276. La fuente de agua púrpura
La noche fue muy larga. Era la que más del
año, y se notó. Yo lideré el baile hasta que a mi hermana Brezo se la ocurrió
dejar el puesto de luces para rescatarme. Dio unos pasos conmigo y me dijo,
“Cuando se acabe la música, puedes parar. Al recibir el don, sólo bailas
obligatoriamente la primera media hora. Es para comprobar si funciona. Luego,
ya es a voluntad propia.”
Y eso
hice, retirarme sonriendo y aceptando aplausos haciendo reverencias.
“¡Vuele!” gritaban algunos. Me imagino que
serían los habituales del segundo círculo de hadas, que nunca paran de bailar.
“¡Luego!” contesté yo.
“Ve a la mesa de Mamá y toma algo,” dijo
Brezo. “Repón fuerzas.”
“La
verdad es que no estoy cansado.”
“Porque el don hace que disfrutes como un
vocacional.”
“Me alegro de no llevar las zapatillas
rojas,” dije. “Por lo menos he podido parar sin que me corten los pies a
hachazos.”
En la mesa en la que estaban sentados mis
padres estaba también el abuelo, que se había negado a sentarse en la de la
abuela porque decía que estaba llena de viejas mandonas.
“¿Te gusta lo que te ha regalado el abuelo,
cielito?” me preguntó Mamá.
“¿Así sin preguntarte si lo quieres?” añadió
Papá, no sin guasa.
“Sí. Es…claro que sí. Todo viene bien. Yo…”
“¿Sólo bien?” dijo el abuelo. “Si hasta me
has superado a mí. Nunca antes había bailado nadie mejor que yo.”
“Seguro que ahora tampoco, abuelo,” contesté.
“Pero no lo vamos a saber, ¿eh?” dijo la
Abuela Divina, asomándose detrás del asiento del abuelo y susurrándole
suavemente “¡Amargado!” en el oído.
“Siempre irritado, siempre gruñón.”
“No intentes seducirme con palabras bonitas,”
dijo el abuelo, apartando la cabeza. “Hoy no va a funcionar. Te odio muchísimo por haberme traído aquí.”
“No,
no sabréis cual de vosotros es mejor, a no ser que AEterno se levante y baile
un mano a mano contigo, Arley. ¿Os animáis?” dijo mi abuela.
“¿Por qué no vas a ver que está a punto de
pasar en la mesa de tus hijos, esos a
los que has maleducado? Ya va siendo hora de que se anime alguno a despertar serpientes.”
“Está ahí Gen. Apagará cualquier estallido de
fuego. No dejará que estropeen la fiesta de sus padrinos.”
“Sólo falta que ese renegado se ponga a llover en cubierto y nos empape a todos,”
dijo el Abuelo.
“Pero está Tito Cae,” dije yo, “que dormita
pero siempre despierta a tiempo de salvar situaciones.”
“Ese según le dé,” dijo el abuelo, “que ha habido veces que lo único que ha
hecho es apagar todas las luces y gritar `¡Qué pase lo que sea!'.”
“No lo he visto eso yo nunca,” dije muy
apocadamente.
“Ni lo vas a ver hoy, porque tu abuela se va
a ir para allá a poner orden en lugar de quedarse aquí tratando de chincharme más de lo que ya me ha chinchado.”
“Deja en paz a Papá, Mamá,” dijo mi madre.
“Ya se ha esforzado mucho dejando que le traigas hasta aquí.”
“Siempre tiene que quedar como un
antipático.”
“Lo soy,” dijo el abuelo.
“No. Es que tienes ansiedad social y no quieres
tratarla. Mira nuestro yerno, que simpático es y que amable con todos.”
Papá sonrió. No se lleva mal con su suegra,
la verdad.
“Cuando
quieres puedes ser encantador. La gente te quiere, AEterno. Y quiere que
muestres que tú también les aprecias, y quieren verte alegre, y compartir
felicidad contigo.”
