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domingo, 18 de mayo de 2025

306 Un árbol desaliñado y una cesta verde y amarilla.

306. Un árbol desaliñado y una cesta verde y amarilla  

“¡Ayyyy!” chilló Azulina. “¡Ha dejado la isla!”

La aguja había recorrido la isla a una velocidad vertiginosa, mareándonos a todos los que intentábamos ver lo mismo que él ave veía en su recorrido.

“¿Alguien ha divisado la peluca?” preguntó Pietro Enjoyado. “Tenéis que decírmelo. El pájaro es mío.”

“No,” dijo Rosendo. “No creo que nadie haya visto ni rastro, ni un pelo caído de esa peluca.”

“No, no, no,” dijimos todos los demás, mirándonos los unos a los otros y sacudiendo nuestras cabezas.

Y era cierto. Ni nosotros ni la aguja habíamos visto nada. Así que volvimos a fijar nuestros ojos en la gran bola de cristal.

“Está llegando al Bosque Triturado,” dijo Azulina. Sonaba preocupada, porque lo estaba.

“Tranquila,” la susurré yo, Dolfitos, el hojita intelectual, “ que allí tengo amigos y familia.”

Y de pronto…

Sí, eso apareció en pantalla. Es decir, en la bola de cristal. Eso más o menos. Más bien más que menos.

Por si no entendéis bien la ilustración, lo que se quiere representar en ella es el enorme pelucón, extendido por un árbol algo polvoriento. Está plagada la peluca de nidos plagados a su vez de huevos, a suponer que de aves. Estoy seguro de que más de una araña local u otra clase be bichos también residen ahí. Y ese árbol no está en Isla Manzana, sino en el Bosque Triturado, donde la sanidad no funciona igual. Ahí fuera, los pájaros defecan, aunque la ilustración no ha querido reflejar eso.  

“Antes me cuelgo de ese árbol con el velo de viuda de mi tía abuela que ponerme eso en la cabeza. Ya no la quiero. ¡Ufff! ¡Qué porquería! Toda vuestra. ¡Vuelve, Spione!”

Eso dijo Pietro Enjoyado. Las dos últimas palabras, esa breve orden, la dio hablando en dirección a la medalla que le colgaba del cuello bajo la gargantilla de perlas. Por lo visto era un artilugio con el que comunicaba con la aguja.

 “Misión cumplida,” suspiró Pietro, dirigiéndose al ave a través de la medallita.

“Nosotros no,” lamentó Azulina. “No podemos dejar la isla. Lo tenemos prohibido. Así que no podemos recuperar el pelucón.”

“De todas formas lo tendríais crudo. No creo que quién haya puesto todos esos huevos renuncie al pelucón sin una pelea. De las buenas. A saber que va a nacer en esos nidos. De ser pájaros, en cuanto casquen empezarán a piar como demonios, todos en coro. Para volverse loco, estar ahí. Admito que el pelucón debió ser un ejemplar de peluca impresionante en su mejor momento, pero ahora ya no es más que una m***** pinchada en un palo.”

“Eso no se dice,” regañó Rosendo.

“¡Ay, vale, nene! Pues una porquería colgada de un árbol. Yo de vosotros, me olvidaría de ella. Como voy a hacer yo. Si puedo quitarme esa horrenda visión de la cabeza. Claro que yo les voy a pedir a mis abuelos que me consigan una igual. Pero a estrenar. No sé cómo se me ha podido ocurrir ansiar una peluca usada. A lo mejor tenía piojos ya antes de ser mangada. Anda, Espione, vuélvete broche,” terminó de hablar Pietro, dirigiendo lo último que dijo a la aguja que ya estaba en la ventana.

“¿Ni agua?” preguntó la aguja. “¿Después de lo que he volado?”

“Eso no es nada para ti. Vale, ve a la cocina y que te sirvan champán, o lo que haya y que te apetezca.”

Glögg para mí, que soy de Escandinavia,” dijo Spione, “y skäl a todos!”   

“Sólo a unos salvajes se les ocurre desear salud al prójimo con la palabra calavera,” dijo Pietro. “Pero, ale, ale, ve a por tu vino especiado.”

Y la aguja se fue, probablemente a la cocina, que era donde la había mandado Pietro Enjoyado.

“¿Se lo decimos ya al tito?” preguntó Anémona.

“Es lo único que podemos hacer,” dijo Azulina, muy triste por no tener mejores noticias que transmitir.

“Claro que yo la podría lavar y creo que la dejaría casi nueva. Volvamos primero a la peluquería. Lo consultaré con Malvinio, que tiene más experiencia que yo.”

“¿Va el tito a botar a todos esos pajaritos de la peluca?” preguntó Anémona.

“¡Nah!” dije yo. “No creo que ni él quiera recuperar ese amasijo de pelos. ¿Pero quién sabe? Tal vez haya otra solución. Volvamos a la peluquería, como ha sugerido Rosendo. Es de cortesía informar primero a vuestro bisabuelo, creo yo. Al fin y al cabo es el señor y dueño originalísimo de la peluca. Si sigue ahí. El bisabuelo, digo.”

Seguía ahí.

“¡Chist!” susurró Divina nada más vernos en la puerta. “”¡El bisabuelito está durmiendo la siesta.”

Ahí estaba AEterno, roncando muy suavemente en un sillón.

“Papá dice que el bisabuelo duerme con un ojo abierto,” dijo Azulina.

“Así le va, que tiene pesadillas,” respondió Divina.

 “Pero tiene los dos ojos cerrados,” dijo la niña, que se había acercado para comprobar lo del ojo abierto.

“Porque le he dejado roque yo. Para que no se subiese por las paredes con el asunto del pelucón y sus piques con tu tío. A ver si así descansamos todos. No te acerques mucho, nena. No se vaya a despertar de golpe.”

“¡Ah!” dijo Azulina y se retiró un poco.

“¿Y tú, cariño, que llevas en el cestito?” le preguntó Divina a Anémona. La pequeña había estado recogiendo flores muy bonitas durante todo el camino, hasta de la vía venenosa, aunque no venenosas, y del jardín de Pietro Enjoyado. Las llevaba almacenadas en una cesta casi tan grande como ella. Verde y amarilla era la cesta. Y cómo ninguna de las flores de Isla Manzana se marchita, ni siquiera las más silvestres, todas estaban frescas como la proverbial lechuga.

“¡Qué alemana eres, bonita!” le dijo Divina a Anémona, al ver el hermoso contenido del cesto. “Pero has hecho muy bien. Malvinio, por favor peina a las niñas, que estás florecitas seguro que le agradan a AEterno. Que sus bisnietas guapas sean lo primero que vea cuando despierte. A lo mejor así no se pone a gruñir. Mientras tanto, yo tengo algo que decirle a Rosendo.”

Y Malvinio se puso manos a la obra, todo con mucho sigilo y silencio, mientras la bisabuela se llevaba a Rosendo fuera de la peluquería.

Para que no les oyese hablar nadie. Bueno, nadie más que yo.

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