274. Un bazar navideño
No hicimos más que entrar en el gimnasio en
el que estaba montado el bazar navideño
de Generoso y Dadivosa y los hermanos de Tito Gen, o sea, mis tíos maternos y
paternos, aquellos a los que colectivamente apodan las Fieras de Lamos, le hicieron
señas para que fuésemos a su mesa. Él les hizo gesto de que se esperasen y me
condujo a un kiosco en el que vendían té y emparedados y otros refrescos.
“¿Qué va a ser?” me preguntó.
“Té con limón y mucho hielo, pero no quiero
tomarlo con los titos. Cuando están juntos imponen.”
“Sí, por separado resultan tolerables, pero
cuando entran en conjunción pueden resultar apabullantes. Sobre todo cuando se pican y chocan los del norte y los del sur.”
Yo sólo sonreí. No me parecía prudente criticar mucho a los titos.
“Pues tú anda por aquí suelto comprando
cosas. ¡Qué suerte tienes! Yo me voy a tener que sentar un rato con ellos y
ejercer de bruto.”
Tito Gen se fue con su taza de ponche con
champán y ron, la bebida más cara que el kiosco ofrecía, y una bandeja repleta
de emparedados surtidos a la mesa de sus adelfos.
“¿Te vas a comer todo eso?” oí a uno de los
titos decir.
“No, hombre,” dijo Tito Gen, “lo he traído
para compartir.”
“¿Por qué no sé acerca el niño? ¿Nos tiene
miedo?”
“¡Nah! Querrá irse con los de su edad.”
Y yo me alejé en dirección, efectivamente, de
un tenderete en el que vi que estaban de tenderas dos de mis hermanas. El
puesto del que se ocupaban Brezo y Cardo estaba patrocinado por Santa Lucía.
Como era su día, ella no estaba ahí, porque siempre se larga para Suecia en esa
fecha, pero había una gran imagen suya portando uno de sus dos pares de ojos en
una pequeña bandeja y también la palma del martirio.
“¿Qué vendéis? ¿Galletas con forma de ojos?”
“Gafas es lo que necesitas tú,” me dijo
Cardo, algo enojada. “¿Es que no ves que aquí no hay nada de eso?”
“Es que no veo lo que estáis vendiendo,” y me apresuré a añadir antes de que se enfadase más mi hermana quisquillosa, “pero esto está decorado de maravilla. ¡Qué bonito tenéis el puesto! Parece un altar.”
Yo decía la verdad. El puesto, todo
iluminadísimo, relucía más que un cielo cuajado de estrellas, y estaba la imagen de la santa, y además era su noche, la más larga del año.
“Tonto del haba, eso es lo que estamos
vendiendo. Luz. Prismas. Lámparas. Y bolas de cristal para los árboles de navidad y las ventanas y también cualquier cosa que de o capte la
luz. Y velas.”
“Ya te dije que teníamos que poner un cártel
diciendo que vendíamos luces,” Brezo le dijo tímidamente a nuestra hermana.
“¿Para qué? Si los tontos del haba no leen.”
“Este sí. ¡Ay, no he querido decir eso!
Perdona, Arley. No va contigo. Sabemos que eres listo.”
“No pasa nada. Yo también lo sé. Tal vez si no tuvieseis todas las velas
encendidas...”
“Tonto el haba, estas son velas perpetuas, que
nunca se apagan ni se consumen ni se gastan. Y ahora gasta tú algo en ellas,
porque no nos está yendo demasiado bien.”
“Sí, yo os compro todas las existencias. Me
ha dado un montón de dinero Tito Gen para despilfarrar en esto.”
“¡Ale, que ordinarios! Sólo los chulos creídos se acercan
a los puestos con cheques en blanco.”
“¿Por qué estás de malas hoy, hermanita?” le
pregunté a Cardo. “Si yo sólo voy a comprar lo que tú me dejes.”
“Ya te lo contaremos luego,” intervino Brezo,
“que si lo hacemos ahora esta se va a poner a hervir saliéndose de la olla y alguien puede quedar escaldado. Anda, hermano, compra dos docenas de velas y una
lámpara con prismas. Y llévate, ya sé que es un libro de niñas, pero eso a ti no
te importa porque lees lo que sea, pues llévate una copia de Pollyanna,
firmada por la autora, Eleanor Porter. Tenemos unas cien.”
“¿Y si me llevo cincuenta? ¿Sería una
chulería indecente por mi parte?”
