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sábado, 19 de agosto de 2023

260. Antojo de pizza

 260. Antojo de pizza

“¡Te lo advertí!”

La última caja de cenizas no parecía tener cenizas. Y no pesaba nada. Aunque yo estaba convencido de que esta estaba vacía, el tito dijo que teníamos que atizarla, porque podría haber sorpresas.

“¿Un fantasma?” le pregunté a Tito Gen. 

“Un alma pesa veintiún gramos. Por mucho que los científicos mortales lo quieran desmentir, ese es su peso.”

“No les conviene que se sepa,” añadió Papá. “Pero pueden perder peso. ¿O no?”

“Sí, pero no vamos a pasar de atizar a esta caja,” dijo el tito. “Sería chapucero no terminar el trabajo.”

Así que yo puse la cajita dentro de la jaula, salí y me posicioné en la puerta, junto al cierre. El tito alzó el trapo y atizó la caja, y … ¡SORPRESA!

“¡Te lo advertí! ¡Te to dije, te lo dije y te lo dije!”

“¡¿Papá?!” exclamó Tito Gentillluvia, auténticamente sorprendido.

“¡No puede ser!" dije yo. "¡La bruja ya era cenizas la última vez que vi al abuelo! ¿Pero cómo ha podido pillarte, Abuelo?”

“¡Calla, que esa pregunta ofende! ¡A mí no me ha pillado esa pazguata de tras bosque! He aparecido aquí porque me ha dado la gana. La bruja pilló a esta pulga. También la he pillado yo, ya veis.”

El abuelo nos enseñó que llevaba algo entre el pulgar y el índice de una mano. No se veía bien, pero por lo visto era una pulga.

“Si la cazaste viva, Abuelito, entrégamela a mí,” dijo mi hermana Brezo. “Me estoy quedando con todos los animalitos que atizó la bruja. Para mi bosque privado.”

“¡Ni hablar! No seas pazguata tú también. No conviene tener parásitos, niña. Además, está pertenece a un circo. Ale, pulga, vuelve con la farándula. Ya va siendo hora.”

El abuelo soltó a la pulga que no vimos aparecer ni desaparecer, pero que seguro que estaba ahí.

 “Y ahora, dejadme todos en paz, que he venido a reclamar a  mi gato. ¡Te lo advertí, gato desagradecido! Te dije que Jocosa había encargado unos niños gatunos que iban a ser mis bisnietos, o mis hijos, si mi nieto los rechazaba. ¡Te dije que tú serías su ayo, su gato de la guarda, y en lugar de sentirte honrado, tuviste celos, gato pretencioso! Te dije que te pasaría algo malo si te largabas de nuestra casa. Pues ya ves lo que te ha pasado. Y que conste que te lo advertí.”

Mauelito miró para otra parte como hacen los gatos cuando quieren parecer indiferentes. Fingió que estaba interesado en olisquear las cajas de las pizzas que había encargado Papá.

“¿Queda pizza?” preguntó el abuelo.

“Pues no. Veinte de tamaño familiar se ha tomado Alpin. Oberon y yo una grande entre los dos,” dijo Puck.

“Vaya. Mis lares dicen que no saben hacer pizzas. Parece mentira que sean romanos. Pues se me está antojando. Hace siglos que no la tomo. ¿Tú no has tomado, Arley?”

“No, yo estaba trabajando.”


De pronto el abuelo se transformó en su versión quinceañera. Y el gato Mauelito no dudó en saltar encima de su cabeza.

“Pues ya que he salido de casa, vamos a una pizzería. ¿Tú sabes cómo ir, nieto?”

“¡Yo, sí!” dijo Alpin.

“¿Pero tú no has comido ya?” le preguntó el abuelo.

“Nunca es suficiente,” dijo Alpin.

“¡Porca miseria!” gruñó el abuelo. “Por una vez que salgo a cenar, me tengo que encontrar con este. Vete a comer a tu casa niño. Ya encontraremos nosotros el camino.”

“Pues Arley no puede ir contigo, AEterno antipático. Ha quedado en llevarme a ver al Preste Juan, que es un rey más esplendido que tú.”

“A mí de vos, niñato. ¿Al Preste Juan? ¿Y sabéis cómo encontrarlo? Yo sí. Es el hijo de mi amigo Baltasar. Sí, el rey mago. Bueno, si os referís a Juan el Africano, que también hay uno chino. Ese también es amigo nuestro.”

