303. La Vía de las Plantas Venenosas
Habla Dolfitos, el hojita intelectual. Soy yo quién os ha
estado contando la historia de Durisilva, imitador de Luis XIV, y el robo de su
pelucón. Y por eso soy yo quién va a
seguir contándola, espero que para vuestro agrado.
En el anterior capítulo lo dejamos en que el hada hagolotodo
Augusto Gentillluvia expresó su
intención de ser él mismo quién recuperase la peluca de la discordia. Pero su
sobrinilla Azulina, que le conocía bien porque pasaba los sábados colaborando
con Mabél, esposa de Augusto, en la biblioteca de la Mansión Gentil, como
otrora lo hiciese su primo Arley, se ofreció a hacerlo ella.
“La tita dice que tú siempre estás hasta las orejas de
trabajo, tito. Y tiempo tendremos nosotros de buscar flores para que nos peine
de nuevo mi hermanito. Además, podemos mientras las buscamos, si lo hacemos ya,
buscar también el pelucón. Nuestra hermana Tararina nos ha enseñado a
chapurrear en el idioma de los pájaros. Preguntaremos por doquier si alguno
sabe algo del que robó la peluca. Seguro que la localizaremos.”
“No sé,” respondió Gentillluvia. “He hablado con Henny y me
ha dicho que tiene sedado a Durisilva. No es lo ideal, pero la verdad es que
tengo ahora mismo unos líos de siete pares de narices que exigen de mi plena atención. Aunque no sé yo si sería prudente
dejaros ir por ahí haciendo preguntas sin supervisión alguna.”
Y eso fue cuando yo me ofrecí a vigilar a los niños
Azulina, Rosendo y Anémona en su intento de hallar el pelucón.
“Tendrán la protección de los hojitas. Estamos por todas
partes, y yo no me apartaré de su lado,” le aseguré a Gentillluvia.
“Está bien,” respondió Augusto Gentillluvia. “No dudo de la
eficacia de la supervisión de los hojitas. Pero con una condición. No creo que
el pájaro ladrón haya abandonado esta isla. Pero vosotros no debéis dejarla
bajo ninguna circunstancia. Si os enteráis de que el pájaro ha volado de aquí,
tendréis que informarme de eso y yo me ocuparé de perseguirle. Espero que me
obedezcáis en esto. Ahí fuera las cosas no son como aquí dentro.”
Prometimos lo que se nos pedía para obtener permiso para
iniciar la búsqueda y pudimos partir los cuatro tras el pajarraco y el pelucón.
“¿Por dónde vamos a empezar a buscar? ¿Preguntaremos al
primer pájaro que veamos?” dijo Rosendo.
No nos pareció esa mala idea, pero el primer pájaro que
vimos resultó ser un pájaro algo rarito. Y como se irá viendo, habrá que
aplicarle adjetivos peores. No hicimos más que acordar lo de interrogar a un
pájaro, cuando apareció algo que parecía un ave posado sobre una rama. Rama que
casi se rompe bajo su peso, que dobladísima estaba.
“Os he oído decir que queréis interrogar a un pájaro. Pues
yo soy un pájaro, así que vengan esas preguntas.”
El tal pájaro era algo grande para ser un pájaro de los que
se ven habitualmente en los jardines de la isla. Era grande como un hada de
tamaño dentro de lo normal, baja y rechoncha, pero normal. Sí que lucía muchas
plumas multicolores. Debió convencer a los niños su aspecto, pero yo, que soy
intelectual, pensé que se parecía más a Papageno, el pajarero mitad hombre,
mitad pájaro, personaje de la ópera La Flauta Mágica de Mozart. Pero
incluso así, decidí dejarle hablar.
“Yo de vosotros preguntaría a Wilibaldo y Winibaldo, de la
tribu de los Espíritus de las Mandrágoras.
Es muy probable que esos estén en posesión del pelucón que buscáis. Les pega
todo.”
Sin más dilación, que debimos haber hecho más preguntas
pero no las hicimos, le preguntamos al extraño pájaro donde podríamos hallar a
esos dos individuas que había mencionado.
“Pues…esa gente vive en el
Sendero Sigiloso, el Camino Cauto. ¿Sabéis a qué lugar me refiero? No
todos saben que existe un sitio así aquí.”
