258. La Horripilante Función
Cuando llegamos al molino de la bruja, éramos
exactamente cincuenta y tres, incluyendo a las polillas de Polilla y a la araña
de Telaraña. Cubrimos todo el aforo, que sólo era de treinta y cinco, pero como
los hojitas son muy pequeños, pensamos que podían compartir asiento, y en
cuanto a las mascotas, pues se sentarían con sus mascotas, que aquí les llamamos
a los cuidadores mascotas de las mascotas, pues sí, a eso que otros dicen
dueños.
El molino seguía igual de polvoriento. De vez
en cuando una brisa levantaba algo del polvo del montículo de harina que había
a un lado de la rueda, pero luego lo volvía a depositar. Me pareció más pequeño
el montículo. Luego me enteraría de por qué lo era. Junto a la puerta del molino alguien había puesto
un gran cartel, nada profesional y hecho como los que hacen los niños para
alguna actividad escolar.
“Sed malvenidos por los curadores del Museo
del Horripilante Molino de la Malvada Bruja del Trapo. Es una libra por cabeza.
Pero podraís ver una emocionante función que recreará los espeluznantes hechos que ocurrieron aquí.”
“Bueno, al menos me parece que esto no lo han
montado amigos de la reducida,” dijo Papá. “Un amigo no la llamaría malvada,
¿no?”
“Nunca se sabe,” dije yo, que soy la mar de
desconfiado.
“¿Dónde está la taquilla?” preguntó Papá.
“Soy el taquillero, soy invisible. La bruja
lo era. Así que yo también,” nos explicó la voz.
“Vaya ocurrencia,” dijo Papá. “Atiéndeme bien,
ente invisible, que quiero cincuenta y tres entradas. No es moco de pavo.
Muestra algo de agradecimiento. ¿Y cómo te pago?”
“En hadalibras de oro.”
“Ya, ¿pero cómo te las doy?”
“Échelas en este cesto.”
“¿Qué cesto?”
“El invisible.”
“Pero…¿Qué es esto? ¿Una tomadura de pelo?
Mira que aquí hay un montón de gente. Como se le vaya la pinza a alguno, la
tienes liada, amigo.”
Así estuvieron discutiendo un rato, y al
final la voz dijo, “Vale, usted gana. Voy a por mi capucha. Pero sepa que usted
se ha cargado la magia de este lugar.”
“¡Ojalá!” dijo Papá. “Porque no son formas de
recibir a la gente.”
Y al cabo de unos minutos apareció volando ante
nosotros un manto negro con capucha, algo así como el que lleva La Muerte. Como
el manto estaba animado, era de suponer que el ser que se había manifestado
como una voz iba dentro. Sacó las manos, y las pudimos ver porque llevaban
puestos guantes de esos de disfraz de esqueleto. Las manos asían un cesto
también ahora visible.
“Ten.
Cincuenta y tres visitantes, cincuenta y tres hada-libras de oro.”
“¿No podría redondear, Don Oberon? Deme
sesenta.”
“¿Y por qué iba yo a querer hacer eso?” preguntó
Papá riéndose.
“Hombre, ya que me ha dado cincuenta y tres,
¿qué le cuesta darme un poco más? Sería una cifra más bonita. ¿A usted le gusta
lo bonito, no?”
“Mira, por no seguir discutiendo, te lo doy. Pero
mueve el esqueleto. ¡Qué tienes aquí a toda esta gente de pie!”
“¡Ra, ra, ra! ¡Qué el público se va!”
empezaron a gritar los hojitas.
“¡No! ¡Ahora no! ¡No os vayáis, que acabo de
pagar!” dijo Papá.
“¡Trae para acá ese cesto!” gritó Cardo. Le
arrancó el cesto a la aparición y recuperó las siete hadalibras que sobraban.
“Y pienso quedarme el cesto hasta que veamos de que va esto. ¡Qué me está
pareciendo un timo!”
Alguien o algo abrió las puertas del molino y
todos desfilamos por ellas. Dentro, ni sillas. Pero sí había unas sábanas
colgadas con pinzas de un tendedero que
hacían de cortinas y una plataforma detrás de estas. Había otra sabana más que
hacía de fondo del escenario. Las
cortinas se cerraron con algo de dificultad, y una voz distinta empezó a
gritar.
