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jueves, 14 de diciembre de 2023

274. Un bazar navideño

274. Un bazar navideño

No hicimos más que entrar en el gimnasio en el que estaba montado el  bazar navideño de Generoso y Dadivosa y los hermanos de Tito Gen, o sea, mis tíos maternos y paternos, aquellos a los que colectivamente apodan las Fieras de Lamos, le hicieron señas para que fuésemos a su mesa. Él les hizo gesto de que se esperasen y me condujo a un kiosco en el que vendían té y emparedados y otros refrescos.

“¿Qué va a ser?” me preguntó.

“Té con limón y mucho hielo, pero no quiero tomarlo con los titos. Cuando están juntos imponen.”

“Sí, por separado resultan tolerables, pero cuando entran en conjunción pueden resultar apabullantes. Sobre todo cuando se pican  y chocan los del norte y los del sur.”

 Yo sólo sonreí. No me parecía prudente criticar mucho a los titos.

“Pues tú anda por aquí suelto comprando cosas. ¡Qué suerte tienes! Yo me voy a tener que sentar un rato con ellos y ejercer de bruto.”

Tito Gen se fue con su taza de ponche con champán y ron, la bebida más cara que el kiosco ofrecía, y una bandeja repleta de emparedados surtidos a la mesa de sus adelfos.

“¿Te vas a comer todo eso?” oí a uno de los titos decir.

“No, hombre,” dijo Tito Gen, “lo he traído para compartir.”

“¿Por qué no sé acerca el niño? ¿Nos tiene miedo?”

“¡Nah! Querrá irse con los de su edad.”

Y yo me alejé en dirección, efectivamente, de un tenderete en el que vi que estaban de tenderas dos de mis hermanas. El puesto del que se ocupaban Brezo y Cardo estaba patrocinado por Santa Lucía. Como era su día, ella no estaba ahí, porque siempre se larga para Suecia en esa fecha, pero había una gran imagen suya portando uno de sus dos pares de ojos en una pequeña bandeja y también la palma del martirio.

“¿Qué vendéis? ¿Galletas con forma de ojos?”

“Gafas es lo que necesitas tú,” me dijo Cardo, algo enojada. “¿Es que no ves que aquí no hay nada de eso?”

“Es que no veo lo que estáis vendiendo,” y me apresuré a añadir antes de que se enfadase más mi hermana quisquillosa, “pero esto está decorado de maravilla. ¡Qué bonito tenéis el puesto! Parece un altar.”

Yo decía la verdad. El puesto, todo iluminadísimo, relucía más que un cielo cuajado de estrellas, y estaba la imagen de la santa, y además era su noche, la más larga del año.

“Tonto del haba, eso es lo que estamos vendiendo. Luz. Prismas. Lámparas. Y bolas de cristal para los árboles de navidad y las ventanas  y también cualquier cosa que de o capte la luz. Y velas.”

“Ya te dije que teníamos que poner un cártel diciendo que vendíamos luces,” Brezo le dijo tímidamente a nuestra hermana.

“¿Para qué? Si los tontos del haba no leen.”

“Este sí. ¡Ay, no he querido decir eso! Perdona, Arley. No va contigo. Sabemos que eres listo.”

“No pasa nada. Yo también lo sé. Tal vez si no tuvieseis todas las velas encendidas...”

“Tonto el haba, estas son velas perpetuas, que nunca se apagan ni se consumen ni se gastan. Y ahora gasta tú algo en ellas, porque no nos está yendo demasiado bien.”

“Sí, yo os compro todas las existencias. Me ha dado un montón de dinero Tito Gen para despilfarrar  en esto.”

“¡Ale, que ordinarios! Sólo los chulos creídos se acercan a los puestos con cheques en blanco.”

“¿Por qué estás de malas hoy, hermanita?” le pregunté a Cardo. “Si yo sólo voy a comprar lo que tú me dejes.”

“Ya te lo contaremos luego,” intervino Brezo, “que si lo hacemos ahora esta se va a poner a hervir saliéndose de la olla y alguien puede quedar escaldado.  Anda, hermano, compra dos docenas de velas y una lámpara con prismas. Y llévate, ya sé que es un libro de niñas, pero eso a ti no te importa porque lees lo que sea, pues llévate una copia de Pollyanna, firmada por la autora, Eleanor Porter. Tenemos unas cien.” 

