260. Antojo de pizza
“¡Te lo advertí!”
La última caja de cenizas no parecía tener
cenizas. Y no pesaba nada. Aunque yo estaba convencido de que esta estaba
vacía, el tito dijo que teníamos que atizarla, porque podría haber sorpresas.
“¿Un fantasma?” le pregunté a Tito Gen.
“Un alma pesa veintiún gramos. Por mucho que los
científicos mortales lo quieran desmentir, ese es su peso.”
“No les conviene que se sepa,” añadió Papá.
“Pero pueden perder peso. ¿O no?”
“Sí, pero no vamos a pasar de atizar a esta
caja,” dijo el tito. “Sería chapucero no terminar el trabajo.”
Así que yo puse la cajita dentro de la jaula,
salí y me posicioné en la puerta, junto al cierre. El tito alzó el trapo y
atizó la caja, y … ¡SORPRESA!
“¡Te lo advertí! ¡Te to dije, te lo dije y te
lo dije!”
“¡¿Papá?!” exclamó
Tito Gentillluvia, auténticamente sorprendido.
“¡No puede ser!" dije yo. "¡La bruja ya era cenizas la
última vez que vi al abuelo! ¿Pero cómo ha podido pillarte, Abuelo?”
“¡Calla, que esa pregunta ofende! ¡A mí no me
ha pillado esa pazguata de tras bosque! He aparecido aquí porque me ha dado la
gana. La bruja pilló a esta pulga. También la he pillado yo, ya veis.”
El abuelo nos enseñó que llevaba algo entre
el pulgar y el índice de una mano. No se veía bien, pero por lo visto era una
pulga.
“Si la cazaste viva, Abuelito, entrégamela a
mí,” dijo mi hermana Brezo. “Me estoy quedando con todos los animalitos que
atizó la bruja. Para mi bosque privado.”
“¡Ni hablar! No seas pazguata tú también. No
conviene tener parásitos, niña. Además, está pertenece a un circo. Ale, pulga,
vuelve con la farándula. Ya va siendo hora.”
El abuelo soltó a la pulga que no vimos
aparecer ni desaparecer, pero que seguro que estaba ahí.
“Y
ahora, dejadme todos en paz, que he venido a reclamar a mi gato. ¡Te lo advertí, gato desagradecido!
Te dije que Jocosa había encargado unos niños gatunos que iban a ser mis
bisnietos, o mis hijos, si mi nieto los rechazaba. ¡Te dije que tú serías su ayo, su gato de la guarda, y en lugar de sentirte honrado, tuviste celos, gato pretencioso! Te
dije que te pasaría algo malo si te largabas de nuestra casa. Pues ya ves lo
que te ha pasado. Y que conste que te lo advertí.”
Mauelito miró para otra parte como hacen los
gatos cuando quieren parecer indiferentes. Fingió que estaba interesado en
olisquear las cajas de las pizzas que había encargado Papá.
“¿Queda pizza?” preguntó el abuelo.
“Pues no. Veinte de tamaño familiar se ha
tomado Alpin. Oberon y yo una grande entre los dos,” dijo Puck.
“Vaya. Mis lares dicen que no saben hacer
pizzas. Parece mentira que sean romanos. Pues se me está antojando. Hace siglos
que no la tomo. ¿Tú no has tomado, Arley?”
“No, yo estaba trabajando.”
De pronto el abuelo se transformó en su
versión quinceañera. Y el gato Mauelito no dudó en saltar encima de su cabeza.
“Pues ya que he salido de casa, vamos a una
pizzería. ¿Tú sabes cómo ir, nieto?”
“¡Yo, sí!” dijo Alpin.
“¿Pero tú no has comido ya?” le preguntó el
abuelo.
“Nunca es suficiente,” dijo Alpin.
“¡Porca miseria!” gruñó el abuelo. “Por una
vez que salgo a cenar, me tengo que encontrar con este. Vete a comer a tu casa
niño. Ya encontraremos nosotros el camino.”
“Pues Arley no puede ir contigo, AEterno
antipático. Ha quedado en llevarme a ver al Preste Juan, que es un rey más
esplendido que tú.”
“A mí de vos, niñato. ¿Al Preste Juan? ¿Y
sabéis cómo encontrarlo? Yo sí. Es el hijo de mi amigo Baltasar. Sí, el rey
mago. Bueno, si os referís a Juan el Africano, que también hay uno chino. Ese
también es amigo nuestro.”
