264. La culpable
El día siguiente era Domingo y yo fui a jugar
al golf con mi abuelo AEterno, habiendo ya decidido que iba a osar pedirle que
hiciese algo para ayudar a Malroso y Betabel, aunque sabía perfectamente que el
piensa que cada cabo debe sostener su vela y le molesta infinitamente que le
molesten.
Así que cuando terminamos de jugar y él
parecía estar contento con cómo había ido la mañana, me envalentoné y dije,
“Abuelo, estás enterado de lo que está pasando en los huertos de Malroso?”
Y él me contestó, “¿Tú crees que lo estoy o
crees que no?”
“¿Son alienígenas? ¿Del espacio exterior?”
“No en mi isla. ¡Jamás! Y que sepas que nadie
me es ajeno.”
“Pues sea lo que sea que esté fastidiando, lo
que yo creo es que alguien debería parar este mal rollo.”
“Pues tú mismo. ¿A qué esperas? Habla con tu
tía Jocosa,” me dijo el abuelo.
Menuda cara de sorpresa debí poner al
enterarme de quién estaba detrás de todo lo que les estaba sucediendo a mi
pobre hermano y a la aún más pobre Betabél.
“¿Puedo decirle a Jocosa que tú has dicho que
tiene que dejar de hacer el idiota de este modo?”
“Si lo crees necesario,” dijo el abuelo,
encogiéndose de hombros. “Sabes que sí que puedes, ¿no? Todo el mundo me pone
palabras en la boca. Y ella no va a venir por aquí a preguntarme si he dicho
esto o aquello.”
“¿Pero por qué se la permite siquiera vivir
en esta isla?” pregunté muy indignado por el descaro con el que la Pandilla
Jocosa estaba tratando a mi hermano y por la forma tan despiadada en que
manipulaban a Betabél.
“¿Tú quieres que yo proscriba la risa en esta
isla?”
“¡Pero esto no tiene gracia!”
Una vez más, el abuelo se encogió de hombros.
“Pues no. Pero seguro que Jocosa y algún que
otro lo encuentran tronchante. Mira, cuando ya hayas hablado con ella, sugiero
que le pidas a ese individuo al que consideras tu tío-”
Seguro que era de mala educación, pero no
dejé que el abuelo terminase de hablar.
“¿Puedo pedirle a Tito Gen que la eche de la
isla? ¿Eso lo ves bien?”
“Sugiero que le incites a ese individuo al que acabas de mencionar a que llueva y truene como si el cielo se fuese a derrumbar sobre la gallinita boba del cuentecillo tradicional. Eso para que nadie quiera linchar a tu amiguita. O a Jocosa. Por no haber hecho más que entretener a esos lerdos que no pueden apreciar la vida apacible y despreocupada que les estoy regalando.”
Así que así lo veía el abuelo. Había
convertido Isla Manzana en un lugar de dicha eterna y la gente que vivía aquí
estaba feliz con eso, aunque de vez en cuando algún intruso conseguía colarse o algún mal integrado alzarse y
perturbaban la paz del lugar. Había una tormentita entonces, pero luego amainaba
y todo volvía a ser maravilloso otra vez. Y eso era lo que estaba pasando en
los huertos de Malroso.
“Intenta no involucrar a tu pobre abuelo en
este follón, ¿eh? Puedes decir bobadas de mi supuesta parte, pero que sólo quede en eso.”
“Lo intentaré,” prometí yo. “¿Por qué no ha
tomado medidas ya Tito Gen? ¿Está esperando que tú le digas que se mueva?”
“¿Ese? ¿Esperar? Ni sentado. Yo no le doy órdenes al tipo
que llamas tu tío. Él no las aceptaría de todas formas. Pero como le conozco
como le conozco, sé que restaurará todo lo que destroce una vez que haya dejado
de tronar. Y ahora dime, chiquillo, que esto si me importa: ¿Que planes tiene tu Tito Ricatierra para
la isleta esa?”
“No tengo ni idea, pero los demonios le
estaban siguiendo. Eso es lo que me decidió a hablar contigo. Sé que no te
gusta que Tito Richi tenga contacto con ellos.”
“Hmm. Esos siempre andarán acosando a tu tío.
Él es todo lo que ellos no son. El estilo de mi hijo es circular, Arley. El
coge y el da. Y luego vuelve a coger y vuelve a dar. Sus manos son largas, pero
se abren con muchísima facilidad. Y así debe ser. Los problemas empiezan cuando
no hay reciprocidad. Quiero que a ese sí le digas algo. Dile que no se pase con
sus proyectos para la isleta. Tiende a pasarse siete pueblos, a exagerar mucho,
tú ya lo sabes, ¿no? Malroso tiene derecho a conservar su islita y cultivar sus
huertos como viene haciendo. No quiero un Disneylandia en esa mejana. Un
templito, una especie de santuario, para que se recuerde este incidente y quede
bien la pobrecilla Betabél, a pesar de que no se hayan acabado los mundos. Con
eso bastará. Quedará mono ahí en la treceava colina, con un caminito pintoresco
que lleve hasta él y una tiendecita de recuerdos. Eso bastará. Y una
fuentecilla. Debemos tener una fuente, ¿no crees? El agua potable de la islina
es dulce y reconfortante, mejor incluso que la de cualquier otra parte de Isla
Manzana, por la confluencia de los dos ríos, y eso que en cualquiera de esos ríos tenemos la mejor agua
que hay en los dos mundos. Así que no causará ningún daño que se embotelle una
poquita y se regale o se entregue a cambio de alguna ofrenda. Tú tito sabrá lo
que hacer con lo que se recaude. Ese agua sienta bien, y hará que la gente se
sienta bien, y quiera hacer el bien. ¿Entiendes lo que te estoy sugiriendo que
hagas con todo este asunto?”
“Eso espero,” dije yo.
“Que no te preocupen los demonios. Sólo
estaban allí para llevarse a Arruinaotros y Medreyó de ese lugar. Eso no es
asunto tuyo ahora mismo, así que deja hacer y no te metas. Que hagan lo que
tienen que hacer esos frondeurs y tú ocúpate de lo que tú quieres hacer.”
Pues yo no estaba yo muy contento con tener que
ir a ver a la tía Jocosa. Me sentía muy gallina al pensar en todas las trampas
engañabobos que habría colocado alrededor de su casa. Pero uno ha de hacer lo
que ha de hacer. Y tras haber almorzado con el abuelo, comiendo la inmunda
empanada del pastor en perola que Ruibarbo produce cuando no tiene ganas de cocinar y
está de malas, partí para la casa ideal de la mujer polémica esa. Por lo menos
hubo de postre un helado de amarena y mascarpone realmente bueno, fabricado con
cerezas de los cerezales de Malroso, por supuesto.
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