“¿Y si me llevo cincuenta? ¿Sería una chulería indecente por mi parte?”

“¿Y qué vas a hacer con eso? Si te pillo haciendo una barbacoa, te prendo fuego a ti,” me amenazó Cardo.

“Vaya, pero que mal estás. Pensaba regalarlas a un colegio.”

“¿Un colegio de qué? ¿De abogados? ¿Tú crees que todavía hay niñas que leen estas cosas?”

“Ya. Entiendo. Es que a ti ese libro no te gusta nada.”

“Pues era su libro favorito cuando era pequeñita,” dijo Brezo. “No lo niegues, Cardo. ¡Lo era, tú sabes que lo era!”

“Hasta que me enteré de como funciona el mundo. ¿De dónde te crees tú que han salido estas cien copias? Las ha donado un colegio que ha actualizado su biblioteca.”

“Bueno, pues ya veré donde coloco eso, pero si no lográis vendérselo a otro, yo me llevo cincuenta ejemplares. Mirad, os dejo trescientos cincuenta libras y luego vengo a recoger los artículos que os sobren. Me da igual cuales sean.”

“Este no se entera,” insistió Cardo. “Mira, Brezo. Mira el fajo que tiene este de billetes de quinientas libras. Así no se puede venir a un rastrillo. Si no tenemos cambio.”

“Pues os dejo un billete de quinientos y os lo quedáis entero. A cambio de las sobras, si las hay. Luego las recojo. Cuando cerréis.”

“Anda, trae para acá el billete ese y vete al stand de las sobrinas de Michael. Sí, las sirenas. Si quieres que te desvalijen, ese es el mejor lugar. Oye, ¿no habías ligado tú con una de esas pajaritas? Creo recordar que algo de eso hubo.”

“Un caballero no habla de eso,” dije yo.

“Ni falta que hace. Ya nos lo contaron ellas. Tú y Alpin. ¿Sigue casado?”

“No tengo ni idea. ¿Qué venden las sirenas?”

“¿Tampoco ves esa mercancía? Pues se ve muy bien. Está muy bien expuesta.”

“No seas mala, Cardo. Venden cánticos y conchas. Tienen un puesto muy bonito,” dijo Brezo.

“El vuestro lo es más. Ya os dije que lo tenéis precioso,” les aseguré a mis hermanas. La verdad es que ambos puestos eran muy bonitos.

“Ya. La tal Marina vende canciones enlatadas. Sí, unas latitas monísimas que las abres tirando de una anilla y oyes cantar a las sirenas. Y luego te pones de los nervios y te tiras tú por una ventana. Menos mal que algunos compradores tienen alas.”

“No digas eso, Cardo, que no es para tanto,” la recriminó Brezo a nuestra hermana.

“Apuesto a que si escuchas esas canciones cerca de una piscina te ahogas.”

“¡Qué no! ¡Qué la mayoría son nanas para niños y música relajante para gente que sufre episodios de insomnio!”

“La tal Ibiza ha repartido tantos besos hoy, que creo que debería haber cobrado por ellos. Ya hubiese recolectado mucho.”

“No las está yendo nada mal. Si vas a comprar algo a esas chicas, Arley, que sean conchas melón, que vienen muy bien para achicar agua.”

“¿Vuestras canoas se encharcan?” le pregunté algo sorprendido a Brezo.

“No. Pero el velero de Quintín Andaraudo sí, cuando hay grandes olas.”

“¡Anda!” dije yo. “Entonces es cierto. ¿Quintín es tu novio?”

“¡No! Es un ligue de Cardo. Pero cuando Alpin dice que le gusto, finge ser el mío para que me deje en paz.”

“¿Y por qué no está el Andaraudo ese aquí comprando todo lo que hay en vuestro puesto, como he intentado hacer yo?”   

“Porque ha tenido que ir a los montes Apalaches a  por los Testa de Violín, ya que quién quedó en recogerles no ha podido. Por eso Cardo está de mal humor. Contaba con él para que trajese a todos sus parientes y amigos a comprar a nuestro puesto.”

“¿Los Testa de qué?”

“El quinteto que va a ponernos la cabeza como un bombo amenizando el rastrillo,” dijo Cardo. “Anda, Arley, ya has cumplido aquí. Circula. Ve a comprar cosas antes de que aparezcan los músicos y quieras marcharte. ¿Sabes quién tiene un puesto? No se ve desde aquí, pero la rarita de un ex novia ha montado uno de basura reciclada.”

