Para encontrar tu camino en este bosque:

Para llegar al Índice o tabla de contenidos, escribe Prefacio en el buscador que hay a la derecha. Si deseas leer algún capítulo, escribe el número de ese capítulo en el buscador. La obra se puede leer en inglés en el blog Tales of a Minced Forest (talesofamincedforest.blogspot.com)

jueves, 10 de agosto de 2023

258. La Horripilante Función

 258. La Horripilante Función

Cuando llegamos al molino de la bruja, éramos exactamente cincuenta y tres, incluyendo a las polillas de Polilla y a la araña de Telaraña. Cubrimos todo el aforo, que sólo era de treinta y cinco, pero como los hojitas son muy pequeños, pensamos que podían compartir asiento, y en cuanto a las mascotas, pues se sentarían con sus mascotas, que aquí les llamamos a los cuidadores mascotas de las mascotas, pues sí, a eso que otros dicen dueños.

El molino seguía igual de polvoriento. De vez en cuando una brisa levantaba algo del polvo del montículo de harina que había a un lado de la rueda, pero luego lo volvía a depositar. Me pareció más pequeño el montículo. Luego me enteraría de por qué lo era.  Junto a la puerta del molino alguien había puesto un gran cartel, nada profesional y hecho como los que hacen los niños para alguna actividad escolar.

“Sed malvenidos por los curadores del Museo del Horripilante Molino de la Malvada Bruja del Trapo. Es una libra por cabeza. Pero podraís ver una emocionante función que recreará los espeluznantes hechos que ocurrieron aquí.”

“Bueno, al menos me parece que esto no lo han montado amigos de la reducida,” dijo Papá. “Un amigo no la llamaría malvada, ¿no?”

“Nunca se sabe,” dije yo, que soy la mar de desconfiado.

“¿Dónde está la taquilla?” preguntó Papá.

“Soy el taquillero, soy invisible. La bruja lo era. Así que yo también,” nos explicó la voz.

“Vaya ocurrencia,” dijo Papá. “Atiéndeme bien, ente invisible, que quiero cincuenta y tres entradas. No es moco de pavo. Muestra algo de agradecimiento. ¿Y cómo te pago?”

“En hadalibras de oro.”

“Ya, ¿pero cómo te las doy?”

“Échelas en este cesto.”

“¿Qué cesto?”

“El invisible.”

“Pero…¿Qué es esto? ¿Una tomadura de pelo? Mira que aquí hay un montón de gente. Como se le vaya la pinza a alguno, la tienes liada, amigo.”

Así estuvieron discutiendo un rato, y al final la voz dijo, “Vale, usted gana. Voy a por mi capucha. Pero sepa que usted se ha cargado la magia de este lugar.”

“¡Ojalá!” dijo Papá. “Porque no son formas de recibir a la gente.”

Y al cabo de unos minutos apareció volando ante nosotros un manto negro con capucha, algo así como el que lleva La Muerte. Como el manto estaba animado, era de suponer que el ser que se había manifestado como una voz iba dentro. Sacó las manos, y las pudimos ver porque llevaban puestos guantes de esos de disfraz de esqueleto. Las manos asían un cesto también ahora visible.

“Ten.  Cincuenta y tres visitantes, cincuenta y tres hada-libras de oro.”

“¿No podría redondear, Don Oberon? Deme sesenta.”

“¿Y por qué iba yo a querer hacer eso?” preguntó Papá riéndose.

“Hombre, ya que me ha dado cincuenta y tres, ¿qué le cuesta darme un poco más? Sería una cifra más bonita. ¿A usted le gusta lo bonito, no?”

“Mira, por no seguir discutiendo, te lo doy. Pero mueve el esqueleto. ¡Qué tienes aquí a toda esta gente de pie!”

“¡Ra, ra, ra! ¡Qué el público se va!” empezaron a gritar los hojitas.

“¡No! ¡Ahora no! ¡No os vayáis, que acabo de pagar!” dijo Papá.

“¡Trae para acá ese cesto!” gritó Cardo. Le arrancó el cesto a la aparición y recuperó las siete hadalibras que sobraban. “Y pienso quedarme el cesto hasta que veamos de que va esto. ¡Qué me está pareciendo un timo!”