“¿Y qué vas a hacer con eso? Si te pillo
haciendo una barbacoa, te prendo fuego a ti,” me amenazó Cardo.
“Vaya, pero que mal estás. Pensaba regalarlas
a un colegio.”
“¿Un colegio de qué? ¿De abogados? ¿Tú crees
que todavía hay niñas que leen estas cosas?”
“Ya. Entiendo. Es que a ti ese libro no te
gusta nada.”
“Pues era su libro favorito cuando era
pequeñita,” dijo Brezo. “No lo niegues, Cardo. ¡Lo era, tú sabes que lo era!”
“Hasta que me enteré de como funciona el mundo. ¿De dónde te crees tú que han salido estas
cien copias? Las ha donado un colegio que ha actualizado su biblioteca.”
“Bueno, pues ya veré donde coloco eso, pero
si no lográis vendérselo a otro, yo me llevo cincuenta ejemplares. Mirad, os dejo
trescientos cincuenta libras y luego vengo a recoger los artículos que os
sobren. Me da igual cuales sean.”
“Este no se entera,” insistió Cardo. “Mira,
Brezo. Mira el fajo que tiene este de billetes de quinientas libras. Así no se puede
venir a un rastrillo. Si no tenemos cambio.”
“Pues os dejo un billete de quinientos y os
lo quedáis entero. A cambio de las sobras, si las hay. Luego las recojo. Cuando
cerréis.”
“Anda, trae para acá el billete ese y vete al
stand de las sobrinas de Michael. Sí, las sirenas. Si quieres que te
desvalijen, ese es el mejor lugar. Oye, ¿no habías ligado tú con una de esas
pajaritas? Creo recordar que algo de eso hubo.”
“Un caballero no habla de eso,” dije yo.
“Ni falta que hace. Ya nos lo contaron ellas.
Tú y Alpin. ¿Sigue casado?”
“No tengo ni idea. ¿Qué venden las sirenas?”
“¿Tampoco ves esa mercancía? Pues se ve muy
bien. Está muy bien expuesta.”
“No seas mala, Cardo. Venden cánticos y
conchas. Tienen un puesto muy bonito,” dijo Brezo.
“El vuestro lo es más. Ya os dije que lo
tenéis precioso,” les aseguré a mis hermanas. La verdad es que ambos puestos
eran muy bonitos.
“Ya. La tal Marina vende canciones enlatadas.
Sí, unas latitas monísimas que las abres tirando de una anilla y oyes cantar a
las sirenas. Y luego te pones de los nervios y te tiras tú por una ventana.
Menos mal que algunos compradores tienen alas.”
“No digas eso, Cardo, que no es para tanto,”
la recriminó Brezo a nuestra hermana.
“Apuesto a que si escuchas esas canciones cerca de una
piscina te ahogas.”
“¡Qué no! ¡Qué la mayoría son nanas para
niños y música relajante para gente que sufre episodios de insomnio!”
“La tal Ibiza ha repartido tantos besos hoy,
que creo que debería haber cobrado por ellos. Ya hubiese recolectado mucho.”
“No las está yendo nada mal. Si vas a comprar
algo a esas chicas, Arley, que sean conchas melón, que vienen muy bien para
achicar agua.”
“¿Vuestras canoas se encharcan?” le pregunté algo sorprendido
a Brezo.
“No. Pero el velero de Quintín Andaraudo sí,
cuando hay grandes olas.”
“¡Anda!” dije yo. “Entonces es cierto.
¿Quintín es tu novio?”
“¡No! Es un ligue de Cardo. Pero cuando Alpin
dice que le gusto, finge ser el mío para que me deje en paz.”
“¿Y por qué no está el Andaraudo ese aquí
comprando todo lo que hay en vuestro puesto, como he intentado hacer yo?”
“Porque ha tenido que ir a los montes Apalaches
a por los Testa de Violín, ya que quién
quedó en recogerles no ha podido. Por eso Cardo está de mal humor. Contaba con
él para que trajese a todos sus parientes y amigos a comprar a nuestro puesto.”
“¿Los Testa de qué?”
“El quinteto que va a ponernos la cabeza como
un bombo amenizando el rastrillo,” dijo Cardo. “Anda, Arley, ya has cumplido
aquí. Circula. Ve a comprar cosas antes de que aparezcan los músicos y quieras
marcharte. ¿Sabes quién tiene un puesto? No se ve desde aquí, pero la rarita de
un ex novia ha montado uno de basura reciclada.”
