292. Sigue Respirando
“Hufffff!
Puffff! Aaaaaaaaah! Pant, pant! Wiz, wiz, wiz! Wiuuuuuuuu! Hufffff! Puffff!
Aaaaaaaaah! Pant, pant! Wiz, wiz, wiz! Wiuuuuuuu! Hufffff! Puffff! Aaaaaaaaah!
Pant, pant! Wiz, wiz, wiz! Wiuuuuuuuu!”
A través de una avalancha de constantes y profundos ruidos
de respiración, se oía a Malcolfo gritar, “¿Qué te crees que estás haciendo
publicando en un blog ajeno?”
“¿Cómo te atreves a hacerlo?” gritaba también Leopoldo.
“¡Si ni siquiera es tuyo!” añadía Tiburcio.
“¡Hiss,
hiss, wiiiiiz!” continuaban los ruidos. Parecían imparables.
El joven Dolfitos no se dejaba intimidar por los ruidos
raros ni por los tres hojitas ancianos que le había rodeado para echarle una
bronca.
“A Arley no le va a importar. Brezo me ha dicho que hasta
se alegrará de que yo le dé continuidad a su blog. Le conté a Brezo mis planes
para este blog.”
“¿Planes? ¡Este atrevido tiene planes!”
gritaba Leopoldo, sonando tan sorprendido como indignado.
“¿Pero quién es este descarado para tener planes de
cualquier clase?” preguntaba Tiburcio, incluso más airado que los otros
ancianos.
“Yo lo puedo hacer. Perfectamente. Lo he hecho y lo seguiré
haciendo. Soy un intelectual,” les explicó Dolfitos.
“Ahora se vuelve pretencioso,” dijo Malcolfo. “Escucha,
Dolfitos, te hemos consentido que lleves gafas aunque no las necesitas, pero –“
“¡Asi es! ¡Lleva gafas!” gritó Tiburcio, que tenía
problemas graves con la vista que no tendría que tener si cediese a ponerse en
manos del oftalmólogo Casimiro. Sólo necesitaba gafas, así como Dolfitos no las
necesitaba.
“¡No me interrumpaís!” protestó Malcolfo. “Hemos soportado
que te des aires de grandeza, Dolfitos. Pero te has pasado. Ya no sólo estás
llamando la atención. Estás –“
“Sólo estoy dando continuidad al blog,” dijo Dolfitos, que
seguía sin dejarse intimidar.
“Tú ni sabes lo que estás haciendo. ¿Cuándo ocurre tu
historia? ¿Durante este otoño? El capítulo anterior iba de algo que sucederá
poco antes de Navidad. ¿Qué clase de continuidad es esa?”
“¡Uuufff! ¡Puuufff! ¡Gasp, gasp, gasp!”
“Tíos, si vosotros no hubieseis liado a Brezo con eso del
Pozo Predícelo y el
Regato husmeo, obligándola
a escribir sobre hechos que todavía no han sucedido aunque sucederán, tampoco
me hubiese liado yo, si es que me he liado, que no lo creo. Todo lo que he
escrito sucederá o ha sucedido o yo que sé. ¿Qué importan unas cuantas
gaillardias apunto de congelarse? Valen lo mismo que el acebo para ilustrar un
cuento.”
“¡Las abejas duermen en invierno!” gritó Tiburcio. “¡No se
tumban en pétalos de flores para morir como La Traviata en pleno frío!”
“Camelias,” murmuró Dolfitos. “Son flores preciosas. Ah, la
Dama de las Camelias. No sé cómo no pensé en esas flores para cama de la abeja
moribunda.”
“¡Fiuuuuu,wiuuuuu,
sniff, sniff!”
“¡Y sigue con su locura este orate!” gruñó Tiburcio.
“Hay flores de todas clases en el reino de las hadas
durante el invierno. Sólo hay que saber encontrarlas. Y da la casualidad de que
yo sí lo sé. Y eso hice.”
“¿No nos estamos pasando con una tontería, jefes? Mucho
follón estáis armando sobre un cuento tonto,” dijo el hojita Curro.
“¡Tú a callar!” gritó Tiburcio. “Este fatuo no puede ir por
ahí asustando a la gente con sus historias de miedo.”
“Pues no. Es al revés. Lo que no puede hacer es ir por ahí
no asustando a nadie con sus cuentitos de fantasmitas. Yo esperaba que me
metiese un susto cuando lo leí, pero él no me ha asustado para nada. ¿Cómo pudiste
pensar que una abejita moribunda iba a asustar a alguien, tonto?”
“¡¿Pero que dices?!” gritó Leopoldo. “¡El cuento es
aterrador! Yo me fijé en lo moninas que
eran las ilustraciones y pensé que era innocuo. Así que se lo leí a mis
nietecitos y ahora están traumatizados! ¡Escucha cómo respiran!”
