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lunes, 17 de noviembre de 2025

317. Las Siete Virtudes Remediadoras

 317. Las siete virtudes remediadoras

Así que una mañana, bien soleada pero de aire fresco y crujiente, fuimos paseando en dirección a la Colina del Cáliz, caminando entre hojas de hermosos colores que caían por ser otoño y que formaron guirnaldas que adornaron nuestro cabello. Claro que yo, Dolfitos, el hojita intellectual, no tengo pelo. Pero Azulina tiene gruesas trenzas azules y Esmeraldo una cresta verde. Y yo, aunque como acabo de decir, no tengo pelo por ser un hojita, si llevo gafas por ser un intellectual, y algunas hojas, de las más chiquitas, quedaron pilladas en mis gafotas.

La Colina del Cáliz es un montículo con forma de justo eso, de cáliz. Se encuentra en una explanada en la que no hay un solo árbol, pero es siempre verde porque siempre está cubierta de hierba siempre verde. También se pueden encontrar ahí unos cuantos pensamientos blancos, gigantes,  y la cima del montecito tiene la forma de la tapa de un cáliz, con una cruz que de lejos parece pequeña. Y bajo ella está enterrado uno que fue y será rey, pero no voy a entrar en eso, aunque el lugar estaba, como casi siempre lo está, plagado de turistas que escalan hasta esa tumba por las rampas moradas que llevan a la cima. Esta gente estaba, como suele estar, tomando selfies con un fondo precioso de una vista que se vuelve cada vez más y más hermosa conforme se avanza, y por esto tomaban foto tras foto tras foto, cada vez más perfectas.

Pero nosotros íbamos camino de una nube que flota por encima de la colina, un poco a la izquierda, para no inmiscuirse en los asuntos de los turistas que poco sospechaban que había algo grandioso en la nube con forma de castillo que flotaba entre otras de formas distintas en el cielo azul.  Quería ser una nube muy privada y lo era, nuestra nube castillo. Tuvimos que llamar a la puerta una docena de veces antes de que alguien nos contestase.

“¡Vosotros que estáis de pie ante nuestra puerta! ¿Quiénes llaman?” cantó un coro de voces melodiosas.

Y nosotros contestamos, “¡Vosotros que guardais a las Virtudes! ¡Dejadnos pasar! Somos gentes de buena voluntad.”

Hay un montón de guardias ahí arriba, y todos tienen que ponerse de acuerdo para dejar pasar a alguien. Así que llevó un ratito que nos estudiasen y que llegasen a un acuerdo.

“¡No estamos seguros sobre el nene verde ese!” cantaron las voces al fin.

“¡Vosotros que guardais a las virtudes! Él no es bueno del todo, pero tampoco es malo del todo. Es muy amable con su hermanita. Y está aquí para convertirse en una persona mejor por haber conocido a las Virtudes.”

Tuve que decir eso, porque si no lo hubiese dicho, creo que Esmeraldo no hubiese sido bienvenido ahí. No podíamos decir que la razón por la que habíamos acudido era una disputa sobre la legítima propiedad de un barco pirata.

“¡Vosotros que queréis mejorar vuestro carácter! ¡Avanzad ahora!”

Ahora, las Virtudes nunca dejan escapar la oportunidad de hacer el bien, así que cuando oyeron los guardias que Esmeraldo quería ser bueno, pues no podían echarnos de ahí. Y se arriesgaron a abrir la puerta del castillo, puerta a veces densa y esponjosa y otras veces vaporosa, pero siempre decididamente inexpugnable. Sí, parecía débil, pero no lo era. Tampoco lo eran las muchas lucecitas que se podían ver brillando en el interior del castillo y que eran sus guardianes. Se podían ver reluciendo incluso a pesar de que el interior estaba lleno de una hermosísima marea de luz dorada que fluia por todo el lugar. Y en ningún momento toda esta iluminación hería la vista, a pesar de lo brillante que era.