“Lo que quieren es dominarme, Divina. Como
tú. Si me quisieran contento, me dejarían ir a mi bola. ¿Qué parte de eso no se
entiende? Además aquí hay gente que me odia. ¿A qué sí, Oberón?”
“La gente de la isla te adora, te muestres
asequible o no,” repuso mi padre.
“Pero no estamos en la isla. Aquí hay gente
que se ha largado de la isla porque no me soporta. Ni a mí ni a mí estilo de
vida. Ni al que les ofrezco. Si yo salgo a bailar aquí y a algún memo se le ocurre tirarme monedas, yo me vería obligado a partirle por la mitad con un rayo. Porque eso es lo único que entiende esa clase de gente. Y a ver como quedaría yo entonces.”
"Los fuertes tienen que demostrar que lo son," dijo Mamá.
"Tu eres listo. ¿Por qué no haces que se le caigan los pantalones solamente al lanzamonedas de turno?" preguntó la abuela.
"Porque otros idiotas se reirían de él y engañarían a algún otro bobo para que repitiese la ofensa y se le cayesen los pantalones a ese también y pudiesen volverse a carcajear de alguien. Ya te he dicho que esa clase de gente no entiende nada que no sea menos sutil un hachazo en la frente."
“Ay, está bien, avinagrado,” dijo la abuela.
“No nos vamos a poner a discutir de eso ahora.”
Hubo unos minutos de silencio absoluto, roto porque de pronto gritó el abuelo, “Y ahora...¿qué?¿Qué hacen esos aquí? Dime Arley, ¿a estos les ha soltado Demetrio? ¿A qué sí?”
Junto a una maquina dispensadora de
palomitas, los secuestradores de Tito Richi estaban sonriendo algo azarados. Se
habían dado cuenta de que el abuelo se había fijado en ellos.
“Tito Ricatierra les ha dado permiso para bajarse unos días
al año de un barco en el que les dejó flotando a la derriba para casi para
siempre. Supongo que hoy será uno de esos días.”
“¡Porras! Entonces habrá que aguantarse,”
dijo el abuelo. “Divina, ve y dile a ese que es tu hijo pero que también dice
tener otra madre más, que vigile a esos dos idiotas que están apoyados en el
dispensador de palomitas. No le digas nada a Deme. No le molestes.”
“¿Pero quién es esa gente?” preguntó inocentemente la abuela. "¿Te van a tirar monedas?"
“Tú siempre haciendo apariciones en reuniones de cotillas,
pero nunca te enteras de nada de lo que pasa en el mundo. Esos sinvergüenzas
secuestraron a tu hijo, pero, en contra de mi consejo, él les ha perdonado la
vida. No del todo, porque sabe que yo no lo consentiría, pero lo bastante para
que vivan a cuerpo de reyes en una nave y lleguen a puerto de vez en cuando. Estoy
por convertirlos en papeleras, que la gente está tirando demasiadas cosas al
suelo. ¡Pero qué guarra es alguna gente! Compadeced al equipo de Tela de araña. ¡Lo
que van a tener que barrer!”
“No tiran cosas, las cosas se caen.”
“Pues que las recojan.”
“Tú pides mucho a la gente corriente, ya te lo
he dicho.”
“Es que Papá da mucho,” protestó Mamá. “Mamá,
dile a Gen que vigile a esos. Están demasiado cerca de los diamantes
australianos. Tengamos la fiesta en paz.”
Y Tito Gen apareció entre nosotros al haberse
oído nombrar y dijo, “No han venido a robar. Los contenedores de su nave están
repletos de oro y piedras preciosas que se reponen solas. Han dejado un montón
de dinero en varios tenderetes.”
“Esos, como no tengan diamantes rosas en sus cofres, verás como no se resisten a mangar alguno. Si en la isla tenían de todo. Ese es hijo de Tomás el Gaitero, que está forrado,” dijo Mamá.
“Han comprado unos cuantos diamantes. Para
intentar ligar con las sirenas. Convencerlas de que les visiten cuando navegan. Pero esas chicas son listas y han pasado de
dejarse impresionar por desgraciados.”
"Pues claro, porque se ve que la manera de medrar consiste en secuestrar a mi hijo," dijo Papá. "¡Sólo falta que cunda el ejemplo!"
“Lo que importa es que han pagado por los
diamantes,” insistió Tito Gen.
“¡Pues que vuelvan a la nave y paguen por secuestrar a mi hijo!” rugió el abuelo,
“Si hacen alguna picia será el último de sus días libres. No creo que sean tan tontos como para liarla el primer día de licencia y encima delante de ti, Papá.”
“¡Qué no me llames eso! ¡Qué tú eres un
soberbio que renunció a ser hijo mío!”
“Será porque he salido a ti,” dijo Tito Gen,
no dejándose apabullar. “Y yo siempre te he considerado mi padre. Porque lo eres. Lo que no he querido ser es tu esclavo. ¿Serías tú el mío?”
"¿Yo tengo esclavos? ¿Yo?"
"Pues supongo que no, porque me dejas usar mi cerebro de vez en cuando."
“¡No empecemos!” dijo la abuela. "Sabemos todos que lo que tienes son voluntarios, AEterno. Por favor calla, Gen, que tu padre no lo va a hacer."
"Bien. Ya me habéis callado," contestó el tito, encogiéndose de hombros.
Y el abuelo se levantó y dijo, “¡Me largo con
mi nieto querido, este que no está embebido en su soberbia! ¡Este sí me escucha y tenemos que hablar!”
Y el abuelo y yo aparecimos en un jardín, tan
esotérico como el que más.
“Aquí es donde tendrás que venir cuando estés
listo.”
“¿Pero dónde estamos y cómo llego yo aquí?”
“Lo sabrás cuando decidas venir.”
“Hola, AEterno, bonita madrugada,” nos
dijeron dos seres cuyas caras asomaban por huecos en dos árboles. “¿Todo bien?”
“Todo bien,” asintió el abuelo.
Entre ambos árboles había una fuente de la que
brotaba un agua que a veces parecía de color púrpura y otras de un azul
lavanda.
“Es probable que un día de estos venga por
aquí este chico. Dejadle beber del agua,” dijo mi abuelo.
“Vale,” dijeron las caritas, estudiándome como
para recordarme y reconocerme.
“Puede que venga acompañado por Camelia. Y
que traigan con ellos a una chica. A esa chica la dejareis beber también.”
“¿A la que ellos traigan?”
“Sí. A esa.”
“¿Le dejamos beber a su nieto hoy?”
“No,” dijo el abuelo. “Vamos a dejar que
pasen las fiestas.”
“¿Vas a beber tú?”
“Tampoco,” dijo el abuelo. “Sólo quería
presentaros a mi nieto.”
“Qué nos dé una gota de su sangre, para que
le reconozcamos, y nadie se pueda hacer pasar por él.”
“¿Se la das?” me preguntó el abuelo.
“¿Es seguro?”
“Sí, son de fiar.”
“¿Pero
qué son?”
“Guardias de seguridad,” me contestó el
abuelo, “vestidas con destellante armadura de plata, ambas armadas con espadas
y una con un mazo y la otra con una lanza. Brotarían de los árboles si a alguno
se le ocurriese beber de este agua sin autorización, y nadie ha prevalecido
sobre ellas. Jamás.”
Entonces el abuelo pasó la mano en el aire
delante de mí, y aunque en el jardín era primavera, un acebo surgió de la
tierra algo cubierto de nieve y con alguna hoja mostrando señales de escarcha.
“Mira, elige una espina y pínchate el pulgar.
Luego frota el dedo contra el tronco de estos árboles. ”
Yo hice lo que me dijo que hiciese y los
árboles me dieron las gracias.
“Ahora te reconocerán siempre, porque conocen
tu sangre. No tendrás que derramar más. Ellos la leerán bajo la piel de tu
rostro, en tus venas, como un documento de identidad. Ya nos podemos ir a
casa.”
Y nos fuimos, y cuando llegamos a casa,
ya era Nochebuena.
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