Alguien o algo abrió las puertas del molino y todos desfilamos por ellas. Dentro, ni sillas. Pero sí había unas sábanas colgadas con pinzas de un tendedero  que hacían de cortinas y una plataforma detrás de estas. Había otra sabana más que hacía de fondo del escenario.  Las cortinas se cerraron con algo de dificultad, y una voz distinta empezó a gritar.

“¡Ah, distinguido público! Os encontráis en el horrible molino de la bruja del trapo! ¡Aquí han sucedido hechos espeluznantes, que ahora para vosotros, distinguido público, vamos a recrear y representar!”

Se abrieron las cortinas, y la voz siguió gritando.

“Contemplad el molino, contemplad a la bruja, que es invisible y está  ante vosotros, madurando sus planecillos para hacer el mal!”

No se veía nada en el escenario de pacotilla ese.

“¿A quién me cargaré hoy?” dijo la primera voz, la del taquillero, intentando sonar chirriante. “¿Quién será el malhadado?”

“Pero lo que no sabe la bruja, que se ha puesto a limpiar el polvo tan tranquila,” dijo la segunda voz mientras un trapo aparecía en el escenario y simulaba sacudir polvo, “es que hoy es día de pago. Va a pagar por el mal que ha hecho transformando a gente buena y honrada en triste polvo. Sí, damas y caballeros, hoy se le acaba el chollo maligno que tiene en este molino”.

De pronto apareció una figura en escena, vestida de Príncipe Azul. Llevaba una capa corta y mallas con un agujero en una rodilla y una máscara que tapaba su cara hecha de terciopelo azul. En un hombro cargaba un tigrecito de peluche  de rayas blancas y naranjas.

“Amada mía, amadísima señora, tan bella y dorada que  la luz del sol te envidia,” dijo el príncipe al tigre de peluche, “te dedico la hazaña que voy a acometer aquí y ahora. Para que todos te quieran, voy a liberar este lugar en tu nombre de la maldición que supone está bruja. Pero primero…¿dónde están mis pajes?”

El príncipe se dio la vuelta y dos vocecillas – las mismas voces de siempre, pero ahora haciendo de vocecillas, dijeron, “Henos aquí, nuestro grandísimo señor, caídos en una trampa que hay en el suelo.”

Y en ese momento, ¡Catabum y Patabum!, una cuarta parte de los espectadores cayeron por el agujero por el que había caído mi hermano.

“¡Me **** ** *** *******!¿No te dije que cubrieses eso con unas tablas?” gritó al príncipe  la voz del taquillero muy enfadada.

“Lo hice. No entiendo porque se han movido. ¿Tenía que clavarlas?” preguntó el príncipe.

Al menos, el agujero estaba bastante menos lleno de harina que antes. Mucho menos lleno, y pudimos sacar de ahí a nuestros compañeros con relativa facilidad.  Hubo gritos, maldiciones e insultos, pero no me detendré en eso. Retomaron las voces la función, y mi hermano, es decir el supuesto príncipe, se dirigió a los invisibles pajes, “Mirad  y aprended de un héroe de profesión. ¡Yo soy Ator! ¡El Indoblegable! ¡El Invencible! ¡El Inigualable!  ¡El inamovible! ¡El Intrépido y el  Incombustible! Y para gloria de mi dama,  voy a demostrar  lo chulo que soy tirando de ese trapo como el que más.”

Entonces, el príncipe tiró del trapo y se lo arrebató a quién fuese el que lo sostenía. Así, a la primera y sin ningún problema.

“A ver, los dos pagecillos que estáis en el agujero. ¿Habéis visto lo fácil que ha sido esto? Así de fácil es todo cuando eres un tío grande, como lo soy yo,” dijo el que hacía de Ati.

“¡Por favor, señor, no nos deje aquí desolados y olvidados!” dijeron las vocecillas que se suponía eran de los pajes, fingiendo ser Alpin y yo.

“¡Pues claro que no! Yo soy todo un caballero. ¿Cómo iba a hacer eso? Yo protejo a los más débiles. ¡Qué nadie dude de mi caballerosidad!”

