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sábado, 30 de septiembre de 2023

266. Tormenta sobre la Treceava Colina

266. Tormenta sobre la Treceava Colina

Tarde por la tarde, mis tíos Gentilluvia y Ricatierra vinieron a recogerme a casa de Tita Nébula.

“Oki,” dijo Tito Richi, “hagamos esto como Papi manda.”

Y se volvió a su hermano y añadió, “Venga, ve de una vez, Gen. Ve y destroza los dos mundos.”

“No voy a hacer esto personalmente. Alguien podría enterarse y nadie me lo perdonaría. Nunca. Jamás. Voy a hablar con las néfeles. Y luego me voy a situar donde todo el mundo pueda ver que yo no estoy haciendo nada.”

“¿Tú sin hacer nada?” preguntó Tito Ricatierra a su hermano. “No va a colar.”

“Bueno, pues nada como llover o tronar. Tal vez me ponga a beber un whisky. Con hielo, con agua… ¡No, qué va! Igual luego dicen que estaba celebrando el desastre."

“¡Gallina!” sentenció Tito Richi.

“¡No! Es que ya resulto demasiado dudosillo. Tengo mala prensa, injustamente. ¿Por qué crees que Papá quiere que yo haga esto? Porque sabe que todos me van a odiar.”

“Eso es lo que consigues pareciendo mejor que él.”

“Toma, sí tú también lo pareces. Pero a ti no te criminaliza.”

“Porque él cree que yo hago lo que él me dice. Pero yo sólo hago lo mío. Tú interfieres con lo que él debería de hacer y no hace. Y a mi todo el mundo me tiene por un tío tonto. No como una persona seria, como tú. Estás haciendo que pierda mi tiempo dorado, Geni. Ve y haz que las nubes nos empapen.”

Y entonces Tito Richi comenzó a gritar en dirección al cielo, para atraer a las néfeles.

“¡Eh! ¡Hola, corderitas de miel!”

“¿Te quieres callar?” le regañó Tito Gen. “Esto hay que hacerlo en secreto.”

“Ah. Pues mejor, porque esas no suelen llover cuando canto,” respondió Tito Richi. “Alguna lagrimita puede que alguna suelte, pero nada más. Oye, ¿quién se va a ocupar de los rayos y los relámpagos?”

“Ya veremos. Voy a ascender,” contestó Tito Gen.

Los tres ascendimos hasta las nubes y ellas nos dieron una calurosa bienvenida, como era de esperar, pues estaban tomando el sol. Curiosamente, cuanto más sol toman estás chicas, más blancas se ponen.

“¿Qué va a ser, muchachos?” nos preguntaron.

Tito Gen les contó su problema y explicó por qué no le convenía resolverlo él mismo.

Las preciosas nubes, dulces como merengues, se rieron suavemente.

“Estás de suerte. Anda por aquí hoy el Nuberu. Ha venido desde la montaña egipcia en la que vive para visitarnos. Está a punto de irse, pero le detendremos. No le importará quedarse un poco más. Él se ocupará de los rayos y nosotras del agua.”

El hombre al que las nubes llamaban el Nuberu no era otro que el dios Taranis, hermano de Esus y Teutates, los otros dos dioses que forman la Tríada Nocturna. Yo no había visto a Taranis antes, pero le reconocí inmediatamente porque sabía que montaba un caballo gris oscuro y morado y coronaba su cabeza con un sombrero negro de ala ancha. También trenzaba su barba con muérdago, planta que había creado él mismo, según él decía. Y siempre llevaba un abrigo de pieles porque era muy friolero. Yo también sabía que tenía un genio endemoniado, pero era amable con los que respetaban la fauna salvaje y siempre avisaba a sus amigos antes de estallar en ira y desatar tormentas. Era fabulosamente fuerte y podía convertirse en una gigante o un enano, pero siempre conservando su atroz fuerza. Y tenía un ojo que veía demasiado, ojo que cubría con un parché cuando no le interesaba ver de más.

Afortunadamente para nosotros al Nuberu le caía bien Tito Richi, y además sentía admiración por Tito Gen, al que consideraba un colega de pro. Tito Richi, que sabe muy bien como tener contenta a cierta clase de gente hizo aparecer un descomunal tonel de sidra de manzana ahí arriba, donde uno ya siente que se le va la cabeza sólo con respirar el aire.

“¡Pero primero bebamos!” le dijo el tito a los presentes. Y luego, volviéndose hacia mí susurró, “Estas señoras beben más que los cosacos.” E hizo aparecer otro tonel, todavía más grande. “Cuanto más beban, más pesadas se pondrán, y harán su trabajo mejor. Este es probablemente el único trabajo que conviene hacer bebido. Y ahora…¿pero dónde habré metido los vasos de sidra?”

