263. Malroso se hace con una escopeta
Un sábado por la tarde yo estaba atajando por
el Bosque Triturado camino a casa. Mauelito estaba conmigo. Estabamos cerca del
Rincón de Gatsabé cuando de pronto el gatito desapareció detrás de los árboles.
Oí bufar y escupir, gruñidos y aullidos y corrí para ver que ocurría. Y ahí,
justo delante de la casita que fue el hogar de Gatsabé, tuve que separar a
Mauelito de un gato enorme que parecía más sorprendido que rabioso y que resultó
ser Pedubastis, el gato sociable del Templo de Mayet.
“¿Y esto?” les pregunté a los gatos.
Pedubastis se encogió de hombros e hizo gesto de saber lo mismo que yo. El pequeño Mauel gruñó, señalando hacia la casita azul. Vi que la casa estaba atestada de gatitos hada, que estaban transformándose de gatos en niños. Los había en el tejado, vigilando desde las ventanas, y ahora también saliendo por la puerta para contestar a mi pregunta.
“Somos los Atsabis. Los hijos de Ati y
Sabi,” dijeron al unísono. “Mamá nos deja usar este lugar como casa de muñecas.
Hemos venido aquí a jugar. Y Pedubastis viene a vigilarnos y a enseñarnos
catusgyptios. Es como una nanny a tiempo parcial.”
“Yo soy vuestro tío Arley,” dije yo. “Un
hermano menor de vuestro padre.”
“Lo sabemos,” contestaron. “Tú vas a ser el hadapadrino
de Neferclari cuando tengamos una fiesta del día del nombre. Si es que la
llegamos a tener.”
“¿Y por qué no la habéis tenido ya? Por
cierto, este gatito peleón es Mauelito, la mascota preferida de vuestro
bisabuelo AEterno.”
“Lo sabemos. Él no quiso ser nuestro nanny. Y
ahora está enfadado con Pedubastis por aceptar ese trabajo. Sólo a tiempo
parcial, pero aprendemos mucho de él. Podemos hablar catusgyptios con fluidez
y todo.”
“¿De eso va esta bronca?”
“Lo suponemos. Y no podemos tener una fiesta
del día del nombre porque nuestra madre no quiere invitar a la suya ni a los
amigotes de esta a la fiesta.”
“Ya veo.”
El pequeño Mauel comenzó a ronronear diciendo
que sólo le tocaba ser protector del canijo de la camada porque ese era al que
AEterno había elegido como ahijado.
“¿Y ahora quieres serlo?” le pregunté, porque
hasta entonces se había negado.
“Tal vez,” ronroneó el gatito caprichoso.
“Tienes celos de Pedubastis.¿A qué sí?” le pregunté,
pero antes de que pudiese contestar, apareció otro de mis parientes.
“Hola,” dijo mi hermano Malroso, saliendo de
detrás de los árboles y arbustos. Llevaba bajo el brazo un paquete alargado, todo envuelto
en papel manila y atado con cuerda de plata pura. “¿De qué va todo este jaleo?”
“¿Qué llevas ahí?” preguntó Neferedi. Era la
más curiosa de los Atsabesitos que ya estaban todos rodeando a Malroso.
“¿Y vosotros quienes sois?”
Presenté a Malroso a sus nuevos sobrinos y
sobrinas y él sonrío. Hasta entonces tenía cara de cansado y preocupado.
Malroso nos explicó que acababa de visitar
Sotodragón, y preguntó si los niños conocían a sus fogosos primos.
“Les llevaré al taller de Fu para que se
conozcan,” maulló Mauelito.
“Yo también voy,” insistió Pedubastis.
“¡Ya mismo!” chillaron los Atsabesitos, muy
excitados.
“Es buen momento para eso. Están todos en el
taller de su padre ahora mismo,” dijo Malroso, y los bebés y los gatos partieron de inmediato para
Sotodragón.
“¿Habrías
contestado la pregunta de Neferedi?”le pregunté a mi hermano.
“Esto es una escopeta,” dijo Malroso
ominosamente. “He tenido que encargar una a Fu.”
“¡Cielos! ¿Por qué?”
Yo no podía esconder mi sorpresa. Nadie tiene de eso en Isla Manzana.
“You are going to shoot at your visitors?”
“¡Hordas! Vienen hordas. Hordas de fisgones
enloquecidos están invadiendo mi espacio. No tienes ni idea de la pesadilla que
estoy viviendo, hermanito. Pisan el sembrado, aplastan fresas y frambuesas, roban fruta de los árboles. Se llevan una patata o un tomate como recuerdo de su excursión. No necesitan nada de eso, pero uno empieza y los demás emulan. Yo doy todo gratis, pero necesito saber que se lleva la gente para poder reponer.”
Y yo me fui con él a su isla para ver en
persona qué estaba pasando en los Huertos Malroso y para intentar convencerle
de que no emplease la escopeta.
