262. Betabél ve visiones
“En este mundo traidor, nada es verdad ni
mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira.”
Ahí estaba yo sentadito bajo un tilo leyendo
al Señor Campoamor con Mauelito una vez más en mi regazo. Y entonces mis
hermanas Brezo y Cardo aparecieron y me pidieron que visitase a nuestro hermano
Malroso. Necesitaban cerezas negras para hacer helado de cereza negra para lo
que quizás fuese nuestro último picnic del verano.
“Voy a visitar a mi hermano Malroso,” le dije
a Mauelito. “¿Querrás venir conmigo?”
Mauel no había dejado mi lado desde que
bostezó en mi regazo cuando volvimos del reino de Juanito Baltasar. Me había
seguido por todas partes. Había comido pizza con mis hermanos Cespuglio,
Timiano y Devin el viernes y había jugado con el gato de Timiano, Padimahaes.
Había dormido conmigo en mi cama cada una de las noches que había estado
siguiéndome , para sorpresa de Gatocatcha, porque este mi gato nunca había
hecho algo así. Afortunadamente Gatocatcha no es celoso, y el comportamiento
del otro felino sólo le sorprendió. Mauelito sí que se sentó en el regazo de
Mamá durante el desayuno del sábado, y ella le hizo la pregunta que yo temía
hacerle.
“¿Por qué no estás con Papá? Le preguntó.
“¿Habéis reñido? ¿Por qué?”
Mauelito ni se molestó en contestar. Miró
hacía otra parte con desprecio.
“Tiene algo que ver con tus nuevos nietos,”
le dije yo a Mamá. “El abuelo quería que Mauel fuese su nanny o algo así. ¿Ha
desertado Mauel al abuelo antes? Nunca he oído nada de eso.”
“Sólo dos veces en toda la eternidad, que yo
recuerde.”
Mauelito dijo miau. Y si entiendes
cattusgyptios, tendrías claro que lo que estaba diciendo era que a la tercera
va la vencida y no iba a ver más oportunidades. Así que pintaba mal para el
abuelo.
“¡Oh,
no!” protestó Mamá. “¡Papí quedará deshecho!”
“Se lo tiene merecido,” gruñó Mauel.
“Por favor piénsatelo dos veces,” insistió
Mamá. “Entiendo que te lleve un tiempo, pero por favor dale otra oportunidad a
mi pobre padre. Él no puede evitar ser un mandón. Es su sino. Tú deberías saber
eso mejor que nadie. Has estado a su lado mucho más tiempo que yo.”
Y entonces Mamá decidió que lo mejor sería
dejar que Mauel se lo pensase y no le presionó más, al menos por el momento.
Sólo le acarició y le hizo carantoñas. Pero cuando acabamos de desayunar y yo me
levante para irme, él saltó del regazo de Mamá y me siguió hasta el tilo bajo
el que me senté a leer poesía. Y así hasta que aparecieron mis hermanas.
Bueno, pues mi hermano Malroso vive donde se
juntan dos ríos un rato y luego se vuelven a separar tras fluir lado a lado
durante un trecho. La casa ideal de mi hermano parece un templo griego y se
encuentra en una especie de isla entre esos ríos que tiene trece montes
cubiertos de árboles frutales. La fruta que él cultiva es tan buena que hasta
los manzanos silvestres dan frutos riquísimos. Su s semillas y su corazón no
son tóxicos, y jamás se convierten en cianuro. Mi abuela Celestial tiene
encargado a su nieto Malroso que la mande fruta al Alto Norte todos los días
siete, diecisiete y veintisiete de cada mes y su fabulosa tarta de manzana es
tan deliciosa porque la hace con esas manzanas silvestres. No valen otras. Yo
aprendí a hacer esa tarta cuando visité a mi abuela y ahora mis hermanas
también saben prepararla.
Cuando Mauel y yo llegamos a la isla de
Malroso, nos detuvimos para contemplar la belleza de ese lugar. Sus huertos son
de esos que tienen flores y frutos a la vez y siempre están en su mejor
momento, que es la eternidad. Hay montones de huertos, pues ocupan toda la
isla, y cubren sus trece montes. Mientras disfrutábamos de la vista, divisamos
a tres figuras que iban bajando por el camino de rulos de piedra que recorre
los montes. Una manada de ovejas también descendía. Yo ajusté mi vista para
poder distinguir a las tres personas, y vi con gran detalle que la pastora era
una muchacha de unos once o doce años.