“Buscamos al que dio de comer a cuarenta
marineros. Arley dice que por la descripción que dan esos marinos ignorantes ese debía ser africano.”
“Pues ya os diré yo como llegar hasta Juanito
Baltasar. Pero lo haré mientras tomamos pizza. Recomiéndanos tú una pizzería,
Oberón, que este niño es capaz de comerse cualquier porquería. Yo la quiero
gourmet, y con anchoas del Cantábrico. ¿Esa es la pizza
romana, no? Oíd, niños, quiero ir de incognito. Que no os importe que yo vaya con
aspecto de adolescente mayor. Es que cuando voy por ahí con menos de quince años
todos me preguntan dónde están mis padres y yo no quiero entrar en ese tema.”
“¿Puede venir Gentillluvia?” preguntó Alpin
en un rarísimo gesto de solidaridad. ¿O lo diría para hacer rabiar al abuelo? “Él
tampoco ha cenado.”
“¿Y ese quién es? No le conozco. Ah, el que
hace las cosas por su cuenta. Pues que vaya a cenar por su cuenta,” dijo el
abuelo. Y de pronto se fijó en que había aparecido Tito Richi y que estaba
cuchicheando disimuladamente con Metopata y Elucubro.
“El que faltaba. ¿Pero tú que quieres? ¿Qué
te vuelvan a secuestrar? ¿Te gusta que te aten a los árboles?”
“Eso no lo hicieron estos. Lo del árbol es otra historia. Estos me llevaron a su barco. Me encerraron ahí, pero no fue por mucho rato. Y me dejaron una tele
portátil para que no me aburriese. Pero no. No me gusta que me aten. Ni a un árbol ni a nada.
Pero es que tampoco me gusta ver como maltratas a almas de cántaro mandándolas
al infierno por ser tontas. ¿No ves que estos dos son tontos? No lo pueden
remediar. Eres un exagerado, Papá. Tus reacciones son desmedidas. Deja que se
queden el molino de la bruja y se busquen la vida.”
“Ese molino se lo vas a regalar al
Malasemillas ese que vaga por tu finca sin que tu mujer logre recordar que hace
ahí. ¡Ese será el molinero!”
“Lo puedo hacer mejor. Puedo darle una finca
de las buenas de fuera de la isla.”
“¿La de la Pájara Torda, por ejemplo? Sí,
estoy enterado de lo que has hecho con esa. Mandé a Bernabé a comprársela a
estos rufianes.”
“¿A tu mayordomo? Pues la iba a volver a
comprar yo. Fui a por el mío para que lo hiciese. Se le adelantó Bernabé.”
“Mira, al Malassemillas, el molino. Y a estos
dos sinvergüenzas… ¿Dices que entienden de barcos? Al Preste Juan no hay nada que le guste más que le escriban
cartas. Yo voy a mandar a mi nietecito bueno y a este otro ente como mensajeros con
una carta que diga que la próxima vez que pase por su costa una galera, entregue a esos dos maleantes al
capitán como presos condenados a remar. O eso,
o de vuelta al infierno que se van.”
“¿Galeras o el infierno?” preguntó Tito Richi
a los secuestradores. “Os aconsejo que elijáis el infierno. Yo no sé nada sobre
galeras. Y si me subo a una, podemos acabar mal. Como me gusta la música, igual me ponen a tocar el
tambor. Pero del infierno puedo sacaros cuando quiera. Están acostumbrados a verme
bajar a por gente. Ya no hacen ni caso cuando entro sólo y salgo acompañado.”
“¡Galeras!” rugió el abuelo. “Y para que no escapen a su condena, primero me los llevaré a la pizzería.
Será su última cena decente. Luego que estos memos se los lleven a Juanito. Tú no les quites ojo de encima, Arley.”
"No se preocupe, Don AEterno, yo mismo no les quitaré de encima mi atento y vigilante ojo," dijo Alpin. "¿Sabe que una vez yo toqué el tambor en una galera? Hace ya años, en el Kaphre Errante, creo recordar que así se llamaba el barco."
"Este que no me tiente," murmuró el abuelo.
"Yo me ocupo de todos, Abuelo," dije yo para tranquilizarle. "Tú disfruta de tu pizza." No le estaba haciendo la pelota. Es que me parecía que para una vez que salía de su casa a tomar una pizza, tenía derecho a disfrutarla. Yo la ceno todos los viernes, con mis hermanos, que sólo comen eso.
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