“¿Rosina está aquí?”
No me lo podía creer. Ella nunca se dejaba
ver, aunque se sabía bien que su mano estaba en ciertas cosas.
“No. Pero los Basuritas sí. Anda, cómprales
algo por los viejos tiempos. Tienen unas neveritas portátiles muy logradas. Pero
ni se te ocurra dejar un billete de quinientos en ninguna parte. Pasa por el
puesto de la Banca Pérez. El ratón tiene mogollo de dinero sueltísimo y a ti te
dará cambio,” me aconsejó Cardo.
“Que te de billetes de cien al menos, porque
si te da calderilla, no podrás ni cargar con ella,” me dijo Brezo, “y no dejes
más de cien libras en casi ningún puesto. Hay que repartir para quedar bien. Cómprale
miel a nuestra hermana Melisa, y galletas de jengibre a Ibys y Valentina. Asegúrate de comprarle algo a Telaraña.
Manteles con encajes y chales que ella misma ha tejido vende, y unos saltos de
cama preciosos. Nada es pegajoso, y todo el material más fino que la seda de gusano.
Compra mostaza verde en el puesto de Semilla de Mostaza. La tomaremos con falso
jamón dulce en Navidad. También vende quesos y vinos franceses. Ropa de marca
de segunda mano muy estilosa vende
Polilla, sin mordiscos. Se ha juntado con la Dama Falguniben que ha traído ropa
de la India, muy colorida. Regalaremos lo que no nos valga. Flor de guisante vende
productos que han donado sus parientes aussies y ozzies. En ese puesto sí
tendrás que dejar mucho dinero, porque los diamantes rosas australianos valen
una pasta y las esmeraldas de Oz más todavía. Mira, el puesto de la banca del
ratón está ahí mismo, en la entrada. Y si miras otra vez, verás que acaba de
entrar el abuelo. Sí, está presente, y charlando con el mismísimo Pérez.”
“Cuando le saludes, recuérdale de nuestra parte
que le odiamos,” dijo Cardo. “Al abuelo, que no tenemos nada contra el hada coleccionista de dientes de leche.”
“¿Pero
qué os ha hecho el abuelo ahora?”
“Nada nuevo. Es que seguimos resentidas
porque nos echó de su club cuando le llevamos una tarta por su cumple.”
Yo no creía que fuese buena idea recordarle
al abuelo ese incidente, que ya habían pasado años. Pero me acerqué a la banca
a por cambio y también para saludar al abuelo. Por antipático que le resultase
a mucha gente, a mí nunca me había echado de ninguna parte. Alguna faena si me
había hecho, no lo puedo negar. Me enredó en su querella con Botolfo, pero ya
casi se me había olvidado eso. Yo no soy muy rencoroso.
“¡Eh, Abuelo! ¡Dichosos los ojos! ¡Estás
fuera de casa!” le saludé a mi Abuelo AEterno.
“Pues no. Este gimnasio es de mí propiedad.
¡Cómo si pudiese evitar estar aquí! Me
mata tu abuela si no hago acto de presencia en la farsa esta de mis primos voluntaria
y obstinadamente arruinados. Por lo visto esto es importante para ellos y sus
parásitos. Ya ves, Pérez. Lo que hay que aguantar. ¿He oído bien, nietecito
predilecto mío? ¿Estás comprando con dinero de ese fulano que dice ser tu tío
por partida doble? Pues toma el mío, y haz lo mismo con él. Te haya dado lo que te haya dado ese, yo te doy el doble.”
“Abuelo, ya llevo demasiado dinero encima. No puedo ni con lo que ya tengo.”
“¿Vas a ahorrarle a ese individuo el tener
que hacer sus propias compras y te niegas a hacer lo mismo por tu abuelo
anciano? ¿Y eso por qué? ¿Es qué ahora
sólo tienes un abuelo y es el que talla pajarracos?”
“Estás enterado de lo del híbrido.”
“De todo. ¿Tú crees que a mí se me escapa
algo? Pues tú tampoco te me vas a escapar. Ahora mismo te vienes conmigo a la ratonera de Pérez. Tenemos que hablar.”
Y antes de que pudiese abrir la boca, me
encogió y me metió en un agujero de ratón que había en la pared de detrás del puesto del Sr. Pérez.
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