“¿Rosina está aquí?”

No me lo podía creer. Ella nunca se dejaba ver, aunque se sabía bien que su mano estaba en ciertas cosas.

“No. Pero los Basuritas sí. Anda, cómprales algo por los viejos tiempos. Tienen unas neveritas portátiles muy logradas. Pero ni se te ocurra dejar un billete de quinientos en ninguna parte. Pasa por el puesto de la Banca Pérez. El ratón tiene mogollo de dinero sueltísimo y a ti te dará cambio,” me aconsejó Cardo.

“Que te de billetes de cien al menos, porque si te da calderilla, no podrás ni cargar con ella,” me dijo Brezo, “y no dejes más de cien libras en casi ningún puesto. Hay que repartir para quedar bien. Cómprale miel a nuestra hermana Melisa, y galletas de jengibre a Ibys y Valentina.   Asegúrate de comprarle algo a Telaraña. Manteles con encajes y chales que ella misma ha tejido vende, y unos saltos de cama preciosos. Nada es pegajoso, y todo el material más fino que la seda de gusano. Compra mostaza verde en el puesto de Semilla de Mostaza. La tomaremos con falso jamón dulce en Navidad. También vende quesos y vinos franceses. Ropa de marca de segunda mano muy estilosa  vende Polilla, sin mordiscos. Se ha juntado con la Dama Falguniben que ha traído ropa de la India, muy colorida. Regalaremos  lo que no nos valga. Flor de guisante vende productos que han donado sus parientes aussies y ozzies. En ese puesto sí tendrás que dejar mucho dinero, porque los diamantes rosas australianos valen una pasta y las esmeraldas de Oz más todavía. Mira, el puesto de la banca del ratón está ahí mismo, en la entrada. Y si miras otra vez, verás que acaba de entrar el abuelo. Sí, está presente, y charlando con el mismísimo Pérez.”

“Cuando le saludes, recuérdale de nuestra parte que le odiamos,” dijo Cardo. “Al abuelo, que no tenemos nada contra el hada coleccionista de dientes de leche.”

 “¿Pero qué os ha hecho el abuelo ahora?”

“Nada nuevo. Es que seguimos resentidas porque nos echó de su club cuando le llevamos una tarta por su cumple.”

Yo no creía que fuese buena idea recordarle al abuelo ese incidente, que ya habían pasado años. Pero me acerqué a la banca a por cambio y también para saludar al abuelo. Por antipático que le resultase a mucha gente, a mí nunca me había echado de ninguna parte. Alguna faena si me había hecho, no lo puedo negar. Me enredó en su querella con Botolfo, pero ya casi se me había olvidado eso. Yo no soy muy rencoroso.

“¡Eh, Abuelo! ¡Dichosos los ojos! ¡Estás fuera de casa!” le saludé a mi Abuelo AEterno.

“Pues no. Este gimnasio es de mí propiedad. ¡Cómo si pudiese evitar estar aquí!  Me mata tu abuela si no hago acto de presencia en la farsa esta de mis primos voluntaria y obstinadamente arruinados. Por lo visto esto es importante para ellos y sus parásitos. Ya ves, Pérez. Lo que hay que aguantar. ¿He oído bien, nietecito predilecto mío? ¿Estás comprando con dinero de ese fulano que dice ser tu tío por partida doble? Pues toma el mío, y haz lo mismo con él. Te haya dado lo que te haya dado ese, yo te doy el doble.”

“Abuelo, ya llevo demasiado dinero encima. No puedo ni con lo que ya tengo.”

“¿Vas a ahorrarle a ese individuo el tener que hacer sus propias compras y te niegas a hacer lo mismo por tu abuelo anciano? ¿Y eso por qué? ¿Es qué ahora  sólo tienes un abuelo y es el que talla pajarracos?”

“Estás enterado de lo del híbrido.”

“De todo. ¿Tú crees que a mí se me escapa algo? Pues tú tampoco te me vas a escapar. Ahora mismo te vienes conmigo a la ratonera de Pérez. Tenemos que hablar.”

Y antes de que pudiese abrir la boca, me encogió y me metió en un agujero de ratón que había en la pared de detrás del puesto del Sr. Pérez.

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