Sí, eran los nietos de Leopoldo los que estabna metiendo los
ruidos raros al respirar, jadeando y ahogándose, y suspirando y más.
“Sí, yo les leí ese cuento y ahora están aterrados pensando
que van a morir. No tenían ni idea de que eso podía suceder. No hacían más que
preguntarme por qué se murió la abeja. Yo no sabía que decirles, así que les
dije que se murió porque dejó de respirar. Y ahora mis niños están respirando
como locos porque temen dejar de respirar y morirse. Están molestando a todo el
que se les acerca con su respiración. ¡Qué ruidos más irritantes meten! Están
poniendo de los nervios a todo el mundo!”
“¡Doy fe!” chilló Tiburcio. “¡A mí me tienen harto!”
“¡Pero si eso no puede suceder. No nos puede suceder a
nosotros,” dijo Curro. “Nosotros no somos mortales. Los espíritus nunca mueren.”
“Intenta explicarles eso a tres niños aterrorizados,” dijo Leopoldo.
“¡Sí ni sabían que existía la muerte!”
“Es desagradable, pero no tenemos porque temerla. Nosotros
no,” insistía Curro.
“Pero aun así, he de decir que no puedo evitar sentirme
fatal cuando veo morir a un mortal,” dijo Malcolfo.
“Hacen muecas. Y tiemblan y tiritan. Y se retuercen. Y
algunos sollozan, y otros respiran raro, y algunos hasta chillan. Es espantoso
de ver,” dijo Tiburcio.
“Llamadlo simpatía o empatía. O lo que queráis, pero
incluso los que simplemente se duermen en silencio me conmueven,” dijo
Malcolfo.
“¡Tonterías!” dijo Dolfitos. “Si es como cuando una
mariposa sale de su capullo. Eso no le perturba a nadie. Los muertos se
convierten en fantasmas inmediatamente, así que no ha sucedido nada realmente
horrible. ¿Les duele a las mariposas salir de sus capullos?”
“Las mariposas mortales acaban muriendo a la larga. Y se
convierten en fantasmas de mariposas. Y la barrera entre el mundo de los vivos
y el de los muertos hace que ya no puedan actuar en el mundo que han dejado,”
dijo Malcolfo.
“Eso no es verdad
del todo,” dijo Curro.
“Pero casi del todo. Se convierten en seres distintos
cuando mueren, a veces vuelven a ser quienes fueron antes de nacer. Y esos
nuevos seres no están por la labor de hacer gran cosa. A la mayoría ya les da
igual lo que suceda en el mundo de los vivos. Se olvidan hasta de quienes
fueron. Y si no, como saben que a su gente le pasará lo mismo que a ellos, se
conforman con esperar, ” explicó Malcolfo. “Los muertos no suelen estar muy
motivados.”
“Sí, sólo los que están locos se niegan a olvidar,” añadió
Leopoldo.
“Su tiempo ahí abajo se ha acabado y tienen que respetar
eso y existir pacíficamente en el mundo del espíritu. Sólo tienen que esperar a
los que han quedado atrás. Llegarán,” siguió Malcolfo.
“Ya está bien de especular sobre lo que sienten los
mortales,” dijo Leopoldo. “Hagamos otras cosas, que mucho tenemos que hacer.”
“Sí, le hemos echado la bronca a este pretencioso y ya sabe
lo que pensamos de sus pinitos como escritor. ¡A otra cosa!”
Y los hojitas ancianos salieron volando para otra parte del
Bosque Triturado, para seguir con sus asuntos, y llevándose a los tres nietos de
Leopoldo con ellos, que seguían respirando sin parar.
“¿Es que no van a dejar de respirar raro?” se escuchó
preguntar a Tiburcio mientras se alejaban.
“Espero que paren esta noche cuando se queden roques.
Tienen que estar baldados,” dijo Leopoldo.
“No has dicho nada, Vicentico,” dijo Curro a su hermano
menor. “¿Qué piensas de esto?”
“Enseñé a Pamela el cuento esta mañana. Quiere agradecerle
a Dolfitos que lo haya escrito. Piensa mandarle miel esta Navidad en
agradecimiento.”
“Bueno, por lo menos alguien está feliz,” dijo Curro.
“Yo también estoy contento,” dijo Dolfitos, que no se había
dejado intimidar.
“Se aproxima la Noche de Ánimas. Vayamos a asustar a alguien. Hagámoslo bien esta vez,” sugirió Curro.
“Si yo lo he hecho muy bien. Creo que he asustado mucho a los
ancianetes,” dijo Dolfitos.
Y escribió sobre todo esto para que pudieseis leerlo aquí.
Por cierto, ¿respiráis bien?
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