“¡Ah, distinguido público! Os encontráis en
el horrible molino de la bruja del trapo! ¡Aquí han sucedido hechos
espeluznantes, que ahora para vosotros, distinguido público, vamos a recrear y
representar!”
Se abrieron las cortinas, y la voz siguió
gritando.
“Contemplad el molino, contemplad a la bruja,
que es invisible y está ante vosotros,
madurando sus planecillos para hacer el mal!”
No se veía nada en el escenario de pacotilla
ese.
“¿A quién me cargaré hoy?” dijo la primera
voz, la del taquillero, intentando sonar chirriante. “¿Quién será el malhadado?”
“Pero lo que no sabe la bruja, que se ha
puesto a limpiar el polvo tan tranquila,” dijo la segunda voz mientras un trapo
aparecía en el escenario y simulaba sacudir polvo, “es que hoy es día de pago.
Va a pagar por el mal que ha hecho transformando a gente buena y honrada en
triste polvo. Sí, damas y caballeros, hoy se le acaba el chollo maligno que
tiene en este molino”.
De pronto apareció una figura en escena,
vestida de Príncipe Azul. Llevaba una capa corta y mallas con un agujero en una
rodilla y una máscara que tapaba su cara hecha de terciopelo azul. En un hombro
cargaba un tigrecito de peluche de rayas
blancas y naranjas.
“Amada mía, amadísima señora, tan bella y
dorada que la luz del sol te envidia,”
dijo el príncipe al tigre de peluche, “te dedico la hazaña que voy a acometer
aquí y ahora. Para que todos te quieran, voy a liberar este lugar en tu nombre
de la maldición que supone está bruja. Pero primero…¿dónde están mis pajes?”
El príncipe se dio la vuelta y dos vocecillas
– las mismas voces de siempre, pero ahora haciendo de vocecillas, dijeron, “Henos
aquí, nuestro grandísimo señor, caídos en una trampa que hay en el suelo.”
Y en ese momento, ¡Catabum y Patabum!, una
cuarta parte de los espectadores cayeron por el agujero por el que había caído
mi hermano.
“¡Me **** ** *** *******!¿No te dije que
cubrieses eso con unas tablas?” gritó al príncipe la voz del taquillero muy enfadada.
“Lo hice. No entiendo porque se han movido.
¿Tenía que clavarlas?” preguntó el príncipe.
Al menos, el agujero estaba bastante menos
lleno de harina que antes. Mucho menos lleno, y pudimos sacar de ahí a nuestros
compañeros con relativa facilidad. Hubo
gritos, maldiciones e insultos, pero no me detendré en eso. Retomaron las voces
la función, y mi hermano, es decir el supuesto príncipe, se dirigió a los
invisibles pajes, “Mirad y aprended de
un héroe de profesión. ¡Yo soy Ator! ¡El Indoblegable! ¡El Invencible! ¡El
Inigualable! ¡El inamovible! ¡El
Intrépido y el Incombustible! Y para
gloria de mi dama, voy a demostrar lo chulo que soy tirando de ese trapo como el
que más.”
Entonces, el príncipe tiró del trapo y se lo
arrebató a quién fuese el que lo sostenía. Así, a la primera y sin ningún
problema.
“A ver, los dos pagecillos que estáis en el
agujero. ¿Habéis visto lo fácil que ha sido esto? Así de fácil es todo cuando
eres un tío grande, como lo soy yo,” dijo el que hacía de Ati.
“¡Por favor, señor, no nos deje aquí desolados
y olvidados!” dijeron las vocecillas que se suponía eran de los pajes, fingiendo
ser Alpin y yo.
“¡Pues claro que no! Yo soy todo un
caballero. ¿Cómo iba a hacer eso? Yo protejo a los más débiles. ¡Qué nadie dude
de mi caballerosidad!”
El príncipe se bajó del estrado, o
plataforma, o lo que fuese aquello, y vino al agujero y saltó dentro y tras
unos segundos asomó la cabeza diciendo, “¡Oye, tronco! ¡Qué aquí no están!”
