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jueves, 24 de octubre de 2024

292. Sigue respirando

 292. Sigue Respirando

“Hufffff! Puffff! Aaaaaaaaah! Pant, pant! Wiz, wiz, wiz! Wiuuuuuuuu! Hufffff! Puffff! Aaaaaaaaah! Pant, pant! Wiz, wiz, wiz! Wiuuuuuuu! Hufffff! Puffff! Aaaaaaaaah! Pant, pant! Wiz, wiz, wiz! Wiuuuuuuuu!”

A través de una avalancha de constantes y profundos ruidos de respiración, se oía a Malcolfo gritar, “¿Qué te crees que estás haciendo publicando en un blog ajeno?”

“¿Cómo te atreves a hacerlo?” gritaba también Leopoldo.

“¡Si ni siquiera es tuyo!” añadía Tiburcio.

“¡Hiss, hiss, wiiiiiz!” continuaban los ruidos. Parecían imparables.



El joven Dolfitos no se dejaba intimidar por los ruidos raros ni por los tres hojitas ancianos que le había rodeado para echarle una bronca.

“A Arley no le va a importar. Brezo me ha dicho que hasta se alegrará de que yo le dé continuidad a su blog. Le conté a Brezo mis planes para este blog.”

“¿Planes? ¡Este atrevido tiene planes!” gritaba Leopoldo, sonando tan sorprendido como indignado.

“¿Pero quién es este descarado para tener planes de cualquier clase?” preguntaba Tiburcio, incluso más airado que los otros ancianos.

“Yo lo puedo hacer. Perfectamente. Lo he hecho y lo seguiré haciendo. Soy un intelectual,” les explicó Dolfitos.

“Ahora se vuelve pretencioso,” dijo Malcolfo. “Escucha, Dolfitos, te hemos consentido que lleves gafas aunque no las necesitas, pero –“

“¡Asi es! ¡Lleva gafas!” gritó Tiburcio, que tenía problemas graves con la vista que no tendría que tener si cediese a ponerse en manos del oftalmólogo Casimiro. Sólo necesitaba gafas, así como Dolfitos no las necesitaba.

“¡No me interrumpaís!” protestó Malcolfo. “Hemos soportado que te des aires de grandeza, Dolfitos. Pero te has pasado. Ya no sólo estás llamando la atención. Estás –“

“Sólo estoy dando continuidad al blog,” dijo Dolfitos, que seguía sin dejarse intimidar.

“Tú ni sabes lo que estás haciendo. ¿Cuándo ocurre tu historia? ¿Durante este otoño? El capítulo anterior iba de algo que sucederá poco antes de Navidad. ¿Qué clase de continuidad es esa?”

“¡Uuufff! ¡Puuufff! ¡Gasp, gasp, gasp!”

“Tíos, si vosotros no hubieseis liado a Brezo con eso del Pozo Predícelo y el

 Regato husmeo, obligándola a escribir sobre hechos que todavía no han sucedido aunque sucederán, tampoco me hubiese liado yo, si es que me he liado, que no lo creo. Todo lo que he escrito sucederá o ha sucedido o yo que sé. ¿Qué importan unas cuantas gaillardias apunto de congelarse? Valen lo mismo que el acebo para ilustrar un cuento.”

“¡Las abejas duermen en invierno!” gritó Tiburcio. “¡No se tumban en pétalos de flores para morir como La Traviata en pleno frío!”

“Camelias,” murmuró Dolfitos. “Son flores preciosas. Ah, la Dama de las Camelias. No sé cómo no pensé en esas flores para cama de la abeja moribunda.”

“¡Fiuuuuu,wiuuuuu, sniff, sniff!”

“¡Y sigue con su locura este orate!” gruñó Tiburcio.

“Hay flores de todas clases en el reino de las hadas durante el invierno. Sólo hay que saber encontrarlas. Y da la casualidad de que yo sí lo sé. Y eso hice.”

“¿No nos estamos pasando con una tontería, jefes? Mucho follón estáis armando sobre un cuento tonto,” dijo el hojita Curro.

“¡Tú a callar!” gritó Tiburcio. “Este fatuo no puede ir por ahí asustando a la gente con sus historias de miedo.”

“Pues no. Es al revés. Lo que no puede hacer es ir por ahí no asustando a nadie con sus cuentitos de fantasmitas. Yo esperaba que me metiese un susto cuando lo leí, pero él no me ha asustado para nada. ¿Cómo pudiste pensar que una abejita moribunda iba a asustar a alguien, tonto?”

“¡¿Pero que dices?!” gritó Leopoldo. “¡El cuento es aterrador!  Yo me fijé en lo moninas que eran las ilustraciones y pensé que era innocuo. Así que se lo leí a mis nietecitos y ahora están traumatizados! ¡Escucha cómo respiran!”

