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domingo, 27 de julio de 2025

312. Los abismales

 

312. Los abismales  

“¡Ese bote es mío!” chillo una voz que parecía avanzar por la maleza. Y el fantasma de un niño de unos once años se materializó ante Esmeraldo.

“¿Y te crees que eso a mí me importa?” espetó Esmeraldo, muy chulo él,  al joven fantasma, que le triplicaba en tamaño, “¡Quiero ese bote, y lo quiero ahora!”

“¡Venga ya, Mateo! ¡Qué tú no te has acercado a este bote en muchos años! ¡Qué tienes pánico a acercarte al agua!” intervino Cálamo. “Este crío cree que él es un feroz pirata. Te va a plantar cara y va a pelear por el bote podrido, porque está mal de la cabeza. ¡Y es muy chiquitín, y como en un descuido nuestro reciba algún mamporro, la vamos a tener liada!”

“Yo soy fuerte. No creáis que no,” insistió Esmeraldo, enseñando los dientes y alzando los puños. “¡Venga, al lío!” le retó a Mateo.

“Ya, ya,” dijo Carpo metiéndose entre ellos. “Pero una demostración de fuerza es lo que queremos evitar. Mira, niño, ya ves que hacerte con este bote no es buena idea. Cálamo quiere ayudarte a conseguirlo, pero que sepas que Mateo tiene dos amigos, uno muy bestia. Y eso sin contar con Teófilo, que se las trae cuando se enfada y es el dueño de este lugar y te puede echar de aquí. ¿Tú no tienes amigos ni  familia? ¿Qué haces aquí? Juega en el jardín de tu casa. ¿No tienes un estanquecillo de peces dorados? ¿O una piscinita?”

“Tengo dos piscinas, una cubierta y otra al aire, ambas enormes, y también tengo varias albercas en casa de mis padres ahí en Isla Manzana. Pero soy pirata, y pronto seré el rey de los mares.”

“¡Anda, si el nene es de los de la islita!” dijo Cálamo. “Me parece que dijiste que tu padre se llamaba Demetrio. ¿No tendrá algo que ver con mi buena diosa de los cereales?”

“Mi papá es ahijado de Deméter.”

“¡Vaya, vaya! Pues no necesitas meterte a pirata para poder comer, eso es seguro.”

“Claro que no. Lo que quiero es ser libre y temido. Si ya te lo he dicho. ¿Quieres que te de un recibo?”

“Lo que queremos es que te vayas a casita antes de que tengas un problema, mocoso,” dijo Carpo.

“Vosotros tampoco sois tan mayores. Seguro que vosotros tampoco estáis en casa. Sois griegos ¿no? Pues largo de aquí.”

“Escucha, bonito,” intervino otra vez Carpo, “estamos aquí por culpa de una desgracia, que si no, sí que estaríamos en casa. El padre de Cálamo, Meandro, prometió a los dioses que sacrificaría lo primero que se le acercase. No pensó que se podría tratar de su hijo. Pero así fue, y Meandro tiró a Cálamo a un río que había ahí mismo. Y Cálamo se ahogó. Y Meandro, que se sentía fatal, también se tiró al río. Y también se ahogó. Y los dioses, al ver semejante tragedia griega, se apiadaron de ellos. Convirtieron a Meandro en el espíritu de ese río, que ahora lleva su nombre, y a Cálamo en el espíritu de los cañaverales.  Ahí donde hay cañas está Cálamo, que para eso es el espíritu de los cañaverales. Yo soy hijo de dioses, y por lo tanto inmortal y no me ahogo. Pero allí donde está Cálamo, estoy yo, Carpo, porque soy su amigo del alma. Somos inseparables desde muy niños. Éramos inseparables cuando él estaba vivo, y siempre lo seremos ahora que no lo está.”

“Conmovedor. ¿Pero sacas el bote o doy tirones yo?” dijo Esmeraldo.

“No he terminado. Mateo, que es este niño que si antes no quería el bote ahora lo quiere, pues ese era un mortal que se ahogó aquí en este lago. Y no le tienen retenido ahí abajo los demonios de las profundidades porque unas hadas buenas lo sacaron del agua antes de que tocase fondo. Es un fantasma que vaga por el bosque. Hazme caso. Este lago no es un buen lugar para jugar.”

“O sacas el bote como me prometiste o lo saco yo a tirones.”

“¡Pero si he dicho que es mío!” gritó Mateo.

“Tú cállate, y no provoques al pequeñajo. ¿No ves que está loco, pobrecito?” dijo Cálamo. “Si el bote es de alguien, es mío, que llevo muchísimo tiempo reteniéndolo aquí. Que si no lo hago ya hubiese engordado el patrimonio de los abismales que viven ahí abajo. En cuanto lo suelte, encontraremos la manera de que el canijo se lo lleve a casa y aquí habrá paz y cada uno a lo suyo, como siempre.”

Carpo se puso a ayudar a Cálamo a separarse del bote. Desenredar ese lío de raíces y tallos y hojas no era fácil, y por delicadamente que se moviesen los dedos de Carpo intentando no hacer daño a su amigo, alguna queja soltó Cálamo.  

“Yo sólo quería evitar que pasasen más desgracias,” farfulló Mateo. “Por eso he dejado que el barco se pudriese ahí.”

“Pues ahora se va a pudrir en casa del enano este,” dijo Cálamo.

“No pienso llevármelo de aquí todavía,” dijo Esmeraldo. “Estoy pensando que como pirata, necesito algo más que mis puños para pelear. Necesito pistolones. Y una espada.”

