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viernes, 26 de julio de 2024

289 - Uno: Primera parte de la undécima carta lunar

 289 -Uno: Primera parte de la undécima carta lunar, que va de una catábasis, o katabasis si prefieres, para poder usar la infravalorada letra k. 

Querido Arley, 

Espero que estés bien y con ganas de leer una carta bien larga. Como ya sabes, el regato husmeo que tengo en el jardín ha hecho posible que yo pueda vivir en mi mente todo lo que vive Beaurenard. Y eso he estado haciendo.

“Dame unos minutos para que estudie cómo hacer este descenso al infierno,” Beaurenard le dijo a Tito Richi. “A los sitios peligrosos  hay que ir preparado.”

Beau se había rodeado de libros sobre mitología clásica, entre ellos el librito verde, decorado con manzanitas de oro, gordito y alado, concretamente con alas azules. Estoy segura de que recuerdas ese librito. 

“¡Qué va!” le dijo Tito Ricatierra a Beau, “Si al infierno los que van, van tal cual. Van porque es su hora, les haya pillado dónde y cómo les haya pillado, y sobre todo porque no les queda otra, que si no, ¿de qué iba alguien a ir allí? ¡Y encima hecho un despojo! ¿No ves que una vez ahí total puede pasar lo que sea?”

“Yo creo que no. Si pudiese pasar lo que fuese, toda esa gente que no quiere estar ahí se fugaría. Y de ahí no sale nadie. Así que lo que sea, lo que sea, pues no puede pasar. Bueno alguno sí. Veo aquí que algunos salen. Con corona de hojas de álamo blanco en el pelo. Pero eso está planificado, como todo lo demás que ahí ocurre. Por lo que veo están bastante organizados. Quizás no tengamos ahí tiempo de tomar decisiones ponderadas, pero al menos que sean informadas.”

Beau estaba consultando muy atentamente los libros de mitología. No quería meter la pata para nada en un sitio como el Hades. Tendría que ser diplomático, aunque no le gustase el lugar, y respetar las costumbres de esa gente, por mucho que le rayasen.

“Esos de las hojas de álamo en el pelo son resucitados,” le explicó Tito Richi. “Para eso tienes que morirte antes, y nosotros no podemos. ¿Tú que quieres? ¿Consultar con los  eleusinos? Esos son los que saben lo que hacer para que ahí te vaya bien. Pero esa gente no suelta prenda. No lo ha hecho en miles de años y no lo va a hacer ahora para ti. No lo han hecho para mí, que soy ahijado de la madre Deméter y que ido a correrme juergas en sus festivales misteriosos, aunque nunca me he hecho de la secta. Eso mataría del disgusto a mi padre. Disgustos los justos. Esos son los que le doy. Ni uno más. ”

“¿Tú eres ahijado de Deméter?”

 “Por eso uno de mis nombres es Demetrio. No, amiguito, no. No hay manera de entrar en el Hades preparado. Ahí te puede pasar lo que sea.”

“Pero hay cosas que se saben, como que no se puede comer nada.”

“Nada de ahí. ¿Pero quién nos impide llevar un cesto de picnic? Con champán y con caviar, y pan de hadas de ese que siempre está recién tostado. ¿Sabes esa gente que hace el ridículo viajando a Nueva York con chorizos y tortillas de patata en la maleta? Pues al infierno conviene llevar comida así. ¿Tú has oído alguna vez que no se pueda hacer eso?¿Lo pone en esos libros que estás  leyendo?  Lo digo porque las sirenas nos dieron de desayunar, una buena mariscada, pero cuando llegue el mediodía, igual tenemos hambre. En ese sentido, pues sí, es mejor ir preparado.”

“De picnic al infierno. A merendar a los campos de asfódelos.  ¡Pero qué cosas se te ocurren, Demetrio! No, no he visto que esté prohibido llevar comida, pero supongo que lo estará porque sí he leído que hay que subirse a la barca totalmente desnudo. Nada de ropa por fachonable que sea. No pienso subir. Volaré por encima. Fijo es que necesitaremos un mapa. Hay que distinguir el lago de Mnemosina de los demás cuerpos de agua. Si hay que beber algo de ahí, que sea agua de ese lago. Es lo único potable y nos hará omniscientes. Mira que hay un río de lágrimas y mocos y otro de escupitajos y maldiciones.”

“Y otro de fuego. Agua que arde,” asintió el tito, "pero no es aguardiente."  

