266. Tormenta sobre la Treceava Colina
Tarde por la tarde, mis tíos Gentilluvia y
Ricatierra vinieron a recogerme a casa de Tita Nébula.
“Oki,” dijo Tito Richi, “hagamos esto como
Papi manda.”
Y se volvió a su hermano y añadió, “Venga, ve
de una vez, Gen. Ve y destroza los dos mundos.”
“No voy a hacer esto personalmente. Alguien
podría enterarse y nadie me lo perdonaría. Nunca. Jamás. Voy a hablar con las
néfeles. Y luego me voy a situar donde todo el mundo pueda ver que yo no estoy
haciendo nada.”
“¿Tú sin hacer nada?” preguntó Tito
Ricatierra a su hermano. “No va a colar.”
“Bueno, pues nada como llover o tronar. Tal
vez me ponga a beber un whisky. Con hielo, con agua… ¡No, qué va! Igual luego dicen que estaba celebrando el desastre."
“¡Gallina!” sentenció Tito Richi.
“¡No! Es que ya resulto demasiado dudosillo.
Tengo mala prensa, injustamente. ¿Por qué crees que Papá quiere que yo haga
esto? Porque sabe que todos me van a odiar.”
“Eso es lo que consigues pareciendo mejor que él.”
“Toma, sí tú también lo pareces. Pero a ti no te criminaliza.”
“Porque él cree que yo hago lo que él me
dice. Pero yo sólo hago lo mío. Tú interfieres con lo que él debería de hacer y
no hace. Y a mi todo el mundo me tiene por un tío tonto. No como una persona seria, como tú. Estás haciendo que pierda mi tiempo dorado, Geni. Ve y haz que las
nubes nos empapen.”
Y entonces Tito Richi comenzó a gritar en dirección al cielo, para atraer a las néfeles.
“¡Eh! ¡Hola, corderitas de miel!”
“¿Te quieres callar?” le regañó Tito Gen.
“Esto hay que hacerlo en secreto.”
“Ah. Pues mejor, porque esas no suelen llover
cuando canto,” respondió Tito Richi. “Alguna lagrimita puede que alguna suelte,
pero nada más. Oye, ¿quién se va a ocupar de los rayos y los relámpagos?”
“Ya veremos. Voy a ascender,” contestó Tito
Gen.
Los tres ascendimos hasta las nubes y ellas
nos dieron una calurosa bienvenida, como era de esperar, pues estaban tomando
el sol. Curiosamente, cuanto más sol toman estás chicas, más blancas se ponen.
“¿Qué va a ser, muchachos?” nos preguntaron.
Tito Gen les contó su problema y explicó por
qué no le convenía resolverlo él mismo.
Las preciosas nubes, dulces como merengues,
se rieron suavemente.
“Estás de suerte. Anda por aquí hoy el
Nuberu. Ha venido desde la montaña egipcia en la que vive para visitarnos. Está
a punto de irse, pero le detendremos. No le importará quedarse un poco más. Él
se ocupará de los rayos y nosotras del agua.”
El hombre al que las nubes llamaban el Nuberu
no era otro que el dios Taranis, hermano de Esus y Teutates, los otros dos
dioses que forman la Tríada Nocturna. Yo no había visto a Taranis antes, pero
le reconocí inmediatamente porque sabía que montaba un caballo gris oscuro y
morado y coronaba su cabeza con un sombrero negro de ala ancha. También
trenzaba su barba con muérdago, planta que había creado él mismo, según él
decía. Y siempre llevaba un abrigo de pieles porque era muy friolero. Yo
también sabía que tenía un genio endemoniado, pero era amable con los que
respetaban la fauna salvaje y siempre avisaba a sus amigos antes de estallar en
ira y desatar tormentas. Era fabulosamente fuerte y podía convertirse en una
gigante o un enano, pero siempre conservando su atroz fuerza. Y tenía un ojo
que veía demasiado, ojo que cubría con un parché cuando no le interesaba ver de
más.
Afortunadamente para nosotros al Nuberu le
caía bien Tito Richi, y además sentía admiración por Tito Gen, al que
consideraba un colega de pro. Tito Richi, que sabe muy bien como tener contenta
a cierta clase de gente hizo aparecer un descomunal tonel de sidra de manzana
ahí arriba, donde uno ya siente que se le va la cabeza sólo con respirar el
aire.
“¡Pero primero bebamos!” le dijo el tito a los
presentes. Y luego, volviéndose hacia mí susurró, “Estas señoras beben más que
los cosacos.” E hizo aparecer otro tonel, todavía más grande. “Cuanto más
beban, más pesadas se pondrán, y harán su trabajo mejor. Este es probablemente
el único trabajo que conviene hacer bebido. Y ahora…¿pero dónde habré metido
los vasos de sidra?”
