261. En el reino de Juanito Ben Baltasar
Partimos para la tierra del Prestre Juan,
Juanito Ben Baltasar para mi abuelo. Eramos Alpin, Metopata y Elucubro, Tito Ricatierra, mi invitado Don Alonso y el gatito de Aeterno, Mauelito, y yo. Alpin
venía porque esperaba degustar una cena sin par, yo iba porque él iba y le
tenía que vigilar, pues no le estaba permitido ir sin mí. Elucubro y Metopata
venían porque habían sido condenados a galeras y Tito Richi nos acompañaba
porque quería suavizar esa sentencia de sus otrora secuestradores comprando él
mismo una galera para que trabajasen en ella más cómoda y humanamente. No se
atrevía a desafiar del todo a su padre, pero sí a paliar la pena. A Don Alonso
yo le había invitado a acompañarnos porque se había leído todo lo escrito sobre
el sacerdote y rey, y porque siempre da buenos consejos. Mauelito…ese venía con
nosotros porque seguía picado con mi abuelo y estaba esperando que AEterno le
rogase que volviese a casa en vez de espetar te-lo-dijes a su cara.
“Bueno, Sr. Quijano,” le preguntó Tito Richi
a Don Alonso, “¿qué nos vamos a encontrar?”
“Ya veo,” dijo Tito Richi, y desde luego que
vimos todos. Nos habíamos sentado alrededor de una hoguera que encendimos en
una de las playas de Isla Manzana. En ella quemábamos madera de ébano, mirra y
altramuces negros y mientras eso ardía bebíamos café negro. El abuelo me había
dicho que los altramuces que teníamos que quemar procedían de la tierra de
Juanito y que si los quemábamos, querrían volver a casa y se llevarían con
ellos a todo y todos los que estuviesen a su alrededor. Así que cuando Tito
Richi dijo que ya veía, todos ya veíamos un monte cubierto de pinos con forma
de cabeza, y otros dos montes pequeños a sus lados que parecían los hombros de
esa aparición. La cabeza parecía tener un sólo ojo y ese parecía estar
abollado, porque se veía muy irregular.
“¿Puede ver ese ojo?” preguntó Alpin. “La
cabeza puede que nos trague si el ojo nos detecta.”
Pero lo siguiente que vimos sentados ahí ante
la hoguera, fue que estábamos inmersos un pinar. Y antes de que pudiésemos
asimilar esto, vimos que se acercaba un comité de bienvenida. Uno un poco
perturbador, porque lo componían un oso verde, un león verde mar, y un
unicornio colorado. Y no parecían muy amistosos, aunque tampoco se mostraban
hostiles.
“Belyarok, Belcyan y Beladom,” susurró Don Alonso. Pero fue el pequeño Mauel el que se hizo cargo de la situación. Se colocó directamente delante de los tres y les hizo fu. No sé si eso les asustó, o si basto con ese saludo, pero desaparecieron por donde habían aparecido y una enorme piedra roja se materializó ante nosotros. Era tan grande que parecía más una montaña que una roca.
“Esa piedra es de jaspe sardo,” dijo Don
Alonso, “y esto significa que podemos entrar en el gran palacio del Preste
Juan. Pero…hay una pega. Antes de pasar debemos dejar fuera cualquier cosa
venenosa o dañina que portemos. La puerta no permite que la cruce cualquier
cosa conflictiva.”
“¿Eso quiere decir que Alpin y Metopata y
Elucubro se quedarán fuera?” pregunté yo, preocupado.
“No veo una entrada por ninguna parte de todos modos,” dijo Tito Richi. Y de pronto todos vimos una, de diamante, nada menos.
Y antes de que Don Alonso pudiese contestar a
mi pregunta, la puerta se abrió de par en par y un rey apareció ante nosotros.
No había duda de que era uno, aunque en ese momento no llevase corona. Vestía
una simple pero esplendida túnica blanca y llevaba un solo adorno, un pectoral que
llevaba incrustadas doce piedras, una cornalina, una crisolita, una esmeralda,
una turquesa, un zafiro, una amatista, un jacinto, una ágata, un cristal de
roca, un berilo, un lapislázuli, y un jaspe. Estaba colocados en forma de cruz.
El hombre nos invitó a acercarnos y todos pudimos pasar por la puerta.
Yo me identifiqué enseguida, e hice entrega de la carta que mi abuelo había escrito para Juanito. Cada renglón que leía, Juanito se iba sonriendo. Más y más, hasta que soltó una carcajada y luego se puso a reír.
“¡AEterno,” dijo, sacudiendo la cabeza,
“es siempre tan ocurrente!”