Una mujer muy hermosa con una capa roja apareció ante nosotros y dijo, “Los traigo yo.”

Había traído los vasos, pero tenía el ceño fruncido. Y no hay nada que asuste más a un hombre que una mujer hermosa pero enfurruñada.

“Bárbara bendita,” dijo Tito Gen, inmediatamente intentando apaciguarla, “por favor échanos una mano con este problema. No quiero hacer daño a nadie, pero hay que poner fin a este desaguisado.”

“Hmmm,” dijo Santa Bárbara. “No estoy enfadada. Estoy preocupada. He venido para apoyar a la pobre pastorcita. Sé lo que se siente cuando te llaman un fraude. ¡Con toda la gente a la que yo he ayudado y hay quién dice que yo no existo! Pero antes de que estalle la tormenta, quiero que le digáis a la niña que debe decirles a sus seguidores que se acuerden de apelar a mí. Yo trabajo mejor cuando me invocan desesperadamente. Eso me da ánimos.”

 “A punto estaba de hacer eso,” dijo Tito Gen. “Richi se quedará aquí arriba alentando a los tormentosos. ¿A qué eso harás, Richi? Yo iré a decirle a Betabél lo que tiene que decir. ¿Me conseguirás un cuarto de hora? ¿Antes de que empiece el verdadero jolgorio?”

“Creo que te podré dar media hora,” dijo Tito Richi. “Que no te lleve más tiempo instruir a la niña. Mi sidra es muy fuerte, y yo solito no podré contener a toda esta gente.”

“No pienso tardar más de diez minutos. He dicho quince para dar margen por si se tuerce algo.”

Y Tito Gen y yo bajamos a la Treceava Colina. Había una muchedumbre enorme ahí y muchos de sus integrantes arrastraban bidones del mejor aceite de oliva que habían podido obtener.

“¡Apareced, imbéciles!” siseó Tito Gen ante uno de los dos árboles de trompetas de ángeles que flanqueaban la torre corta en la que se hallaba Betabél. “Y haced esto tal y como os he dicho que lo hagáis. ¡Nada de improvisar, u os vais a enterar!”

Dos bolas de luz verdosa relucieron por encima de uno de los arbolitos. La muchedumbre que rodeaba la torrecilla soltó un alarido colectivo. Después, algunos siguieron gritando y otros se desmayaron. Betabél comenzó a hablar con las bolas de luz. Y acto seguido se volvió a la muchedumbre y dijo, gritando tan alto como la pobrecilla pudo, “¡Idos a casa ahora mismo! ¡El fin del mundo va a empezar ya! ¡Invocad a Santa Bárbara para que os proteja a vosotros y a vuestros hogares! ¡Hacedlo tan fuerte como podáis!”

¡CATAPUM hicieron los cielos!

Hubo una estampida por parte de los presentes que huyeron de la lluvia que había empezado a caer tan rápidamente como pudieron en dirección hacia sus casas, para esperar ahí el fin de los mundos. Aquellos que se habían desmayado fueron arrastrados a casa por sus acompañantes, y los que carecían de acompañantes fueron pisoteados por los que huían despavoridos.

“¡Qué horror!” suspiró Tito Gen. “¡Arley, ve y ayuda a alguien! ¡A cualquiera! ¡Yo tengo que ocuparme de los dos sinvergüenzas!”

Tito Gen no tuvo que hacer mucho. Antes de que pudiese hacerse con los payasos disfrazados de bolas verdes, cientos de tridentes se clavaron en ellas. En segundos, una turba de diablillos se las llevaron rodando, reptando por ellas como hormigas y ahogando los gritos de pánico que surgían de las esferas.

“Ay, vaya. Se me han adelantado los patetas. ¡Luego pasaré a veros,” Tito Gen les gritó a los demonios, “para decidir que se va a hacer con esos memos!” Y a los apresados les gritó, "¡Pedir un abogado, que de esos no falta donde vais! ¡Luego pasaré yo!"

Ni él ni yo tuvimos que hacer gran cosa para ayudar a los que habían resultado heridos. La montaña ya estaba llena de ángeles de luz que alzaban a los enfermos y los magullados, y socorrían a los que vagaban murmurando en trance, sanando todos sus males con sólo tocarlos y dejándoles en mejor estado del que habían estado en sus vidas. Sí que logramos el tito y yo bajar a Betabél y sus corderos de la columna antes de que empezasen a caer los rayos.

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