301. El robo del pelucón
“¡Por favor! ¡Ay, Durisilva, que susto nos has metido!” exclamó la bisabuela Divina. “¿A qué viene tanto alboroto?”
“¡Para susto el que me he llevado yo!” respondió el hombre hada que había irrumpido en la peluquería.
“¡¡Compadecedme,
Señora Divina!! ¡Qué un pajarraco perverso se ha abalanzado sobre mi
peluca y casi se me para el corazón!”
“Bueno, pero ya ha pasado, hijito. Y parece que estás bien, menos
mal,” respondió Divina a Pelucón.
“¿Bien? ¡¡¡¿Qué voy a estar bien, si me han robado
la peluca?!!!”
“¿Cómo que te han robado la peluca? Eso que tienes en la
cabeza…¿qué es?”
“Mi pelo.”
“¿Esa pelambrera es tuya? ¿Pues para qué quieres una
peluca?”
“Ay, avise usted a su marido AEterno, que él sabe muy bien
por qué la llevo. O llevaba. ¡Qué me la han robado, Señora Divina!”
“¿Se la llevó un pájaro, dices? ¿Sí? ¿Y a dónde se la ha
llevado?”
“¡Eso quisiera saber yo! ¡A ver si me lo puede decir su
marido!”
“Mi marido…no creo yo que se dedique a robar pelucas ahora. Sería el colmo. En fin, que si lo ha hecho, seguro que alguna razón
extraña de esas suyas tendría, aunque nosotros no seamos capaces de entenderlo.”
“No, AEterno no haría eso. No me robaría la peluca. Él me regaló
la peluca. Me dijo que me la pusiese siempre.”
“¡Pero bueno! ¿Para qué haces tú caso de las tonterías del
AEterno? ¡Regalarte a ti una peluca! ¡Será porque la necesitas! ¡O será porque no tenía él nada mejor que
darte! ¡Menuda ocurrencia1 ¡Qué no hagas caso de las tonterías de mi marido,
hijo!”
Entonces intervino Malvinio.
“Siempre me he preguntado por qué este cliente se empeñaba
en llevar peluca con el pelazo que tiene. Cuando me la traía para que la
limpiase, no la quitaba ojo, como si yo se la fuese a estropear o afanar. Y no
aguantaba esperas. La reclamaba enseguida, no podía estar sin ella puesta.
¿Tienes idea de por qué es esto así, Divina?”
“¡Yo qué voy a tener idea de por qué mi marido hace las
sandeces que hace! ¡Una tontería de AEterno, eso es lo que es esto! Una de
muchas. Le dan prontos y hace cosas inexplicables.”
De pronto, Pelucón cayó de rodillas y balbuceando suplicó a la Señora Divina que llamase al Señor AEterno, que él no estaba para hacer llamaditas personalmente. Seguro que desbarraría. Estaba de los nervios y a punto de que le diese un patatús. Se puso a temblar y a jadear como si efectivamente le estuviesen dando los siete males. Puso los ojos en blanco y acto seguido empezó a tirarse de los pelos, llegando a arrancarse mechones y a meterse alguno en la boca intentando tragárselos. Hasta le dio un ataque imparable de hipo.
A la Señora Divina no le apetecía nada hablar con su marido en ese momento, así que agarró su bola de cristal y llamó al bueno de Henny Parry. Ese apareció al instante.
“¿Alguna vez has hecho de loquero, querido?” le preguntó
Divina al apotecario. ”Llévate a este que está revolcándose por el suelo antes
de que se haga daño y haz lo que puedas por él. Y si te hablas con mi marido,
llámale si lo ves necesario.”
Henny no hizo más
que desaparecer llevándose a Pelucón con él, cuando apareció el Señor AEterno.
Echó un vistazo a todo lo que le rodeaba
y al no ver nada fuera de lo normal, salvo unos pelos que todavía no habían
sido barridos, gruñó, “¿Y ahora qué?”
“Oye, que yo no te he llamado,” le respondió Divina.
Y antes de que ella pudiese decir más, AEterno se fijó en
los peinados de su mujer y sus bisnietas.
“Estás guapa,” le dijo AEterno a Divina. “¿Pero por qué
demonios lleva la niña azul esa una flor de lagarto en la cabeza? Nada que ver
con lagartos.”
“¡Por favor, AEterno, que ese peinado se lo ha hecho
Rosendo a su hermana, y está guapísima!”
AEterno se volvió a Rosendo y le preguntó, “¿Qué has
querido decir con esa creación tuya? ¿Qué tu hermana es una lagarta?”
“¡Serás bruto!” le recriminó Divina. “Claro que no ha
querido decir nada de eso el niño. ¡Él qué sabe lo que es una lagarta! Rosendo
la ha dejado monísima y esa flor es bonita.”
“No lo es. La flor del lagarto es una horrible flor
carroñera. Huele a carne podrida y atrae moscas.”
“¿Pero qué dices? Esa flor la ha recogido el chiquillo en
esta isla, y aquí no hay flor alguna que huela mal.”
AEterno se acercó, no sin cierta cautela, a Azulina para
comprobar que la flor no apestaba.
“Pues es verdad. Huele a limón. Pido disculpas por lo que
he dicho. Pero insisto en que vuelvas a peinar a tu hermana, Rosendo. Con
lirios, o algo así. Azucenas.”
“Soy un hada lagartija,” dijo la pobre chiquilla algo
compungida.
“Ya. Pero no eres una lagarta. Eres mi bisnieta. Y no vas a
atraer a moscones. Te lo voy a explicar. Ser lagartija no es nada malo. Aunque
la madrina de tu padre seguro que no piensa lo mismo. Tiene manía a las
lagartijas del Peloponeso.”
“Yo era de Capri.”
“Pues no pasa nada entonces. No has devorado cereales
griegos. Además, ahora eres de la Isla Bendita.”
“¡Pero, AEterno! ¿A qué sales ahora con eso? ¡Qué esta niña
no va por ahí devastando campos de trigo!”
“Bueno, pues pido disculpas otra vez. ¿Qué se le va a
hacer? ¡Hoy no hago más que meter la pata! Elegisteis un mal día para que
viniese a piropear vuestros peinados.”
“Pero si no es por eso que estás aquí. No te hemos invocado
nosotras.”
“¿Entonces quién? ¿Rosendo?
Estáis guapas las tres. Sí, hasta esa canija con el floripondio rosa.
Muy mona, niña. Pero la flor de lagarto que lleva mi nieta tiene que irse, Rosendo. Crea
otro peinado. Tú puedes, niño.”
“Vale, pero yo tampoco te he llamado, bisabuelo,” dijo
Rosendo.
“¿Malvinio?”
preguntó el abuelo volviéndose hacia el peluquero.
“No, yo tampoco he sido. Veras, es que a Durisilva le han
mangado el pelucón.”
“¡** **** ** la peluca esa!” grito AEterno. Y enseguida añadió, “¡Ay, perdón, que yo no digo tacos! Y menos delante de niños. Si antes dije que estoy teniendo un mal día, ahora lo puedo llamar nefasto.”
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