“¿Os gusta mi conjunto?” preguntó Pietro Enjoyado.
Cuando llegamos a su mansión, aparte del mayordomo de oro
macizo y la doncella de plata esterlina que nos abrió la puerta principal,
robots ambos, la primera y única persona que vimos fue alguien envuelto en
ropajes de luto. Para nuestra sorpresa, esta persona era el mismísimo Pietro
Enjoyado. Se quitó el tupido velo de tul negro que llevaba y vimos a un joven
que no había hecho nada para que su cara no pareciese la suya.
“Te falta una lagrima,” dijo Rosendo,” o eso creo yo.”
“Mmm. ¿De veras? Puede que tengas razón,” dijo Pietro, y sacó
una cajita de lápices para ojos de multiples colores de un bolsillo y pintó una
gran lagrima que parecía estar deslizándose grácilmente de su ojo izquierdo.
Entonces se contempló durante un par de minutos en un espléndido espejo de
cristal de Murano.
“Soy el zar de los looks,” dijo orgullosamente. “No soy
dueño de cien, ni de mil. Empecé a coleccionarlos cuando tenía tres añitos,
entre dos y cuatro al día, y ahora tengo cientos de miles, tantos como eran
dueños los zares de almas.”
“Así que, si tantos tienes, no eres mortal. Pensé que
podrías serlo, porque tu tía abuela lo fue, supongo yo,” comentó Azulina, “o no
se hubiese tenido que vestir de luto.”
“Pues no. Sólo su marido era mortal.”
“Pero eso no es un problema para nosotros. Cuando los
mortales mueren, se convierten en fantasmas. Él y ella podrían seguir juntos,
al ser ambos espíritus. Yo tengo un hermano y una hermana que son fantasmas, y
viven conmigo y compartimos la habitación de los niños.”
“¡Lo que tú digas!” dijo Pietro, e hizo aparecer un abanico
de negras plumas de avestruz y comenzó a abanicarse la lagrima para que no se
derritiese.
“¿Podemos presentarnos y explicarte por qué estamos aquí?”
pregunté yo, Dolfitos, el hojita intelectual. “Esto no es sólo sobre ti,
guapito.”
“Dicho groseramente, pero sí, presentados y decidme que os
trae aquí.”
Y cuando lo habíamos hecho, Pietro añadió, “¿Por qué nunca
se me ha ocurrido vestirme de Luis XIV? No entiendo como se me ha podido pasar.
Tal vez lo haya hecho y simplemente no me acuerde. ¡Tantos conjuntos, tantos
looks!”
“¿No conservas una lista de ellos?” preguntó Azulina. “Como
historiadora, yo creo que deberías tomar fotos de todos y cada uno y
archivarlas.”
“Pues sí. Sí que tendría que haber hecho eso. ¿Será tarde
para empezar? He perdido tantos, todos entregados y condenados al olvido. Pero
volviendo a lo que os ha traído aquí, debo decir que no, no tenía ni idea de
que existiese un pelucón como el que habéis descrito. Primera noticia. Gracias
por la información. Claro que puedo localizar esa peluca. Mis abuelos tienen
modos de encontrar joyas robadas, y este pelucón parece ser eso mismo. Sí,
seguro que lo localizo. Pero no para vosotros. Para mí. Quiero ese pelucón.”
“¡Ya la hemos liado!” murmuré a los niños.
“No, el Pájaro Raro nos ha vuelto a liar,” dijo Azulina.
“Nos ha mandado aquí para que nos roben el pelucón.”
“Tsk, tsk! Nada de robar. El que encuentra algo, se lo
queda. Yo lo encuentro, yo me lo quedo. ¿A qué seré un espléndido Rey Sol
ataviado con ese pelucón? Si es realmente tan magnífico como decís que es.”
“Esa peluca fue creada con un propósito. Y ese propósito no
es decorar una cabeza hueca como la tuya. Se hizo para una cabeza con muchas
tonterías dentro, pero no como las superficiales tonterías tuyas,” dije yo. “Es
para una cabeza con problemas serios.”
“¿Qué parte de yo lo encuentro, yo me lo quedo no
entiendes?” preguntó Pietro Enjoyado. “No me contestes. No tengo tiempo que
perder. He de encontrar esa peluca antes de que la halle otro. ¿Queréis ver
cómo lo hago? ¿O sufriríais viéndolo?”
“Observaremos,” le dije a Pietro, “Al menos sabremos dónde está
la dichosa peluca.” Mi plan secreto era dejar que Pietro la hallase y una vez
que se la hubiese apropiado con sus malas artes como amenazaba, hacer que mis primos la volviesen a mangar
para nosotros.
“Entonces seguidme a mi cámara de tesoros,” dijo él zar de
los looks.
Bajamos hasta el sótano de la mansión por una escalera
larga y mareante. Una vez allí, él abrió una de las ocho puertas que nos
encontramos de frente. Lo hizo convirtiendo su dedo meñique izquierdo en una
llave esqueleto, que es un tipo de llave maestra. Y pasamos por la puerta.
La cámara de tesoros de Pietro Enjoyado no era un lugar
oscuro con pilas de tesoros esparcidos por los suelos. Era un salón
pasablemente iluminado que tenía en su centro una única mesa de bronce que se
estaba volviendo verde y seis sillas que hacían juego con la mesa. También
verdeaban. Las paredes de ese lugar estaban forradas con cajitas fuertes de
pared, pintadas de blanco. Pietro se paró delante de una, giró su dial y marcó una
combinación. La caja se abrió de golpe y él retiró de su interior otra caja,
rectangular, que colocó en la mesa. Luego se sentó, marcó una segunda
combinación de números y esta segunda caja también se abrió. De ella sacó un
estuche de terciopelo púrpura.
“Tengo lo que necesito,” dijo él, y volvimos a la habitación
en la que nos había recibido al llegar. Pietro abrió todas las ventanas que
había allí. Bien grandes eran. Entonces abrió el estuche púrpura y extrajo de él un broche con forma de limosa
lapponica, o sea, de aguja colipinta.
Habló con el broche,
diciendo algo como esto: “Spione, buscamos un pelucón
gigantesco, tipo siglo dieciocho, que ha sido robado por un pájaro por
identificar. Debe ser uno grande, porque la peluca esa tiene que pesar lo suyo.
Encuéntrala para nosotros.”
Colocó el broche en el alfeizar de una de las ventanas y este se levantó por su cuenta y se transformó en una auténtica aguja colipinta. Y salió volando.
“Esta clase de ave puede volar sin escalas desde Alaska
hasta Nueva Zelanda. No dejará de volar hasta que haya hallado el pelucón.
Utilizamos este objeto para encontrar joyas que mangan las urracas y pulseras
de zafiros y otras piedras azules que roban los pergoleros satinados, y más. Si
un pájaro grande se ha llevado la peluca, seguro que está se hallará en un nido grande,
que será más fácil de divisar que uno pequeñajo. Ahora podemos sentarnos en los
sofás y contemplar la búsqueda.”
Y ocupamos dos grandes sofás que había allí, uno frente al
otro, tapizados en seda azul, con azucenas bordadas con hilo de oro. Entre
ellos había una mesa de café dorada y sobre ella una bola de cristal del tamaño
de tres pelotas de baloncesto juntas. Y en la bola vimos a la aguja colipinta
volando, cumpliendo su misión.



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