Era increíble. Allí había de todo. Hadas, fantasmas, hasta algún mortal. La otrora apacible islita estaba infestada de ruidosos invasores que estaban de picnic mientras esperaban ver cómo iba a ser el fin del mundo, cada uno presente por sus propias razones. Algunos cantaban himnos perturbadores, otros gritaban pidiendo misericordia, otros mordisqueaban patas de pollo que habían extraído de cestos repletos de comida, otros colgaban carteles que daban la bienvenida a extraterrestres, y otros simplemente aprovechaban para mangar fruta y venderla en mercados mortales. Las trece colinas estaban infestadas de merodeadores de fuera de Isla Manzana y de habitantes de este lugar que estaban demasiado preocupados por lo que sucedía ahí.
Y la pobre Betabel, la única causante visible
del follón, estaba subida al tejado de la Torre Corta de la treceava colina,
rodeada de gente que yacía tumbada boca abajo en la hierba, alzando las manos
al cielo en lo que parecía un acto de imploración. Betabel estaba distinta. No
sólo demacrada en vez de fresca y morena y saludable. Su ropa parecía estar
andrajosa y sucia , y ya no llevaba el pelo largo, y lo que quedaba de sus
rizos rojizos estaba gris y polvoriento. Y llevaba un sombrero con forma de
cono en vez del habitual de ala ancha.
“Las apariciones la dijeron que se cortase el
pelo y lo lanzase a las nubes para apaciguarlas. Ella lo hizo, y todo el que
pudo se hizo con uno de sus rizos, y lo guarda cual reliquia o recuerdo. No veas que peleas por esos trofeos. Los
espíritus esos también la dijeron que rasgase su ropa y untase su cabeza con
cenizas. Que se quitase el petasos y se pusiese un pilos. Para que no llegue el fin del mundo,” me explicó la dulce Cecilia,
hermana mayor de Betabel y novia eterna de Malroso. “Nadie ha visto nada de
nada, sólo ve cosas ella. Ahora las visiones aparecen en sus sueños, y la dicen
que haga cosas raras. Y no quiere bajar de la torrecilla hasta que el mundo
acabe porque cree que mientras esté ahí, nada pasará. La gente la intenta
alimentar, pero no come. Y no hay quién la haga bajar. Cuanta más gente viene
por aquí, más gente viene por aquí,” se quejaba Ceci. “Y ella no ha dormido en
su cama en días.”
“¡La haremos bajar cuando se largue de mi
propiedad esta impertinente muchedumbre de cotillas, burlones y zumbados!”
declaró Malroso. Muy airado, se puso a desempaquetar el paquete que Fu le había
entregado.
“¡Espera!” grité yo. “¿Por qué no consultas
primero con algún entendido en este tipo de fenómenos?”
“¿A quién?” preguntó Malroso.
Y entonces apareció Don Caralampio y nos
dijo, “Ella está totalmente convencida
de que está viendo a esos seres. Cree firmemente en ellos. Es lo único que puedo decir.”
Y con él estaba el Sr. Carl Gustav Jung, que
habló también, y dijo que la chica no era ninguna farsante, pues sí que estaba totalmente convencida de que
lo que veía era real.
“¡Pues díganla que no haga ni caso!” gritó
Malroso, por encima del ruido que hacían los cantantes y los chismosos. Y para
que hubiese silencio, disparó su escopeta de plata maciza. Grande y ruidosa era
esta, tan ruidosa como la trompeta de Epón. La gente se puso a gritar cuando
escuchó el tiro. Pero nadie se fue. Lo único que sucedió es que unos cuantos de
los presentes produjeron sus propias armas, y se pusieron a pegar tiros y a
lanzar lanzas y flechas a las nubes.
“¡Los vais a enfurecer!” comenzó a gritar
Betabel. “¡Os ahogaran en tormentas y atizarán con rayos!”
Pero a pesar de su frenesí, apenas se la oía,
tal era el ruido.
Y entonces apareció Tito Ricatierra y dijo, “¡Hmmm!”
Y Pedro Botero apareció tras mi tío, como si
le estuviese acosando. Y eso estaría haciendo. Y durante el tiroteo, dijo que esta clase de incidentes
siempre le interesaban.
Y Tito Richi le preguntó a Malroso si estaría dispuesto a venderle el islote. Preguntó por escrito, con una agenda pequeña en la que había estado apuntando cifras. Y la gente disparaba hasta que se acabó la munición. Y Betabel, ahora audible, dijo que los seres misteriosos la habían dicho que todo esto iba a suceder, y que el cielo iba a ser rasgado por misiles y cosido a balas. Y que todos tenían que traer botellas y bidones bien sellados de aceite de oliva y tirarlos a los dos ríos que rodeaban el islote para apaciguar a las aguas, que si no, crecerían enfurecidas y se tragarían la islita. Y las náyades surgieron de las profundidades para decir que no querían nada de eso, que sólo faltaba que contaminasen los ríos, pero no dio tiempo a que se manifestasen, porque la mayoría de la gente había salido pitando a por aceite de oliva.
Y al disiparse la muchedumbre, yo pude divisar a Tanaceto Camamandrágoras haciendo bocetos de Betabel.
Y pensé que yo también estaba enloqueciendo.
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