306. Un árbol desaliñado y una cesta verde y amarilla
“¡Ayyyy!”
chilló
Azulina. “¡Ha dejado la isla!”
La aguja había recorrido la isla a una velocidad
vertiginosa, mareándonos a todos los que intentábamos ver lo mismo que él ave veía
en su recorrido.
“¿Alguien ha divisado la peluca?” preguntó Pietro Enjoyado.
“Tenéis que decírmelo. El pájaro es mío.”
“No,” dijo Rosendo. “No creo que nadie haya visto ni
rastro, ni un pelo caído de esa peluca.”
“No, no, no,” dijimos todos los demás, mirándonos los unos
a los otros y sacudiendo nuestras cabezas.
Y era cierto. Ni nosotros ni la aguja habíamos visto nada.
Así que volvimos a fijar nuestros ojos en la gran bola de cristal.
“Está llegando al Bosque Triturado,” dijo Azulina. Sonaba
preocupada, porque lo estaba.
“Tranquila,” la susurré yo, Dolfitos, el hojita
intelectual, “ que allí tengo amigos y familia.”
Y de pronto…
Sí, eso apareció en pantalla. Es decir, en la bola de cristal. Eso más o menos. Más bien más que menos.
Por si no entendéis bien la ilustración, lo que se quiere
representar en ella es el enorme pelucón, extendido por un árbol algo
polvoriento. Está plagada la peluca de nidos plagados a su vez de huevos, a
suponer que de aves. Estoy seguro de que más de una araña local u otra clase be
bichos también residen ahí. Y ese árbol no está en Isla Manzana, sino en el
Bosque Triturado, donde la sanidad no funciona igual. Ahí fuera, los pájaros
defecan, aunque la ilustración no ha querido reflejar eso.
“Antes me cuelgo de ese árbol con el velo de viuda de mi
tía abuela que ponerme eso en la cabeza. Ya no la quiero. ¡Ufff! ¡Qué porquería! Toda
vuestra. ¡Vuelve, Spione!”
Eso dijo Pietro Enjoyado. Las dos últimas palabras, esa
breve orden, la dio hablando en dirección a la medalla que le colgaba del
cuello bajo la gargantilla de perlas. Por lo visto era un artilugio con el que
comunicaba con la aguja.
“Misión cumplida,”
suspiró Pietro, dirigiéndose al ave a través de la medallita.
“Nosotros no,” lamentó Azulina. “No podemos dejar la isla.
Lo tenemos prohibido. Así que no podemos recuperar el pelucón.”
“De todas formas lo tendríais crudo. No creo que quién haya
puesto todos esos huevos renuncie al pelucón sin una pelea. De las buenas. A
saber que va a nacer en esos nidos. De ser pájaros, en cuanto casquen empezarán
a piar como demonios, todos en coro. Para volverse loco, estar ahí. Admito que
el pelucón debió ser un ejemplar de peluca impresionante en su mejor momento,
pero ahora ya no es más que una m***** pinchada en un palo.”
“Eso no se dice,” regañó Rosendo.
“¡Ay, vale, nene! Pues una porquería colgada de un árbol.
Yo de vosotros, me olvidaría de ella. Como voy a hacer yo. Si puedo quitarme
esa horrenda visión de la cabeza. Claro que yo les voy a pedir a mis abuelos
que me consigan una igual. Pero a estrenar. No sé cómo se me ha podido ocurrir
ansiar una peluca usada. A lo mejor tenía piojos ya antes de ser mangada. Anda,
Espione, vuélvete broche,” terminó de hablar Pietro, dirigiendo lo último que
dijo a la aguja que ya estaba en la ventana.
“¿Ni agua?” preguntó la aguja. “¿Después de lo que he
volado?”
“Eso no es nada para ti. Vale, ve a la cocina y que te
sirvan champán, o lo que haya y que te apetezca.”
“Glögg para mí, que soy de
Escandinavia,” dijo Spione, “y skäl a todos!”
“Sólo a unos salvajes se les ocurre desear salud al prójimo
con la palabra calavera,” dijo Pietro. “Pero, ale, ale, ve a por tu vino
especiado.”
Y la aguja se fue, probablemente a la cocina, que era donde
la había mandado Pietro Enjoyado.
“¿Se lo decimos ya al tito?” preguntó Anémona.
“Es lo único que podemos hacer,” dijo Azulina, muy triste
por no tener mejores noticias que transmitir.
“Claro que yo la podría lavar y creo que la dejaría casi
nueva. Volvamos primero a la peluquería. Lo consultaré con Malvinio, que tiene
más experiencia que yo.”
“¿Va el tito a botar a todos esos pajaritos de la peluca?” preguntó
Anémona.
“¡Nah!” dije yo. “No creo que ni él quiera recuperar ese
amasijo de pelos. ¿Pero quién sabe? Tal vez haya otra solución. Volvamos a la
peluquería, como ha sugerido Rosendo. Es de cortesía informar primero a vuestro
bisabuelo, creo yo. Al fin y al cabo es el señor y dueño originalísimo de la
peluca. Si sigue ahí. El bisabuelo, digo.”
Seguía ahí.
“¡Chist!” susurró Divina nada más vernos en la puerta. “”¡El
bisabuelito está durmiendo la siesta.”
Ahí estaba AEterno, roncando muy suavemente en un sillón.
“Papá dice que el bisabuelo duerme con un ojo abierto,”
dijo Azulina.
“Así le va, que tiene pesadillas,” respondió Divina.
“Pero tiene los dos
ojos cerrados,” dijo la niña, que se había acercado para comprobar lo del ojo
abierto.
“Porque le he dejado roque yo. Para que no se
subiese por las paredes con el asunto del pelucón y sus piques con tu tío. A
ver si así descansamos todos. No te acerques mucho, nena. No se vaya a
despertar de golpe.”
“¡Ah!” dijo Azulina y se retiró un poco.
“¿Y tú, cariño, que llevas en el cestito?” le preguntó
Divina a Anémona. La pequeña había estado recogiendo flores muy bonitas durante
todo el camino, hasta de la vía venenosa, aunque no venenosas, y del jardín de
Pietro Enjoyado. Las llevaba almacenadas en una cesta casi tan grande como ella.
Verde y amarilla era la cesta. Y cómo ninguna de las flores de Isla Manzana se
marchita, ni siquiera las más silvestres, todas estaban frescas como la
proverbial lechuga.
“¡Qué alemana eres, bonita!” le dijo Divina a Anémona, al
ver el hermoso contenido del cesto. “Pero has hecho muy bien. Malvinio, por favor peina a
las niñas, que estás florecitas seguro que le agradan a AEterno. Que sus bisnietas
guapas sean lo primero que vea cuando despierte. A lo mejor así no se pone a gruñir. Mientras tanto, yo tengo algo
que decirle a Rosendo.”
Y Malvinio se puso manos a la obra, todo con mucho sigilo y
silencio, mientras la bisabuela se llevaba a Rosendo fuera de la peluquería.
Para que no les oyese hablar nadie. Bueno, nadie más que
yo.
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