265. ¿Bien está lo que bien acaba?
¿Cómo podría ser la casa ideal de Jocosa?
¿Cómo la casa de la risa de una feria? Sería peligroso pisar el suelo?
Saltarían tablones que te darían un golpe en la cabeza? ¿Se hundiría el suelo
bajo una alfombra haciéndote caer por un tobogán de la altura de una montaña
que te causaría ampollas por la fricción y que acabaría en una fosa de huevos
podridos? ¿Sería la casa tan retorcida que te caerías constantemente contra muebles
y paredes? ¿Te atizarían chorros de aire fétido o chorros de agua mancillada
con porquerías innombrables? ¿Estaría contaminado el lugar con polvos pica-pica
o cosas que te harían estornudar hasta que se te parase el corazón? ¿Caerían
sobre tu cabeza nada más cruzar una puerta papeleras llenas de pintura fosforescente
o de basura biodegradable que se te pegaría a la ropa? ¿Estaría el exterior de
la casa recubierto de espejos distorsionantes que reflejarían luces cegadoras
que dificultarían que encontrases la puerta de entrada? ¿O estaría la casa
sita, no en el centro de un jardín, sino en medio de un maizal laberíntico
poblado de arañas y desprovisto de una cuerda que te guiase? O – ¡ y qué no lo
quisieran los dioses! – sería ese lugar un antro peor que un Teatro de Gran
Guignol? ¿La temida fosa de huevos podridos sería en vez un herpetario de
víboras libres de terrarios? ¿Sería ese lugar tan repulsivo que yo tendría que
hacer esfuerzos hercúleos para recordar que todo no era más que una broma y
acabaría tarde o temprano? ¿Y dónde encontraría a la tía Jocosa? ¿Tendría que
buscarla como si se tratase de un tesoro por su casa y sus terrenos? ¿Podían
suceder cosas como estas en la empírea Isla Manzana?
Ah, pero
no habría manera de encontrar a Jocosa, ni emprendiendo una búsqueda del tesoro.
Aunque, por misericordia, lo que sucedió cuando llegué a la calle donde me
había enterado que vivían las Siete Hadas – pobres vecinas de la loca esta, yo
pensé – no fue aquello como lo que yo iba esperando. Primero deje atrás la
bonita casa amarilla de Lucerna, con sus
luces de colorines colgando del tejado y todavía sin encender. Luego pase la
casa de Fronda, a penas visible al estar protegida por enormes árboles. También
pasé por la de Alondra, donde se oía la dulce
música de un harpa acompañar a los cánticos de aves. Y dejé atrás la amable y acogedora casita de Laetitia, con sus macetitas de tiernas florecillas multicolores y la casa-museo de Caléndula, con su jardín
salpicado por esculturas modernas
rodeadas por colonias de margaritas doradas. Pero sí que el asunto
comenzó de manera algo perturbadora. Era relativamente temprano por la tarde,
pero había una niebla espesísima que cubría las últimas casas sitas ahí- esas o
lo que hubiese al final de la calle, pues nada se distinguía.
“Tengo que penetrar en la niebla,” pensé, pues aunque puedo ver muy bien en la oscuridad, para ver a través de niebla tengo que estar inmerso en ella. Estaba a punto de sumergirme cuando una bola azul y verde saltó fuera de esa niebla, dio un bote y comenzó a estirarse, convirtiéndose en una gran nube de esos mismos colores, pero que terminaba en una franja purpurea que la enmarcaba toda.
Y entonces la nube volvió a contraerse y se convirtió en una estrella rutilante, brillantísima. Afortunadamente, su intensa luz no cegaba. Y entonces la estrella volvió a mutar y ante mi apareció una mujer. Y la reconocí enseguida.
“¿Tía
Nébula?”
