302. Batalla de flores
Y entonces la puerta del salón de belleza se volvió a abrir
y pasó para dentro nadie menos que Augusto Gentillluvia. Y dijo, “Mami, he
venido para ayudar. ¿Qué exactamente es lo que necesitas?”
Y AEterno se dio media vuelta y miró para otra parte con
cara de contrariado.
“No estoy segura,” respondió Divina a su hijo. Y se volvió
a AEterno y le preguntó, “¿De qué va lo de la peluca? ¿Por qué te fastidia
tanto?”
Y Getnillluvia demostró que sus espías servían para algo
porque dijo, “Es sobre Pelucón Durisilva, ¿a qué sí? Henny no sabe qué hacer con
él.”
“¡No será desterrado de esta isla!” gritó AEterno. Pero no
le gritó directamente a su hijo. Hizo como si estuviese hablando con Divina.
“¡Yo no quiero eso!”
“Bueno, bueno. No vamos a alterarnos, ¿eh?” dijo Divina.
“No nos sentaría bien.”
“Entiendo que no quieres que te quite a Pelucón de en medio,
Papá,” le dijo Gentillluvia a su padre. “Pero no puedes esperar que no te de
ese algún que otro problemita de vez en cuando si te empeñas en mantenerle
aquí."
“¡Repito, Divina! ¡El Pelucón se queda!”
“Está con Henny Parry. O eso creo. Verás, yo le envié ahí. Es
decir, le pedí a Henny que se lo llevase para atenderle porque estaba fatal de los nervios. ¿Pero qué ocurre con
la dichosa peluca? ¿Por qué parece enloqueceros? A ver si te vas a poner tú peor que él, AEterno,” dijo Divina.
“En realidad lo que hace la peluca es que Durisilva no
enloquezca. Pelucón tiene un delirio que le hace creer que él es el Estado,”
explicó Gentillluvia a su madre. “No es nada fuera de lo común. Ahí fuera hay
un montón de tíos que se creen que son Napoleón, o Luis XIV, o algo
excesivamente importante, imprescindible y esencial.”
“¡El Pelucón se queda!” volvió a gritar AEterno.
“Para que Pelucón se pudiese quedar en la isla, Papá le
regaló una peluca enorme,” siguió explicando a su madre Gentillluvia. “Verás, es
que este hombre, al contrario de otros zumbados aquejados de esta clase de
males, es perfectamente consciente de que está loco. Pero le atormentan toda
clase de ideas delirantes sobre cómo debe hacer para dominar al prójimo, ya que
es el Estado en persona. Pero como sabe que está grillado, Papá cree que sería
injusto echarle de nuestra isla. No le podemos botar, porque el pobre intenta
desesperadamente no subyugar a nadie. Y no se va a ir voluntariamente porque
sabe lo cruda que es la realidad ahí fuera. Así que para ayudarle a controlar
sus impulsos de mandón, Papá le sugirió que se cubriese el coco con un pelucón,
para que sus ideas no surgiesen y se esparciesen por doquier y causasen daños.
Y eso parece haberle funcionado, porque Pelucón es sugestionable y cree que la
peluca le ayuda a controlarse. Pero ahora que no la lleva puesta, está atacado.
Y se cree que no puede evitar dar órdenes a todo quisqui, lo que por supuesto
resulta inaceptable en esta isla, donde todos y cada uno de nosotros hacemos lo
que nos viene en gana. Bueno, no todos. Algunos acaban teniendo que irse.”
“¡Pelucón se queda!” gritó una vez más AEterno.
“Creo que eso ya ha quedado claro,” le dijo Gentillluvia a
su padre.
“¡Ay, pobrecito Pelucón!” dijo Divina. “¡Qué mal sino!”
“Exáctamente,” dijo AEterno. "Hay que compadecer a los desgraciados."
“Pero tú…¿por qué solucionaste esto dándole una peluca?
¿Siempre interfieres con el pelo de la gente? ¿Es que tienes fijación con los
malos pelos o qué? Tiene que haber un modo más fácil de influir en la gente.”