Como intelectual que soy, yo sí sabía de lo que estaba
hablando el pájaro raro.
“La Vía del Veneno,” dije yo.
“Uy, aquí no la llamamos así. No hay tal cosa en la isla.
Sólo un camino únicamente para entendidos, que se ha de andar con cautela. Con
prudencia, mucha prudencia.”
Se refería el pájaro raro a un lugar en el que yo no había
estado y que algunos creían que no debería de existir en la isla bendita, pero
lo había, porque los venenos no tienen
la culpa de cómo son empleados y pueden usarse para fines buenos. Y como los
cuatro estábamos de acuerdo en que
éramos prudentes y precavidos, y gentes de buena voluntad, decidimos ir para esa vía de inmediato.
Cuando llegamos al principio del camino, vimos un cartel
que decía, “Todas las plantas son venenosas en cierta medida. No nos juzguéis
mal, no nos uséis mal.”
Al principio, vimos, adentrándonos en el camino, que había muchas clases de plantas por todo aquel lugar. Advertí a los niños que algunas sí que eran famosamente venenosas, pues las reconocía al verlas. Otras no parecían serlo, pero era mejor no tocar nada. “Caminad como si estuviésemos metidos en un ortigal,” les dije a los niños. Y ellos plegaron sus alitas y pegaron sus bracitos a sus cuerpecitos e hicieron todo lo posible por no rozar nada. Pronto coincidimos con unas hadas que parecían ser de la familia de los espíritus de las mandrágoras, guardianes de esta vía, y preguntamos por Wilibaldo y Winibaldo.
Nos dijeron que los encontraríamos al final del camino. Este, por el que seguimos transitando, ahora se convirtió en un camino menos tupido, de hierba muy corta y con setas rojas de motas blancas a los dos lados. Aquello tenía que ser un poblado de hadas diminutas. Allí, tallos con flores de belladona hacían de árboles. Y nosotros nos encogimos para no desentonar.
Al llegar a las últimas setas, volvimos a preguntar a unas hadas tipo mandrágora si por allí se encontraban Wilibaldo y Winibaldo.
“Ahí los tenéis. Esos son,” nos respondió una de las hadas.
Y dos tipos se bajaron de una seta y se aproximaron a nosotros.
“¿Por qué nos buscáis?” preguntaron.
Azulina les explicó que andábamos buscando un pelucón que
había sido sustraído por un pájaro.
“¿Y por qué pensáis que lo tenemos nosotros?”
“Nos han dicho que os hacía falta,” dijo Azulina. Y acto
seguido, aunque era un hada azul, se puso roja como un tomate. Porque se había
percatado de que Wilibaldo y Winibaldo eran ambos calvos.
“Ya. Muy graciosa,” dijo Wilibaldo.
“No se la ha ocurrido a ella,” protestó Rosendo. “Nosotros
no os conocíamos ni sabíamos cómo eráis. Nos lo ha dicho un pájaro extraño. Sí,
que os buscásemos. Y hemos picado. Si es que no tenéis la peluca, claro.”
“No necesitamos peluca alguna. Estamos muy orgullosos de
ser como somos. Tenemos unos capirotes muy fresquitos, con aire acondicionado
incorporado, que nos ponemos cuando hay demasiado sol. También tienen calefacción incorporada para el invierno. Pero para nada queremos
pelucas que nos calienten la cabeza.”
“Pues lo sentimos mucho. No queríamos ofender,” dijo
Azulina.
“Ya. Probablemente os encontrasteis con un miembro de la panda de los jocosos. Siempre intentan tomarnos el pelo. Pues mejor os vais, porque aquí ya nada tenéis que hacer,
y no es este lugar un parque para críos. Ojo con las adelfas al salir de aquí. Si os rozan el pelo, igual se os cae,” dijo Winibaldo.
Y empezamos a retirarnos y a desandar lo andado, pero no
antes de que la pequeña Anémona nos dijese que ella no quería llevar un tocado de flor de belladona
en la cabeza.
“No te preocupes,” le aseguró Rosendo a su primita. “Eso no
te lo voy a poner en el pelo a ti. Ni adelfas tampoco, aunque son flores bonitas.”
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