Su cabello de un rojizo avioletado brillaba cayendo a sus hombros por
debajo de un sombrero de paja y ala muy ancha, todo él cubierto de guirnaldas de
flores. Portaba su báculo con elegancia, para ser tan joven. Y con ella estaba
Malroso, alto y delgado y este día con el pelo verde manzana. Y la tercera
figura no era otra que el léprecan Michael O’Toora, que sin duda había venido
para reservar fruta para su fiesta anual de Halloween. Pero también resultó
haber otra razón para que estuviese ahí. Y era que la pastorcilla Betabél
estaba viendo visiones.
Betabél, he de explicar, es la hermana menor de Dulce Cecilia, novia de Malroso. Ambas pertenecen a una familia de hadas
pastoras que se ocupan de cuidar de las diez ovejas a las que tiene derecho
cada hada de nuestro mundo hasta el día en que son reclamadas por sus dueños.
Cuidan de las mías, por ejemplo, pues yo no estoy listo todavía para
establecerme en mi propio hogar. La otra particularidad que caracteriza a esta
familia es que todos sus miembros tienen ojos algo raros, aunque ven
perfectamente. O eso creía yo hasta que Betabél empezó a ver visiones. Digo de
paso que los ojos de esta chica son muy grandes y muy grises y, por supuesto,
ligeramente raros. Bueno, pues yo ajusté mis oídos para poder escuchar lo que
decían estas tres personas mientras descendían lentamente por uno de los
montes.
“No puedes estar viendo visiones, chiquilla,”
Michael le estaba diciendo a Betabél. “Verás, los seres extraños que ve la
gente somos nosotros. Y sólo nos ven raros los mortales, y no al revés.”
“Eso es lo que la he estado diciendo,”
insistió Malroso. “Pero ella se empeña en que ve a criaturas verdes y aladas
que se plantan en la Torre Corta, o en uno de los arbolitos que la flanquean.
Si fuesen reales estos seres, alguien más los habría visto. Pero sólo ella los
ve. He estado vigilando esa zona desde que le contó a Cecilia lo que veía. Lo
que está claro es que sean quienes sean, no vienen a por mi fruta. No la han
tocado. Tampoco las hortalizas, no otras verduras. Ni una flor han robado. El ganado está todos aquí. No
hay rastro alguno de que hayan estado por aquí esos seres. ¿Crees que Betabél se está
volviendo loca, Michael?”
“No hay archivo que diga que alguien haya visto
algo que no se puede explicar,” dijo Michael. “Tenemos gente muy rara.
Excéntricos, los que pidas. ¿Quién de nosotros no lo es? Gentes con depresiones
clínicas, pues también hay de eso. Pero gente que está como una cabra y ve y
escucha cosas inexplicables que nadie más ve ni oye, pues no. De eso no hay. O no ha habido hasta ahora. O al menos yo no he oído de algo así jamás.”
“¿Tú que piensas de esto?” le pregunté a
Mauelito, pero él sacudió la cabeza y se fue a jugar con las ovejas que
acababan de llegar hasta nuestros pies.
“No es sólo que ve visiones. Es que estos
seres la están advirtiendo de que el fin del mundo está al llegar. ¿Pero cómo
se pueden acabar nuestros mundos? Los espíritus somos espíritus. Y los mortales
difuntos también son espíritus. ¿Somos eternos los espíritus? ¡Claro que sí! Sólo
el mundo mortal se puede acabar. Los mortales pasan de allá acá.”
“Verdes,” me explicó Betabél. “Y con alas.
Son dos, y no son grandes. Sólo tienen cabeza y alas. Las cabezas tienen ojos
raros. Y las alas acaban en plumas moradas que parecen dedos. Tiene como una
luz dorada en la coronilla, y acaban en una niebla verde que parece túnicas. Y
murmuran, `¡Betabél, Betabél, el mundo se
acaba! ¡Sube a esta torre con tus ovejas y sálvate!´ Y sus susurros me
tienen aterrada. Y salgo escopetada.”
“Eso es lo que le pasa a esta por subir
cuesta arriba,” ronroneó Mauelito. “Pasta en tierra plana, nena. Las alturas causan delirios. La gente de montaña está toda payá. Y no digas que
no te lo he advertido.”
Nada de esto hubiese supuesto un gran problema si la gente no hubiese empezado a llamar a la pastorcita Betabél la
Mística.
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