Sí, eran los nietos de Leopoldo los que estabna metiendo los ruidos raros al respirar, jadeando y ahogándose, y suspirando y más.

“Sí, yo les leí ese cuento y ahora están aterrados pensando que van a morir. No tenían ni idea de que eso podía suceder. No hacían más que preguntarme por qué se murió la abeja. Yo no sabía que decirles, así que les dije que se murió porque dejó de respirar. Y ahora mis niños están respirando como locos porque temen dejar de respirar y morirse. Están molestando a todo el que se les acerca con su respiración. ¡Qué ruidos más irritantes meten! Están poniendo de los nervios a todo el mundo!”

“¡Doy fe!” chilló Tiburcio. “¡A mí me tienen harto!”

“¡Pero si eso no puede suceder. No nos puede suceder a nosotros,” dijo Curro. “Nosotros no somos mortales. Los espíritus nunca mueren.”

“Intenta explicarles eso a tres niños aterrorizados,” dijo Leopoldo. “¡Sí ni sabían que existía la muerte!”

“Es desagradable, pero no tenemos porque temerla. Nosotros no,” insistía Curro.

“Pero aun así, he de decir que no puedo evitar sentirme fatal cuando veo morir a un mortal,” dijo Malcolfo.

“Hacen muecas. Y tiemblan y tiritan. Y se retuercen. Y algunos sollozan, y otros respiran raro, y algunos hasta chillan. Es espantoso de ver,” dijo Tiburcio.

“Llamadlo simpatía o empatía. O lo que queráis, pero incluso los que simplemente se duermen en silencio me conmueven,” dijo Malcolfo.

“¡Tonterías!” dijo Dolfitos. “Si es como cuando una mariposa sale de su capullo. Eso no le perturba a nadie. Los muertos se convierten en fantasmas inmediatamente, así que no ha sucedido nada realmente horrible. ¿Les duele a las mariposas salir de sus capullos?”

“Las mariposas mortales acaban muriendo a la larga. Y se convierten en fantasmas de mariposas. Y la barrera entre el mundo de los vivos y el de los muertos hace que ya no puedan actuar en el mundo que han dejado,” dijo Malcolfo.

 “Eso no es verdad del todo,” dijo Curro.

“Pero casi del todo. Se convierten en seres distintos cuando mueren, a veces vuelven a ser quienes fueron antes de nacer. Y esos nuevos seres no están por la labor de hacer gran cosa. A la mayoría ya les da igual lo que suceda en el mundo de los vivos. Se olvidan hasta de quienes fueron. Y si no, como saben que a su gente le pasará lo mismo que a ellos, se conforman con esperar, ” explicó Malcolfo. “Los muertos no suelen estar muy motivados.”

“Sí, sólo los que están locos se niegan a olvidar,” añadió Leopoldo.

“Su tiempo ahí abajo se ha acabado y tienen que respetar eso y existir pacíficamente en el mundo del espíritu. Sólo tienen que esperar a los que han quedado atrás. Llegarán,” siguió Malcolfo.

“Ya está bien de especular sobre lo que sienten los mortales,” dijo Leopoldo. “Hagamos otras cosas, que mucho tenemos que hacer.”

“Sí, le hemos echado la bronca a este pretencioso y ya sabe lo que pensamos de sus pinitos como escritor. ¡A otra cosa!”

Y los hojitas ancianos salieron volando para otra parte del Bosque Triturado, para seguir con sus asuntos, y llevándose a los tres nietos de Leopoldo con ellos, que seguían respirando sin parar.

“¿Es que no van a dejar de respirar raro?” se escuchó preguntar a Tiburcio mientras se alejaban.

“Espero que paren esta noche cuando se queden roques. Tienen que estar baldados,” dijo Leopoldo.


“No has dicho nada, Vicentico,” dijo Curro a su hermano menor. “¿Qué piensas de esto?”

“Enseñé a Pamela el cuento esta mañana. Quiere agradecerle a Dolfitos que lo haya escrito. Piensa mandarle miel esta Navidad en agradecimiento.”

“Bueno, por lo menos alguien está feliz,” dijo Curro.

“Yo también estoy contento,” dijo Dolfitos, que no se había dejado intimidar.

“Se aproxima la Noche de Ánimas. Vayamos a asustar  a  alguien. Hagámoslo bien esta vez,” sugirió Curro.  

“Si yo lo he hecho muy bien. Creo que he asustado mucho a los ancianetes,” dijo Dolfitos.

Y escribió sobre todo esto para que pudieseis leerlo aquí. Por cierto, ¿respiráis bien?

 

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