Y entonces nos invitó a cenar. No puedo decir
que comimos, porque yo estaba como hechizado, probablemente por la música
hipnótica – flautas, tambores y algo como un xilofón – que parecía danzar sobre
la comida. Sí puedo asegurar que la cena fue magnífica, que comimos con vajilla
y cubiertos de oro y marfil, y bebimos de vasos de cristal de roca, todo
servido por pigmeos vestidos de verde con hierbas aromáticas en la cabeza. La cena satisfizo hasta a Alpin, y Tito
Ricatierra dijo que le había dado ideas para sus fiestas, y se fue a consultar
a los cocineros y al sumiller, cosa que nos dijo que no se debe hacer, por ser
de mala educación, pero que no podía resistirse. Charlando con Don Alonso,
Juanito dijo que él podía disfrutar de toda clase de tesoros sin darle
importancia alguna a los bienes materiales. Por eso iba a todas partes acompañado
de dos cuencos de azul cobalto, uno lleno de oro y otro de cenizas. Nada
importaba que él fuese inmortal. Tras la cena, nos enseñó algunos de sus
tesoros mágicos. El más útil era un espejo enorme que reflejaba todo lo que
ocurría en su reino, y que así le permitía controlarlo todo. El más simpático
fue un ave fénix que cantó para nosotros mientras se duchaba en una fuente
perfumada bajo una palmera aromática. Puede que al principio de los tiempos
sólo hubiese un fénix, pero hoy por hoy, no es el único que existe. Mi abuelo
AEterno tiene uno, así que ya había visto esta clase de pájaro antes. Pero no
hay dos idénticos. El de Juanito tenía plumas rosas y verdes, y el de mi abuelo
parece un pavo real hecho de rubíes y sabe rapear en Griego clásico. Las dos
aves son maravillosas, cada una a su manera. Juan también nos llevó a través de
un campo de amapolas a un bosque para que viésemos un riachuelo de la juventud
plateado, es decir, un pequeño río cuya agua, con sólo beber unas gotas de la
misma, te conservaba joven para siempre. Ninguno de nosotros necesitaba beber
eso, pero Juan nos invitó a llenar viales de cristal azul oscuro y llevárnoslos
a casa por si alguna vez necesitásemos esa agua para alguien.
Antes de irnos, tuvimos que tratar el
delicado asunto de los destinos de Elucubro y Metopata. Sacudiendo la cabeza
porque pensaba que era buena idea, Juan accedió a venderle una galera tiria a
Tito Ricatierra, para que pudiese ayudar a estos muchachos.
“Me encanta, porque tiene la vela de color
púrpura y todo,” dijo mi tío. “¿Pero tiene camas blancas como los lirios? Quiero
que duerman en camas así.”
“Tiene hamacas blancas como lirios, con
muchos cojines y almohadas,” respondió Juan, sacudiendo la cabeza todavía más.
“¿Vais a saber lo que hacer con esto?”
preguntó Tito Richi a los sinvergüenzas. “¿O vais a venderle la galera al
primero que la quiera comprar?”
Elucubro y Metopata admitieron que esa era la
única idea que tenían sobre lo que hacer con la galera, aunque sí que conocían
el mar y sabían navegar porque una vez fueron dueños de un barco, concretamente
el barco en el que encerraron a mi tío.
Tras algunas discusiones, la galera acabó
siendo remada por una tripulación de autómatas y Tito Richi hechizó a Elucubro
y Metopata para que no pudiesen hacer otra cosa que navegar por los mares para
siempre como el Holandés Errante. El tito les dejó comida sempiterna, mucha y
muy buena y variada, y para que no se aburriesen, les regaló radios y
televisores, justificándose diciendo que también le habían dejado ellos una tele a él. Y como
es un blando, mejoró las condiciones de los maleantes concediéndoles que
pudiesen desembarcar dos veces al año, preferiblemente en Junio y Diciembre,
durante tres días al mes que acabaron siendo siete cada uno de esos meses.
“Estoy pensando que esto no le va a gustar
nada a tu padre,” Juanito le dijo a mi tío.
“Ah, él no me contradice mucho,” le explicó Ricatierra. “Sólo montará en cólera si algo va mal con este plan. Y tampoco hará
mucho más que decirme algún que otro te-lo-dije.
Pero yo creo que esto podría funcionar, y además, prometo echarles a estos dos
un vistazo de vez en cuando para asegurarme de que todo va bien. Bueno, prometo hacerlo si
me acuerdo de hacerlo.”
Y entonces resultó ser hora de irnos, y
despertamos como de un sueño alrededor de las brasas moribundas de nuestra
hoguera ahí en la playa de Isla Manzana. Yo, con Mauelito bostezando en mi
regazo.
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