“Buscamos al que dio de comer a cuarenta marineros. Arley dice que por la descripción que dan esos marinos ignorantes ese debía ser africano.”


“Pues ya os diré yo como llegar hasta Juanito Baltasar. Pero lo haré mientras tomamos pizza. Recomiéndanos tú una pizzería, Oberón, que este niño es capaz de comerse cualquier porquería. Yo la quiero gourmet, y  con anchoas del Cantábrico. ¿Esa es la pizza romana, no? Oíd, niños, quiero ir de incognito. Que no os importe que yo vaya con aspecto de adolescente mayor. Es que cuando voy por ahí con menos de quince años todos me preguntan dónde están mis padres y yo no quiero entrar en ese tema.”

“¿Puede venir Gentillluvia?” preguntó Alpin en un rarísimo gesto de solidaridad. ¿O lo diría para hacer rabiar al abuelo? “Él tampoco ha cenado.”

“¿Y ese quién es? No le conozco. Ah, el que hace las cosas por su cuenta. Pues que vaya a cenar por su cuenta,” dijo el abuelo. Y de pronto se fijó en que había aparecido Tito Richi y que estaba cuchicheando disimuladamente con Metopata y Elucubro.

“El que faltaba. ¿Pero tú que quieres? ¿Qué te vuelvan a secuestrar? ¿Te gusta que te aten a los árboles?”

“Eso no lo hicieron estos. Lo del árbol es otra historia. Estos me llevaron a su barco. Me encerraron ahí, pero no fue por mucho rato. Y me dejaron una tele portátil para que no me aburriese. Pero no. No me  gusta que me aten. Ni a un árbol ni a nada. Pero es que tampoco me gusta ver como maltratas a almas de cántaro mandándolas al infierno por ser tontas. ¿No ves que estos dos son tontos? No lo pueden remediar. Eres un exagerado, Papá. Tus reacciones son desmedidas. Deja que se queden el molino de la bruja y se busquen la vida.”

“Ese molino se lo vas a regalar al Malasemillas ese que vaga por tu finca sin que tu mujer logre recordar que hace ahí. ¡Ese será el molinero!”

“Lo puedo hacer mejor. Puedo darle una finca de las buenas de fuera de la isla.”

“¿La de la Pájara Torda, por ejemplo? Sí, estoy enterado de lo que has hecho con esa. Mandé a Bernabé a comprársela a estos rufianes.”

“¿A tu mayordomo? Pues la iba a volver a comprar yo. Fui a por el mío para que lo hiciese. Se le adelantó Bernabé.”

“Mira, al Malassemillas, el molino. Y a estos dos sinvergüenzas… ¿Dices que entienden de barcos? Al Preste Juan no hay nada que le guste más que le escriban cartas. Yo voy a mandar a mi nietecito bueno y a este otro ente como mensajeros con una carta que diga que la próxima vez que pase por su costa una  galera, entregue a esos dos maleantes al capitán  como presos condenados a remar. O eso, o de vuelta al infierno que se van.”

“¿Galeras o el infierno?” preguntó Tito Richi a los secuestradores. “Os aconsejo que elijáis el infierno. Yo no sé nada sobre galeras. Y si me subo a una, podemos acabar mal. Como me gusta la música, igual me ponen a tocar el tambor. Pero del infierno puedo sacaros cuando quiera. Están acostumbrados a verme bajar a por gente. Ya no hacen ni caso cuando entro sólo y salgo acompañado.”

“¡Galeras!” rugió el abuelo. “Y para que no escapen a su condena, primero me los llevaré a la pizzería. Será su última cena decente. Luego que estos memos se los lleven a Juanito. Tú no les quites ojo de encima, Arley.”

"No se preocupe, Don AEterno, yo mismo no les quitaré de encima mi atento y vigilante ojo," dijo Alpin. "¿Sabe que una vez yo toqué el tambor en una galera? Hace ya años, en el Kaphre Errante, creo recordar que así se llamaba el barco."

"Este que no me tiente," murmuró el abuelo.

"Yo me ocupo de todos, Abuelo," dije yo para tranquilizarle. "Tú disfruta de tu pizza." No le estaba haciendo la pelota. Es que me parecía que para una vez que salía de su casa a tomar una pizza, tenía derecho a disfrutarla. Yo la ceno todos los viernes, con mis hermanos, que sólo comen eso. 

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