“Yo no interfiero ni con pelos ni con nada. Yo sugerí que
Durisilva llevase peluca porque me estaba demenciando a mí. Fue lo primero
que se me ocurrió para quitármelo de encima. Yo sólo quería que me dejase en
paz. ¿Qué me importa a mí que la gente lleve o no peluca?”
“Me voy a ir ya a casa, Bisabuelita,” dijo de pronto
Azulina, quitándose la flor reptiliana que llevaba en la cabeza y colocándola
en la mesa que había frente a su espejo. “Ya no quiero un peinado guay. Me voy
a casa a leer un libro.”
“¿Has visto lo que has hecho?” le recriminó Divina a
AEterno. “Has desilusionado a tu pobre bisnieta. Ya no quiere ponerse guapa.”
“Yo sólo dije que parecería menos amenazante si llevase
lirios o lilas. ¿Tengo derecho a expresar mi opinión o no? ¿He de ser el único
de la isla que no pueda expresarse? Escucha, hijita, probablemente estés mejor
leyendo un libro, pero vas a permitir que tu hermano te vuelva a peinar, para
que te deje más cautivadora de lo que estabas, porque si no lo haces, tu
bisabuela me va a matar.”
“Pero ya no quiero que me peinen,” dijo Azulina.
“¿Y por qué querías antes que lo hiciesen?”
“Porque quería regalar una cesta de mayo…”
“¡Ah! Pero nadie debe ver a los que regalan esas cestas. El
regalo ha de ser anónimo. Uno deja la cesta de flores de mayo en la puerta del
que va a recibirla, llama al timbre y sale disparado para esconderse, o se
vuelve invisible. Nadie debe ver al donante.”
“Pero yo tenía la
esperanza de que sí me viesen…”
“¡Ah! Querías estar guapa para llamar la atención de alguien. Rosendo, llévate a tu hermana al campo a recoger flores.
Flores amables. Elige guisantes de olor, por ejemplo. O claveles. Los claveles
huelen a especias. Y vuelve a peinar a la niña. Sin utilizar floripondios conminatorios
e intimidantes.”
“¿Lo ves? Ya estás interfiriendo con los pelos de la
gente otra vez,” protestó Divina. Pero no pudo evitar sugerir, “La hépatica y
la saxifraga son muy primaverales. Y pequeñitas.”
“¡Sólo intentó ayudar! No sé por qué me molesto en decir
nada. Nadie entiende lo que digo cuando hablo,” se defendió AEterno. “Y si no
hablo, me llaman arrogante y desdeñoso.
¡No hay manera de quedar bien!”
“Nos pasa a los mejores, Papá,” dijo Gentillluvia.
“¡Yo tampoco quiero floripondios conminatorios!” estalló de
pronto la pequeña Anémona, arrancándose de cuajo la gran flor homónima que
llevaba en la cabeza e irrumpiendo en lágrimas. Nadie se había dado cuenta de
que llevaba rato gimoteando.
“¡Ay, no!” dijo Divina. “Ahora esta se siente ignorada. Te
van a volver a peinar, bonita, igual que peinarán a Azulina. Y tú también
podrás elegir tus propias flores. Pero hazme caso y sigue los consejos de
Rosendo, porque él sabe muy bien lo que hace.”
“Yo no quiero que me vuelvan a peinar. He visto que es un
error,” dijo Azulina, a punto de estallar también en lágrimas.
“¡No, no y no! Las dos os vais a dejar peinar. No vamos a ofender a Rosendo, que no queremos hacer eso," insistió Divina.
“¡Ni a mí!” dijo Malvinio, que probablemente también se sentía menospreciado. “¡De este salón no sale nadie con pelos de loco!"
“Yo…” comenzó a decir Rosendo, pero su vocecita quedó
ahogada porque todo el mundo se puso a chillar.
Y así hasta que Gentillluvia gritó más fuerte que nadie, “¿Sabe
alguien dónde podría estar el pelucón? ¡Para que pueda ir a por él de una vez!”
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