“Sí, ya. Ahora con pistola. ¿No te he dicho que este crío nos va a traer un problema, Mateo?” dijo Cálamo. Y dirigiéndose a Esmeraldo añadió, “Seguro que te puedes fabricar una espadita de madera en el jardín de tu casa.”

“Una espada de madera se puede partir más fácilmente que una simple estaca si intento clavársela a alguien en el corazón. Quiero una espada de acero, o algo así.”

“Pues aquí no hay nada de eso. Cálamo y yo somos gente de paz. Sólo nadamos y retozamos disfrutando de la naturaleza. Y los Teos son aguerridos, pero no buscan broncas.”

“Te equivocas. He oído decir que en todos los lagos se esconden armas de las buenas. Algunas incluso mágicas. Seguro que en el fondo de este estanque encuentro algo estupendo.”

“¡Allá tú si te ahogas intentando cogerlo!” gritó Mateo. 

“¡Qué no soy mortal! ¡Qué soy un hada caballo de mar!”

“Caballito. Caballito de mar. No te enfades conmigo por recordártelo, que ya sé que eres chiquito pero matón,” dijo Carpo.

Esmeraldo no respondió con palabras. Se adentró en el lago sin decir ni una.

“Pero… ¡Ve tras él, Carpo!” exclamó Cálamo. “Los espíritus de este lugar se enfadan por cualquier tontería. ¡Le van a machacar!” 

De hecho, las aguas del Lago Fosforito, también conocido como el Estanque Malhumorado ya se estaban revolviendo. Y eso que en aquel ultra cálido día de verano no había ni la más suave brisa.

Carpo salió tras Esmeraldo, tal y como le había indicado Cálamo.

“Con lo pequeño que es y lo que me cuesta perseguirle. ¡Si me descuido, se me adelanta tanto que le pierdo de vista!”

Y las aguas cada vez se volvían más oscuras…

Cuando por fin alcanzó Carpo al caballito de mar fue porque este se había parado delante de dos criaturas de los abismos. Tenían un aspecto muy poco alentador. Eran fosforescentes. Sus extremidades parecían las de los pulpos pero acababan en manos de largos y fuertes dedos, capaces de asir con fuerza estranguladora. Grandes huecos negros en lugar de ojos tenían y una boquita redonda que al abrirse mostraba dientes que eran la envidia del mejor dotado tiburón.

“¡No le toquéis!” gritó Carpo, y su voz se perdió por las gruesas aguas en las que flotaba. “¡Es peligrosísimo!”

“¿Tiene peligro el canijo este?” preguntó una de las criaturas. Se hubiese reído de saber como hacerlo, pero reír no estaba entre sus habilidades.

Esmeraldo ya se había vuelto a convertir en un niño hada, y estaba a punto de abrir la boca y soltar aquello de que era un temido pirata y ya podían empezar a respetarle, pero Carpo no le dejó hablar.

“Es una bomba de relojería el nene este. ¡Creedme! Ni os acerquéis a él.”  Y le susurró a Esmeraldo, “Deja que hable por ti. Yo les conozco.”

“¿Qué porras haces aquí, griego? Nunca bajáis tanto ni tú ni tu amiguete. Sois seres de superficie.”

“Vengo persiguiendo a este. Y para advertiros que si le lleváis la contraría puede producirse un desastre. Lo único que quiere este es saber si guardáis  ahí abajo algún arma digna de ser legendaria.”

“¿Qué?” dijeron los abismales.

Y entonces se unió al grupo un tercer ser, una mujer de bruma en la cabeza que se asemejaba a  larguísimos cabellos verdes y dientes como perlas, pero atrozmente afilados. Esta señora llevaba una corona en la cabeza.  

“Esto me interesa,” dijo la señora. “Hablaré yo con ellos. Conozco al padre de este chico, que es uno de los vientos griegos. No precisamente mi favorito, pero no es mal tío.”

Y a Carpo le dijo la reina, no quitándole el ojo de encima a Esmeraldo, “Tengo de lo que buscáis. ¿Pero que me vais a dar a cambio?”

“Yo sólo puedo ofrecerte fruta,” dijo Carpo. “Pero riquísima. De la mejor calidad.”

 “Tú no tienes ni idea de lo que nosotros comemos. ¿No es verdad, guapito de cara? Los frutos de los huertos terrenales aquí sólo sirven para pudrirse en el agua. Puede que los mordisqueé algún pez.”

“Puedo traeros manzanas de oro del jardín de las Hespérides.”

 “O sea, naranjas. ¿Naranjitas a nosotros? ¿Es que crees que nosotros podemos padecer de escorbuto? ¿Sabes cuál es nuestra comida predilecta? El aire que extraemos de los pulmones de aquellos que ahogamos. Traedme al fantasma del niño Mateo, que ese era presa nuestra y nos lo robaron. Entonces empezaremos a hablar.” 

Y Esmeraldo, sin decir palabra, sacó de uno de los bolsillos de su pantalón un diminuto modelito de portaaviones. El niño hizo que esa nave creciese de golpe a su tamaño natural, casi tumbando a los abismales por el tremendo movimiento de aguas que acompañó a ese cambio.

Carpo se había quedado sin habla. Le había seguido el juego a Esmeraldo y pensaba que él también estaba echando un farol cuando les advirtió a los abismales de lo peligroso que podía ser el hadita.

“¡Enséñame lo que tienes, señora, que yo te acabo de enseñar lo que tengo yo!” le espetó muy gallito Esmeraldo a la reina del abismo.

 

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