa no es traidor.”
“Entonces será mejor que no vengas,” dije yo.
“Claro que voy a ir. Siento tanta curiosidad
como el proverbial gato. Siempre que vosotros me paguéis la entrada, claro. No
pienso desperdiciar una libra en esto, que eso es lo que cuesta el hada cine.”
Al final, fue Papá el que nos pagó las
entradas a todos. Y él y Puck también decidieron asistir, dada la gravedad del
asunto. Y conforme íbamos caminando hacia el molino nos encontramos con más
gente que se unió a nuestro grupo.
“¿Podemos ir nosotros también?” preguntaban
los hojitas que nos encontramos de camino. Con ellos estaba Jengibrillo.
“Cuantos más mejor, estáis invitados,” decía
Papá.
Aparecieron por ahí Polilla y Telaraña.
“¿A dónde vais tantos y tan decididos?”
Yo contesté explicándolo todo.
“Me encantaría ver todo ese polvo,” dijo
Telaraña. “Soy profesional de la limpieza, ya lo sabéis.”
“Venid las dos. Estáis invitadas,” dijo Papá.
Y así todo el camino. Pronto éramos todo un
tropel.
Como lo estoy contando, es evidente que
sobrevivimos a este lance, pero la cosa no dejó de tener su interés. Y sus
consecuencias.
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