“Esas aguas son peligrosas hasta para los muertos. No sólo podríamos morir de asco. Podríamos coger algo desconocido para los sanadores de hadas. Tampoco queremos quedarnos sin memoria por culpa de las aguas del río Lete. Vagaríamos por ahí para siempre preguntándonos, `¿Qué demonios hacemos aquí?´”

“Aunque no te acordases de buscar la salida, tú seguro que encontrarías algo que hacer ahí, con o sin memoria. No paras quieto. Y yo mataría el tiempo ligando con las locales. Te advierto que hay mujeres muy interesantes ahí abajo. Si hasta una vez ligué con Helena de Troya, pero su marido se la llevó corriendo a la isla de los benditos para que no se fugase conmigo y se montase otro conflicto. Era realmente guapísima. Y sobre todo muy cálida y simpática.”

“Yo no quiero ligar con nadie. Soy como Odiseo. Estoy muy contento con la mujer que tengo en casa,” dijo Beau.

“¡Y yo!” le aseguró el tito a Beau. “Muy mucho. Pero ahora no estoy en casa. Y si voy a pasar tiempo vagando desmemoriado por  el infierno, tendré que hacer algo para que eso me sea leve. Mira, hay unas encargadas de la iluminación, ninfas que portan antorchas,  lámpades las llaman, que son muy simpáticas. Si las caes bien, te conducen hasta el Elysio. Ahí se está casi tan bien como en casa. Y a lo mejor encuentro a Helena.”

“Amables te parecerán a ti,” dijo Beau, “que no te enteras, porque lo que hay ahí según estos libros son vampiras, Deme.”

“¡Las lámpades no! ¡Qué manía tiene la gente con que las mujeres asequibles todas chupan sangre! Las vampiras son las lamias. Ligar con esas siempre acaba mal, en eso te doy la razón. Pero si te gustan las pelirrojas, pues están las empusas, que tienen el pelo en llamas. Pero es un fuego que no quema si te acercas, eso no debe preocuparte.  En realidad  las empusas son espíritus malignos que cambian de forma. Ante los hombres suelen aparecer como hermosas hetairas. Resultan diferentes porque tienen una pierna que es una pata de cabra y otra que es de metal. Pero no las hables de eso. Son muy sensibles, no las puedes decir nada que las ofenda. Lloran como magdalenas si se sienten insultadas. Yo no las he ofendido  nunca, pero lo he visto suceder. Auténticas lloronas. También están las Mormos, que asustan a los niños malos, si te va ese rollo.”

“¡NO!” gritó Beau. “Veo que conoces el lugar. Está claro que has estado. Tendré que fiarme de ti, pero nada de galanteos.”

“Uy, hubo una época en que yo  entraba y salía de ahí como Pedro por su casa. Al principio me confundían con Orfeo. `¿Qué? Ya vienes a visitar a Eurídice?´ me decían. Nunca he ligado con Eurídice, la verdad. Yo respeto a Orfeo. Bueno, he de decir que es más cierto que Eurídice respeta a su marido, pero en fin, que Orfeo queda respetado.”

“Me estás poniendo de los nervios hablándome de tus ligues,” dijo Beau. “Lo importante es cómo lograbas salir de ahí.”

“Mira, una cosa que no hay ahí abajo es música. En cualquier infierno, la música está prohibida. Hasta en los infiernos de los mortales. ¿Qué si en tal país está prohibida la música? Pues ese país es un infierno. Así es como se sabe que lo es. ¿No ves que la música civiliza? Y eso en los infiernos no lo quieren. Sólo gritos y lamentaciones. De eso, lo que pidas. Así que cuando es hora de irme del Hades, me pongo a cantar y me echan de una patada.”

“¿Así de fácil? ¿Es que los músicos no van al infierno?”

“Los hay que sí. Pero dejan de ser músicos en cuanto beben del Lete. Se les olvida el do re mi.”

“¿Y nadie ha intentado forzarte a beber de esa agua maldita a ti?”

“No. Lo que ocurre cuando yo canto es que todo se paraliza. Todos se quedan fascinados.  Muchos lloran en silencio, pero conmovidos, no por pena o dolor. Lo que yo hago es algo así como lo que hacen los filibusteros en los parlamentos. Mientras esos hablan ante los diputados, senadores o congresistas, no se les puede interrumpir. Tienen la palabra hasta desplomarse. Mientras cantó, no sé me puede interrumpir a mí tampoco.”