“Si te refieres a estos, los tengo yo,” dijo
mi hermana Brezo, mostrándole al príncipe dos muñequitos cubiertos de harina.
Los había sacado del agujero cuando rescatamos a nuestros compañeros.
“¡Graaaaacias, chuuuuuurri!” dijo el príncipe,
saliendo del agujero, no sin dificultad. Cogió los muñequitos y volvió al
estrado. “Y colorín colo-” empezó a
decir.
“¡No!” le reprendió la primera voz. “¡Qué
tienes que atizar a la bruja!”
“¡Ay va! Pues sí, claro que sí. ¡Cómo no! Cerrad
los ojos, mi bella dama,” dijo el príncipe, dirigiéndose al tigre de peluche.
“Una dama tan delicada no puede ver esto tan terrible pero tan merecido que voy
a hacer en tu dulce nombre.”
Y el príncipe sacó su espada diciendo que iba
a decapitar a la bruja.
“¡Qué no!” gritó la otra voz. “¡A ver si nos
enteramos! ¡Que la tienes que dar con el trapo!”
El príncipe no estaba nada conforme.
“¿A que mola más que le corte la cabeza?”
dijo, dirigiéndose al público. “¡Votemos todos!”
“¡QUE COJAS EL TRAPO Y ME DES!” gritó la otra
voz, desesperada.
“¡Vale, tronco, no te pongas así! A ver.
¿Dónde está el **** trapo?”
“Detrás de ti,” dijeron aquellos del público
que estaban en primera fila.
“Ay, gracias,” dijo el príncipe, que se
agachó para recogerlo. Lo hizo exactamente como no se debe hacer cuando lo
haces en público. Y el público respondió cantando aquello que va “Aquel que se dobla ha de ser complacido.
Sobre todo si lo tiene mullido.”
“¿Eso es una ordinariez o me equivoco?” me
preguntó Alpin.
“Creo que sólo va de dar una patada a un
incauto,” respondí.
Con el trapo ya en la mano, el príncipe se
puso a mirar por todas partes. “Pero, tío, ¿ahora dónde estás tú? ¿Cómo voy a
sacudirte si no te veo?”
“¡Atiza a cualquier parte, mentecato!” le
gritó Cardo. “Si no se ve nada de todas formas.”
“Ah. Vale,” dijo el príncipe. Volvió a pedir
al tigre de peluche que cerrase los ojos y atizó al aire gritando “¡Pam! ¡Toma
ya! Pam y pam y pam!”
“¡Qué tío más grande!” suspiraron los
muñequitos polvorientos.
“Pero, Arley,” dijo Alpin. “¡si fuiste tú el
que atizaste a la bruja!”
Y yo, que ya tenía experiencia con este tipo
de situaciones por el dramón del duende Botolfo, le contesté, “Así se escribe
la historia. Por lo que a mí me toca,
hasta me alegro, pero lo siento por Gatsabé.”
“¡Reducida a polvo por el piñato ha quedado
la malvada hechicera! ¡Como en otros tiempos quedaron sus pringadas víctimas!”
Y ahora sí. Ahora vino la verdadera sorpresa
espantosa. El taquillero invisible retiró la sabana que estaba colgada en el
fondo del escenario. Apareció una mesa cubierta por una harapienta manta
guateada. El de la voz incorpórea tiró de la manta. Se vio bien la mesa. Y
sobre ella, unas cien cajitas con cenizas.
“¡Contemplad, o distinguido público, lo
extensa que fue la maldad de está bruja! He aquí los restos de sus muchas
desdichadas víctimas.”
“¡Lo que faltaba!” murmuró Papá entre dientes. Y se volvió
hacía mí y me dijo, “Llama a tu tío inmediatamente, que necesitamos un chino.
Me voy, que esté follón no lo quiero para mí. Esto es para gente que le
guste currar.”
“¿Y si no son de verdad? ¿Y si estos dos los
han puesto ahí de atrezo?”
“¿Tú les crees capaces de molestarse tanto?”
Y yo saqué mi bola de cristal y llamé a Tito
Gen.
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