“No encontrarás a nadie más aquí. Sólo estoy
yo. No, no pienses en partir en busca y captura de Jocosa. Podría llevarte siglos
encontrarla y tú no quieres que la venganza sea tu único propósito durante los
siguientes mil años. ¿A qué no? Ella me ha pedido que sea yo la que te dé
explicaciones. Quiere que te presente sus excusas, aunque la verdad es que no
creo que esté muy arrepentida de lo que ha habido. Sí que admite que esto se la
ha ido de las manos. Dos de sus graciosos amiguetes pensaron que resultaría
divertido mistificar a la pastorcilla ingenua. Se disfrazaron de verdes cabezas
aladas y la vacilaron un poquito. Se lo pasaron pipa tonteando con la niña
porque es muy crédula. Eso hubiese sido todo si no hubiesen presumido de su
hazaña en un bareto ante unos sinvergüenzas de una liga mayor. ¿Sabes quién
es - o quiénes son – Arruinaotros y
Medreyó?”
“Mi abuelo los mencionó cuando hablamos de
los demonios que acosan a Tito Ricatierra.”
“Eso lo son también ellos. O eso lo es
también. Es uno, y son dos, y son legión. Un monstruo bicéfalo compuesto de las
almas de individuos que hacen justamente eso, arruinar a otros para medrar
ellos. De vez en cuando el Diablo reduce a este ser a un tamaño manejable, llevándose
a una parte de las almas que lo componen
al infierno, donde arden para siempre. Pero siempre se van agregando almas
nuevas al engendro. ¿Sabías que hay oro negro en Isla Manzana? Petróleo, quiero
decir. No utilizamos de eso aquí. Pero en el mundo de los mortales está
sobrevalorado. Los emprendedores que escucharon alardear a los payasetes les amenazaron con delatarles si no ordenaban
a Betabél que pidiese a sus seguidores que trajesen a la isleta bidones de
galones de aceite para que el mundo no acabase. La niña Betabél no tiene ni
idea de lo que es el petróleo, así que cuando escuchó aceite, pensó en oro
verde en vez de negro. Y sus seguidores llenaron aquello de bidones de aceite
de oliva, que pensaban arrojar a los ríos. Los especuladores contaban con que
estos flotasen hasta el mar, donde ellos estarían esperando en lanchas para
recuperarlos y enriquecerse. Eso ya no va a suceder, Arley, y Jocosa quiere que
te diga que todo está como estaba, como si nada hubiese sucedido.”
“Todo salvo Betabél,” dije yo, “víctima
inocente de la diversión amoral y de la codicia.”
“Bueno, Tito AEterno te ha sugerido lo que
puedes hacer con eso. Haz caso a tu abuelo, Arley. Betabél no necesita saber lo que
realmente ha pasado. Sus seguidores tampoco. Y olvídate de mi hermana. No se va
a saber más de ella en un tiempo.”
Yo no podía irme sin preguntar a Nébula algo
que me había estado preocupando toda la tarde.
“¿Me puedes decir cómo es la casa ideal de
Jocosa? ¿He acertado al buscarla en esta calle?”
“Jocosa, cuando está en Isla Manzana, vive en
el garaje de mi casa. Bueno, en un apartamento que hay encima de ese garaje. No
la quiero en mi casa, ni siquiera en el sótano. Y nadie más la quiere dar
cobijo durante más de un ratito. Es una de esas hadas que pueden frecuentar la
isla pero que no tiene casa propia aquí. La gente que vive aquí está en la
gloria y todos son felices y regocijantes. Pero no tienen tiempo para bobadas,
y no les gustan las bromas pesadas. La misma Jocosa se dio cuenta de que
tendría problemas si viviese aquí siempre y pidió que situasen su casa ideal en
un lugar muy interior del Bosque Triturado. No es esa casa siempre tan
espantosa como quizás estés pensando, aunque a veces lo puede ser. Otras veces,
sólo es alegre. ¿Quieres ver mi casa? No creo que yo mienta al decir que es
preciosa. Puede que sea algo nebulosa, pero es muy bonita, decorada con
estrellas de hermosos colores que yo misma confecciono. Es por mi causa, y no
por la de Jocosa, que el final de esta calle en la que vivo junto a mis
hermanas siempre está nublado.
“Me gustaría ver tu casa,” dije yo, “y no
sólo porque estoy seguro de que será una maravilla. También es porque me hallo
tan confundido que ni siquiera estoy seguro de que tú realmente seas mi tía
Nébula. Tal vez seas Jocosa disfrazada para engañarme.”
“¡Ay, Arley!” suspiró Tita Nébula.
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