Una mujer muy hermosa con una capa roja
apareció ante nosotros y dijo, “Los traigo yo.”
Había traído los vasos, pero tenía el ceño
fruncido. Y no hay nada que asuste más a un hombre que una mujer hermosa pero
enfurruñada.
“Bárbara bendita,” dijo Tito Gen,
inmediatamente intentando apaciguarla, “por favor échanos una mano con este
problema. No quiero hacer daño a nadie, pero hay que poner fin a este
desaguisado.”
“Hmmm,” dijo Santa Bárbara. “No estoy
enfadada. Estoy preocupada. He venido para apoyar a la pobre pastorcita. Sé lo
que se siente cuando te llaman un fraude. ¡Con toda la gente a la que yo he
ayudado y hay quién dice que yo no existo! Pero antes de que estalle la
tormenta, quiero que le digáis a la niña que debe decirles a sus seguidores que
se acuerden de apelar a mí. Yo trabajo mejor cuando me invocan
desesperadamente. Eso me da ánimos.”
“A
punto estaba de hacer eso,” dijo Tito Gen. “Richi se quedará aquí arriba
alentando a los tormentosos. ¿A qué eso harás, Richi? Yo iré a decirle a
Betabél lo que tiene que decir. ¿Me conseguirás un cuarto de hora? ¿Antes de
que empiece el verdadero jolgorio?”
“Creo que te podré dar media hora,” dijo Tito
Richi. “Que no te lleve más tiempo instruir a la niña. Mi sidra es muy fuerte,
y yo solito no podré contener a toda esta gente.”
“No pienso tardar más de diez minutos. He
dicho quince para dar margen por si se tuerce algo.”
Y Tito Gen y yo bajamos a la Treceava Colina.
Había una muchedumbre enorme ahí y muchos de sus integrantes arrastraban
bidones del mejor aceite de oliva que habían podido obtener.
“¡Apareced, imbéciles!” siseó Tito Gen ante
uno de los dos árboles de trompetas de ángeles que flanqueaban la torre corta
en la que se hallaba Betabél. “Y haced esto tal y como os he dicho que lo
hagáis. ¡Nada de improvisar, u os vais a enterar!”
Dos bolas de luz verdosa relucieron por
encima de uno de los arbolitos. La muchedumbre que rodeaba la torrecilla soltó
un alarido colectivo. Después, algunos siguieron gritando y otros se
desmayaron. Betabél comenzó a hablar con las bolas de luz. Y acto seguido se
volvió a la muchedumbre y dijo, gritando tan alto como la pobrecilla pudo,
“¡Idos a casa ahora mismo! ¡El fin del mundo va a empezar ya! ¡Invocad a Santa
Bárbara para que os proteja a vosotros y a vuestros hogares! ¡Hacedlo tan
fuerte como podáis!”
¡CATAPUM hicieron los cielos!
Hubo una estampida por parte de los presentes
que huyeron de la lluvia que había empezado a caer tan rápidamente como
pudieron en dirección hacia sus casas, para esperar ahí el fin de los mundos.
Aquellos que se habían desmayado fueron arrastrados a casa por sus
acompañantes, y los que carecían de acompañantes fueron pisoteados por los que
huían despavoridos.
“¡Qué horror!” suspiró Tito Gen. “¡Arley, ve
y ayuda a alguien! ¡A cualquiera! ¡Yo tengo que ocuparme de los dos
sinvergüenzas!”
Tito Gen no tuvo que hacer mucho. Antes de que pudiese hacerse con los payasos disfrazados de bolas verdes, cientos de tridentes se clavaron en ellas. En segundos, una turba de diablillos se las llevaron rodando, reptando por ellas como hormigas y ahogando los gritos de pánico que surgían de las esferas.
“Ay, vaya. Se me han adelantado los patetas. ¡Luego pasaré a veros,” Tito Gen les gritó a
los demonios, “para decidir que se va a hacer con esos memos!” Y a los apresados les gritó, "¡Pedir un abogado, que de esos no falta donde vais! ¡Luego pasaré yo!"
Ni él ni yo tuvimos que hacer gran cosa para
ayudar a los que habían resultado heridos. La montaña ya estaba llena de
ángeles de luz que alzaban a los enfermos y los magullados, y socorrían a los que vagaban murmurando en trance, sanando todos sus
males con sólo tocarlos y dejándoles en mejor estado del que habían estado en
sus vidas. Sí que logramos el tito y yo bajar a Betabél y sus corderos de la
columna antes de que empezasen a caer los rayos.
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