“Pero tendrás que callar en algún momento  y…” 

“Yo voy cantando andando o volando hacia la puerta. Y salgo tan tranquilo, dando una delicada pirueta, porque la puerta se abre para mí al escuchar mi voz.”

“¿Y no sale corriendo todo el mundo?”

“¡Qué no! ¡Qué se quedan todos parados!”

“¿Eso quiere decir que mientras esté a tu lado tendré asegurada la salida, o que me quedaré parado yo también?”

“Tú eres un hada, no un muertito ni un habitante del inframundo de cualquier clase. No eres un ignorante desconocedor  del poder de la música, como muchas bestias salvajes. Tú saldrás volando conmigo. Además, a mí me dejaban entrar y salir a voluntad con tal de que no cantase. A ese arreglo llegamos. ¡Qué no te va a pasar nada!”

“No sé yo. Que a uno no le pase nada malo en el infierno me parece difícil.”

“¡Te digo que para nosotros salir está…cantado!”

“Pues que empiece la catábasis,” dijo Beau. Y se convirtió en un enorme lobo.

“¿Pero qué demonios…? ¿Beaurenardo, eres?” preguntó el tito, que no entendía lo que había pasado.

“¡Pues claro! ¡Cómo que voy a dejarme ver yo en un sitio como ese! ¡Tengo una reputación! Además, hay un perrazo de tres cabezas en la puerta y yo no gusto a algunos perros. Soy un hada zorro, y si  ellos lo notan, puede haber problemas. Los hay que tienen muy malas pulgas.” 

“¡Pero que ni hablar! Yo así no voy contigo a ninguna parte. ¡Me estás acojonando a mí!”

“¿En serio? Y eso que ni he pestañeado. Bien.”

“Disfrázate de Michael Jackson. Podemos cantar un dueto.”

“Ese era muy escandaloso. Mejor de Elvis. Hay tantos imitadores que uno más pasará desapercibido.”

“Va a dar igual porque allí nadie se acuerda de ellos. Todos reclusos desmemoriados, ya sabes.”

Y así se fueron el tito y Beau al Hades, donde lo que se encontraron no era precisamente lo que esperaban.

Primero el tito llevó a Beau a Epiro, al noroeste de Grecia, y de ahí a la aldea de Mesopotamos, a un templo con forma de zigurat, el Necromantío de Aqueronte, donde en el fantasma de ese oráculo de los muertos había una cámara subterránea silenciosa. Ahí nada se dejaba oír. Tuvieron que comunicar con gestos, y el tito le llevó a Beau del brazo hasta una trampilla en el suelo por la que cayeron a un humedal lleno de nenúfares. “Estamos en el Aqueronte,” dijo el tito, pues ahí fuera ya se podía hablar, “un río que desciende por oscuros barrancos y que en ciertas zonas se hace subterráneo. Y yo creo que antes de contactar con el barquero deberíamos comer algo de lo que traemos con nosotros. Mira, hay un banco de piedra entre los nenúfares.”

“Aquí apenas se ve bien. No sé cómo pueden florecer aquí esos nenúfares.”

“Podemos ver algo porque aquí es donde se queda la última luz que penetra en este lugar. Más adentro, la iluminación depende de antorchas.”

Pero hasta ahí lo que el tito sabía de ese lugar, pues como he dicho antes, las cosas habían cambiado. 

Los chicos vadearon hasta el banco de piedra,  que a mí que los observaba me pareció de alabastro, y se sentaron ahí a beber chamvá, que es como se llama el espumoso que produce el tito en sus viñedos y  bodegas y que es famosamente mejor que cualquier champán o cava del mundo de los mortales o del de las hadas. Se me subió un poco a la cabeza, pero no me mareo ni nada porque es muy bueno. También tomaron el tito y Beau caviar de ese que venden los mismos esturiones feéricos. Y tostadas con mantequilla. Y emparedados gourmet variados. Y un montón de fruta sanísima por haber sido regada con agua cristalina de fuentes serenísimas.

“No dejemos basura,” dijo Beau, y la hizo desaparecer, salvo un tarro de cristal que había contenido atún al Pedro Ximénez, porque al tito se le había subido a uno de sus zapatos encharcados un caballito de mar del color de las esmeraldas que no parecía querer apartarse de él. Así que el tito lavó el tarro y metió ahí al caballito y le prometió que le llevaría al acuario que tenía en su casa de Isla Manzana. Como el tarro era mágico, el agua que pasó a contener no se caía ni volcándolo, y no hacía falta ni poner la tapa. Lo metió en el cesto, junto a un montón de fruta que había sobrado, y luego te contaré si llegó al acuario o no. Pero ahí en el infierno no se quedó el caballito, ese spoiler hago para que no te preocupes demasiado por él.      