El príncipe se bajó del estrado, o plataforma, o lo que fuese aquello, y vino al agujero y saltó dentro y tras unos segundos asomó la cabeza diciendo, “¡Oye, tronco! ¡Qué aquí no están!”

“Si te refieres a estos, los tengo yo,” dijo mi hermana Brezo, mostrándole al príncipe dos muñequitos cubiertos de harina. Los había sacado del agujero cuando rescatamos a nuestros compañeros.

“¡Graaaaacias, chuuuuuurri!” dijo el príncipe, saliendo del agujero, no sin dificultad. Cogió los muñequitos y volvió al estrado.  “Y colorín colo-” empezó a decir.

“¡No!” le reprendió la primera voz. “¡Qué tienes que atizar a la bruja!”

“¡Ay va! Pues sí, claro que sí. ¡Cómo no! Cerrad los ojos, mi bella dama,” dijo el príncipe, dirigiéndose al tigre de peluche. “Una dama tan delicada no puede ver esto tan terrible pero tan merecido que voy a hacer en tu dulce nombre.”

Y el príncipe sacó su espada diciendo que iba a decapitar a la bruja.

“¡Qué no!” gritó la otra voz. “¡A ver si nos enteramos! ¡Que la tienes que dar con el trapo!”

El príncipe no estaba nada conforme.

“¿A que mola más que le corte la cabeza?” dijo, dirigiéndose al público. “¡Votemos todos!”

“¡QUE COJAS EL TRAPO Y ME DES!” gritó la otra voz, desesperada.

“¡Vale, tronco, no te pongas así! A ver. ¿Dónde está el **** trapo?”

“Detrás de ti,” dijeron aquellos del público que estaban en primera fila.

“Ay, gracias,” dijo el príncipe, que se agachó para recogerlo. Lo hizo exactamente como no se debe hacer cuando lo haces en público. Y el público respondió cantando aquello que va “Aquel que se dobla ha de ser complacido. Sobre todo si lo tiene mullido.”

“¿Eso es una ordinariez o me equivoco?” me preguntó Alpin.

“Creo que sólo va de dar una patada a un incauto,” respondí.

Con el trapo ya en la mano, el príncipe se puso a mirar por todas partes. “Pero, tío, ¿ahora dónde estás tú? ¿Cómo voy a sacudirte si no te veo?”

“¡Atiza a cualquier parte, mentecato!” le gritó Cardo. “Si no se ve nada de todas formas.”

“Ah. Vale,” dijo el príncipe. Volvió a pedir al tigre de peluche que cerrase los ojos y atizó al aire gritando “¡Pam! ¡Toma ya! Pam y pam y pam!”

“¡Qué tío más grande!” suspiraron los muñequitos polvorientos.

“Pero, Arley,” dijo Alpin. “¡si fuiste tú el que atizaste a la bruja!”

Y yo, que ya tenía experiencia con este tipo de situaciones por el dramón del duende Botolfo, le contesté, “Así se escribe la historia. Por lo que a  mí me toca, hasta me alegro, pero lo siento por Gatsabé.”

“¡Reducida a polvo por el piñato ha quedado la malvada hechicera! ¡Como en otros tiempos quedaron sus pringadas víctimas!”

Y ahora sí. Ahora vino la verdadera sorpresa espantosa. El taquillero invisible retiró la sabana que estaba colgada en el fondo del escenario. Apareció una mesa cubierta por una harapienta manta guateada. El de la voz incorpórea tiró de la manta. Se vio bien la mesa. Y sobre ella, unas cien cajitas con cenizas.

“¡Contemplad, o distinguido público, lo extensa que fue la maldad de está bruja! He aquí los restos de sus muchas desdichadas víctimas.”

“¡Lo que faltaba!” murmuró Papá entre dientes. Y se volvió hacía mí y me dijo, “Llama a tu tío inmediatamente, que necesitamos un chino. Me voy, que esté follón no lo quiero para mí. Esto es para gente que le guste currar.”

“¿Y si no son de verdad? ¿Y si estos dos los han puesto ahí de atrezo?”

“¿Tú les crees capaces de molestarse tanto?”

Y yo saqué mi bola de cristal y llamé a Tito Gen.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario