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lunes, 11 de septiembre de 2023

262. Betabél ve visiones

262. Betabél ve visiones

“En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira.”

Ahí estaba yo sentadito bajo un tilo leyendo al Señor Campoamor con Mauelito una vez más en mi regazo. Y entonces mis hermanas Brezo y Cardo aparecieron y me pidieron que visitase a nuestro hermano Malroso. Necesitaban cerezas negras para hacer helado de cereza negra para lo que quizás fuese nuestro último picnic del verano.

“Voy a visitar a mi hermano Malroso,” le dije a Mauelito. “¿Querrás venir conmigo?”

Mauel no había dejado mi lado desde que bostezó en mi regazo cuando volvimos del reino de Juanito Baltasar. Me había seguido por todas partes. Había comido pizza con mis hermanos Cespuglio, Timiano y Devin el viernes y había jugado con el gato de Timiano, Padimahaes. Había dormido conmigo en mi cama cada una de las noches que había estado siguiéndome , para sorpresa de Gatocatcha, porque este mi gato nunca había hecho algo así. Afortunadamente Gatocatcha no es celoso, y el comportamiento del otro felino sólo le sorprendió. Mauelito sí que se sentó en el regazo de Mamá durante el desayuno del sábado, y ella le hizo la pregunta que yo temía hacerle.

“¿Por qué no estás con Papá? Le preguntó. “¿Habéis reñido? ¿Por qué?”

Mauelito ni se molestó en contestar. Miró hacía otra parte con desprecio.

“Tiene algo que ver con tus nuevos nietos,” le dije yo a Mamá. “El abuelo quería que Mauel fuese su nanny o algo así. ¿Ha desertado Mauel al abuelo antes? Nunca he oído nada de eso.”

“Sólo dos veces en toda la eternidad, que yo recuerde.”

Mauelito dijo miau. Y si entiendes cattusgyptios, tendrías claro que lo que estaba diciendo era que a la tercera va la vencida y no iba a ver más oportunidades. Así que pintaba mal para el abuelo.

 “¡Oh, no!” protestó Mamá. “¡Papí quedará deshecho!”

“Se lo tiene merecido,” gruñó Mauel.

“Por favor piénsatelo dos veces,” insistió Mamá. “Entiendo que te lleve un tiempo, pero por favor dale otra oportunidad a mi pobre padre. Él no puede evitar ser un mandón. Es su sino. Tú deberías saber eso mejor que nadie. Has estado a su lado mucho más tiempo que yo.”

Y entonces Mamá decidió que lo mejor sería dejar que Mauel se lo pensase y no le presionó más, al menos por el momento. Sólo le acarició y le hizo carantoñas. Pero cuando acabamos de desayunar y yo me levante para irme, él saltó del regazo de Mamá y me siguió hasta el tilo bajo el que me senté a leer poesía. Y así hasta que aparecieron mis hermanas.

Bueno, pues mi hermano Malroso vive donde se juntan dos ríos un rato y luego se vuelven a separar tras fluir lado a lado durante un trecho. La casa ideal de mi hermano parece un templo griego y se encuentra en una especie de isla entre esos ríos que tiene trece montes cubiertos de árboles frutales. La fruta que él cultiva es tan buena que hasta los manzanos silvestres dan frutos riquísimos. Su s semillas y su corazón no son tóxicos, y jamás se convierten en cianuro. Mi abuela Celestial tiene encargado a su nieto Malroso que la mande fruta al Alto Norte todos los días siete, diecisiete y veintisiete de cada mes y su fabulosa tarta de manzana es tan deliciosa porque la hace con esas manzanas silvestres. No valen otras. Yo aprendí a hacer esa tarta cuando visité a mi abuela y ahora mis hermanas también saben prepararla.

Cuando Mauel y yo llegamos a la isla de Malroso, nos detuvimos para contemplar la belleza de ese lugar. Sus huertos son de esos que tienen flores y frutos a la vez y siempre están en su mejor momento, que es la eternidad. Hay montones de huertos, pues ocupan toda la isla, y cubren sus trece montes. Mientras disfrutábamos de la vista, divisamos a tres figuras que iban bajando por el camino de rulos de piedra que recorre los montes. Una manada de ovejas también descendía. Yo ajusté mi vista para poder distinguir a las tres personas, y vi con gran detalle que la pastora era una muchacha de unos once o doce años.  Su cabello de un rojizo avioletado brillaba cayendo a sus hombros por debajo de un sombrero de paja y ala muy ancha, todo él cubierto de guirnaldas de flores. Portaba su báculo con elegancia, para ser tan joven. Y con ella estaba Malroso, alto y delgado y este día con el pelo verde manzana. Y la tercera figura no era otra que el léprecan Michael O’Toora, que sin duda había venido para reservar fruta para su fiesta anual de Halloween. Pero también resultó haber otra razón para que estuviese ahí. Y era que la pastorcilla Betabél estaba viendo visiones.

Betabél, he de explicar, es la hermana menor de Dulce Cecilia, novia de Malroso. Ambas pertenecen a una familia de hadas pastoras que se ocupan de cuidar de las diez ovejas a las que tiene derecho cada hada de nuestro mundo hasta el día en que son reclamadas por sus dueños. Cuidan de las mías, por ejemplo, pues yo no estoy listo todavía para establecerme en mi propio hogar. La otra particularidad que caracteriza a esta familia es que todos sus miembros tienen ojos algo raros, aunque ven perfectamente. O eso creía yo hasta que Betabél empezó a ver visiones. Digo de paso que los ojos de esta chica son muy grandes y muy grises y, por supuesto, ligeramente raros. Bueno, pues yo ajusté mis oídos para poder escuchar lo que decían estas tres personas mientras descendían lentamente por uno de los montes.  

“No puedes estar viendo visiones, chiquilla,” Michael le estaba diciendo a Betabél. “Verás, los seres extraños que ve la gente somos nosotros. Y sólo nos ven raros los mortales, y no al revés.”

“Eso es lo que la he estado diciendo,” insistió Malroso. “Pero ella se empeña en que ve a criaturas verdes y aladas que se plantan en la Torre Corta, o en uno de los arbolitos que la flanquean. Si fuesen reales estos seres, alguien más los habría visto. Pero sólo ella los ve. He estado vigilando esa zona desde que le contó a Cecilia lo que veía. Lo que está claro es que sean quienes sean, no vienen a por mi fruta. No la han tocado. Tampoco las hortalizas, no otras verduras. Ni una flor han robado. El ganado está todos aquí. No hay rastro alguno de que hayan estado por aquí esos seres. ¿Crees que Betabél se está volviendo loca, Michael?”

“No hay archivo que diga que alguien haya visto algo que no se puede explicar,” dijo Michael. “Tenemos gente muy rara. Excéntricos, los que pidas. ¿Quién de nosotros no lo es? Gentes con depresiones clínicas, pues también hay de eso. Pero gente que está como una cabra y ve y escucha cosas inexplicables que nadie más ve ni oye, pues no. De eso no hay. O no ha habido hasta ahora. O al menos yo no he oído de algo así jamás.”

“¿Tú que piensas de esto?” le pregunté a Mauelito, pero él sacudió la cabeza y se fue a jugar con las ovejas que acababan de llegar hasta nuestros pies.

“No es sólo que ve visiones. Es que estos seres la están advirtiendo de que el fin del mundo está al llegar. ¿Pero cómo se pueden acabar nuestros mundos? Los espíritus somos espíritus. Y los mortales difuntos también son espíritus. ¿Somos eternos los espíritus? ¡Claro que sí! Sólo el mundo mortal se puede acabar. Los mortales pasan de allá acá.”

“Verdes,” me explicó Betabél. “Y con alas. Son dos, y no son grandes. Sólo tienen cabeza y alas. Las cabezas tienen ojos raros. Y las alas acaban en plumas moradas que parecen dedos. Tiene como una luz dorada en la coronilla, y acaban en una niebla verde que parece túnicas. Y murmuran, `¡Betabél, Betabél, el mundo se acaba! ¡Sube a esta torre con tus ovejas y sálvate!´ Y sus susurros me tienen aterrada. Y salgo escopetada.”

“Eso es lo que le pasa a esta por subir cuesta arriba,” ronroneó Mauelito. “Pasta en tierra plana, nena. Las alturas causan delirios. La gente de montaña está toda payá. Y no digas que no te lo he advertido.”

Nada de esto hubiese supuesto un gran problema si la gente no hubiese empezado a llamar a la pastorcita Betabél la Mística.

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