Cuando acabaron de comer, el tito miró su reloj de bolsillo de platino y dijo. “No entiendo nada. ¿Dónde demonios está el barquero? Mira que llevamos rato aquí y el tío no ha pasado. No hay rastro ni de la barca. Y mira que es  grandota.”

Dieron las dos, y de pronto se encendió un foco, y quedó enfocado un tío que se daba un aire perturbador al Sr. Binky cuando se había disfrazado de funcionario infernal para una de las fiestas de Halloween de Michael O’Toora. Pero no parecía del todo un demonio de esos por los que es famoso el Hades. Tenía los cuernos, pero extrañamente llevaba gafas y una corbata colgaba de su cuello sobre su pecho desnudo. Estaba sentado frente a un escritorio en el que había un ordenador portátil.

“Perdone,” dijo Beau, dirigiéndose al del portátil. “¿Es usted un agatodemonio o un cacodemonio? ¿O tal vez ni siquiera es un demonio?”

“¿Tenéis cita?” preguntó el individuo del portátil.

“Es malo,” susurró Beau al tito. “No hace falta que me conteste.”

“¡Eh, tú!  ¿Dónde diablos está Caronte?” preguntó Tito Ricatierra al demonio.

“¿Venís a verle?”

“Esperábamos verle. Siempre anda por aquí.”

“Los trabajadores tienen derecho a vacaciones.”

“¿Es un trabajador? Si lo hacía por gusto. O por su destino. Es lo que era. El barquero. ¿Tiene otra vida?”

“No porque él quiera. Pero le hemos obligado. No puede estar aquí dando mal ejemplo trabajando a la japonesa. Sería vergonzoso.”

“¡Ay, mi madre! Me parece que aquí estamos en terreno totalmente desconocido,” dijo Beau. “Y yo que intentaba preparar el viajecito. ¡Qué iluso! ¿Pero quién manda aquí? Es que le han dado un golpe al dios Hades?”

“Ese tiene que hacer lo que el pueblo le dicte. Se acabó hacer lo que le da la gana. Grecia inventó la democracia. ¡Qué se note!”

“Esto tiene que ser una broma,” le susurró Beau al tito. “A lo mejor se trata de una venganza de los jocosos por lo de los gatitos. ¿Estás seguro de que esta era la entrada?”

“Segurísimo,” le contestó el tito. Y al del portátil le preguntó, “¿Oye, sigue prohibida la música?”

“Por supuesto. Sólo marchas fúnebres. Gritos y lamentos también están permitidos, siempre que no vayan contra el régimen. Coros de plañideras, pues hasta hay concursos. Al régimen le encanta que haya concursos.”

“¿El régimen es una república verbenera?” preguntó Beau.

“Sin insultar,” repuso el del portátil. “¿A qué habéis venido?”

“Pues a ver a unos amigos,” dijo Tito Ricatierra. “No les veo desde que Offenbach compuso su Orfeo en los infiernos y bajé aquí para enseñar a las ninfas a bailar el Galope Infernal, o sea, el can can. Hace mucho tiempo de eso. Ya va siendo hora de que pase a saludar a mis amigos, ¿no cree?”

“Será mejor que pasemos a rellenar unos formularios, “dijo el del portátil, “porque no sé de qué me estás hablando.”

“Pero si estamos hablando en griego y mi griego clásico es impecable. Tenemos que entendernos.”

“¿Son ustedes asiáticos o europeos?”

“¿Y eso que importa?” dijo el tito. “¿Qué más da el origen de uno cuando la ha diñado? Eso es lo que viene aquí. Muertos. ¿Es que os habéis vuelto racistas?”   

“Creo que es por los jueces,” dijo Beau. “Según he leído,  hay un tío que se encarga de juzgar a las almas de los asiáticos y otro que se ocupa de las de los  europeos. ¿Es por eso? ¿O no?” le preguntó Beau al demonio del portátil.

“Voy a poner europeos,” dijo el demonio. “De este lado del Helesponto.”   Y se puso a teclear. “A ver, ¿fecha de la defunción?”

“Esta mañana dolorosamente temprano,” dijo el tito, “es cuando decidimos venir por aquí, ¿no, Beau?” y más bajito añadió, “Tú no digas que no estamos muertos que este tiene pinta de borde.”

“¿No ha pasado a por vosotros nadie? ¿No siquiera Hermes? ¿No habéis dado aviso?”

“Pues estuvimos con las sirenas. Nos dijeron que viniésemos aquí. Directamente. ¿Hay que dar aviso antes de morirse?” preguntó el tito. “¿Eso cómo se hace si no sabes que la vas a palmar?”

El demonio no contestó. “Remitidos por las sirenas. Voy a poner muertos por ahogamiento, aunque no veo que estéis muy mojados. Sólo los bajos de los pantalones.  Parece que habéis estado comiendo, pero pinta de envenenados no tenéis. ¿Sois profesores de lenguas clásicas? ¿O simplemente venís por devoción a los dioses? Los docentes no deben beber. Da mal ejemplo.”

“¿Por qué íbamos a ser profesores?” preguntó el tito. “Yo soy agricultor latifundista y cantante.”

“No cuela. Antes dijiste que estuviste aquí para enseñar a bailar. Aquí no se baila. Retorcerse de dolor, pegar saltos por un susto, desmayarse, eso sí. Bailar no. Voy a poner profesor de canto. ¿Sabes cantar trenos?”

“Lo primero que aprendí,” mintió el tito.

“Pues profesor de lamentos y cantos funerarios. Los profesores de griego antiguo son casi los únicos que vienen por aquí cuando mueren. Algún admirador de las antiguas religiones también. Todos quieren llegar al Elíseo. Eso es un paraíso que hay aquí, para los muertos que han sido demasiado estupendos en vida para ir a los campos de asfódelos y existir junto a los que vivieron de forma corriente y aburrida y siguen haciéndolo ahí. Casi todos son hijos de dioses que no han incordiado demasiado como para merecer castigos, y que han destacado en vida por algo que no es malo en opinión de los jueces. Enchufados con privilegios, sí. Una vergüenza de la que todavía no nos hemos podido ocupar. Si conseguís llegar al Elíseo, ahí podréis cantar y bailar todo lo que queráis. Ya os juzgarán los jueces y os mandarán donde corresponda. A ver, nombres y propósitos.”

“Ya se lo he dicho. Yo soy un amigo de mis amigos. Y les quiero saludar,” insistió el tito. “Soy ahijado de la madre de la reina. Me llamo Demetrio, en honor a ella. Somos familia. No deberíamos tener ningún problema para entrar.”

"Hades es un lugar amable. Nadie tiene problemas para entrar. Recibimos a cualquiera con los brazos abiertos. Todos bienvenidos."

"Sois tan amables que también respondéis de lo que nos pueda pasar ahí dentro?" preguntó Beau.

Y de pronto de la nada, tres perros que resultaron ser uno con tres cabezas, se tiraron a Tito Richi. Y Beau se transformó en un lobo terrorífico, pero antes de que acabase la transformación y por fortuna, el tito grito, “¡No pasa nada! Nos conocemos! ¡Todo bien!” Y las tres cabezas, que resultaron ser de un solo perro, se pusieron a lamer al tito con amor nada reprimido. Cosa que las serpientes que tenían sus tres cabezas hacían también. Y la serpiente más grande, que era su cola, se meneaba muy feliz. “¡Ay, qué bien que me recuerdas, precioso!” reía el tito. Y yo supe que acababa de ver nada menos que al gran can Cerbero. 

“¿Pero quién diantres sois?” gritó el demonio de la entrada, que se había levantado de su sillón del susto y refugiado agachado bajo el escritorio al ver el cambio que había pegado Beau.

“Son amigos de la reina,” dijo Caronte, apareciendo tras el perrito. 

“Y tuyos,” dijo el tito, poniéndose de pie. “Di que nos dejen entrar. Daré los óbolos que me pidáis. No sé porque no he empezado por decir eso. Bueno, sí, porque me he acojonado al ver ese portátil.”

Y el tito empezó a cantarle muy bajito al can Cerbero "¿Cuanto vale el perrito del escaparate?" Y el can Cerbero aullaba también bajito, al mismo son.

“Pon una x en el recuadro de categoría héroes,” dijo Caronte señalando al portátil, “y déjales pasar, Katafalkos. Qué el divo este  va a traer más problemas si no le dejas entrar que si le dejas. Le conozco bien.”

 

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