“Muy monos los diamantitos,” murmuró Esmeraldo, y Azulina rápidamente le hizo callar. Lo que estuvo bien, porque él era demasiado materialista y podría haber intentado llevarse a algunos de los pequeños guardianes para su cofre de tesoros. Desde luego que podían pasar por diamantes y sí que eran joyas a su manera.

“¡Avanzad, avanzad, avanzad! ¡Avanzad, avanzad, avanzad, avanzad!” ordenó el bendito coros de guardianes, colocándose a los lados de nuestro camino vertical hasta que se volvió horizontal y nos encontramos ante un trono simplemente precioso. Sí, simple pero magnifico por su sencillez.


Había un joven sentadito en él, muy quitecito, que dijo, “Soy Humildad. Necesariamente la primera virtud que hay que conocer  si se quiere aprender, pero sólo por eso la primera. Me alegro de conoceros, vosotros que queréis aprender sobre virtudes, y sobre como remediar vicios. Avanzad y conoced a mis maravillosos hermanos y hermanas.”

Nos movimos horizontalmente y paramos ante un segundo trono, que tenía la forma de un gran árbol, verde con hojas de jade verde y repleto de frutas de muchas clases, y con parras de uvas amatistas colgadas en él. Y así conocimos a Generosidad, una doncella cuyas manos abiertas siempre ofrecían estupendos frutos. “Todo vuestro si realmente lo queréis, todo vuestro con que sólo lo necesitéis. Cuanto más doy, más tengo,” nos dijo. No estaba sentada sobre su esplendido árbol, sino de pie ante él, volcándose un poco hacia nosotros. Azulina agarró a Esmeraldo del brazo al primer movimiento que hizo y el protestó, “¡Pero si dice que nos la podemos llevar!” Y Azulina hizo callar a su hermano.

Y una vez más dimos unos pasos y nos hallamos ante Caridad, muchacho que sonrió con una sonrisa que iluminaba y que llevaba su corazón en su mano.  Había un pelícano sentado detrás de él en un trono que parecía un nido. La mejor de las sonrisas de Caridad fue para Esmeraldo. Y todo lo que dijo fue “¡Bienvenidos!” pero te dabas cuenta de que lo decía de corazón.

“¿Por qué tiene un pelícano por mascota?” preguntó Esmeraldo.

“Es un símbolo, no una mascota,” le expliqué al niño. “Se dice que el pelícano es capaz de arrancarse el corazón para dárselo de comer a sus crías.”

“¿Y muere ahí mismo? ¿Delante de ellas?”

“Sólo es una leyenda. No hace falta que muera. Afortunadamente.”

Seguimos adelante y nos encontramos con Castidad, un jovencísimo caballero con una armadura blanca cual las azucenas y cuyo trono era un caballo y cuyo caballo era un unicornio y cuyos ojos nos veían, pero también veían más allá de nosotros. “Hola,” nos saludó.


Y después conocimos a Templanza. Firme era, y sostenía dos copas y vertía un arcoíris líquido de una a otra sin derramar una sóla gota. “El equilibrio es lo mejor,” nos aconsejó Templanza. 

La siguiente fue Paciencia, sentada sobre un reloj de arena y rodeada de capullitos de flores por florecer. Y sonrió tímidamente.


Y por último conocimos a Diligencia, una chica ocupada que escribía con una pluma de pavo real en un cuaderno de oro. Estaba sentada ante un escritorio, rodeada de libros que volaban lentamente a su alrededor, encuadernados en colores muy vistosos, pero había una escoba muy tiesa detrás de ella, y en la mesa, muchas cosas, como una escuadra y una regla, un martillo y un compás, y había cerca un telescopio, y en el suelo un cuenco con agua que fluía de alguna misteriosa parte pero no inundaba nada, aunque también había por allí una fregona con su cubo. Pero aunque había ahí muchas cosas, y algunas estaban en movimiento, todas parecían estar en su lugar, y no parecía haber desorden.

Diligencia nos saludó y volvió a lo suyo.

“¿Haber visto a toda esta gente ha hecho que yo sea mejor?” preguntó Esmeraldo. “Yo soy diligente. Siempre lo he sido. Yo hago mi trabajo a conciencia.”  Y pudimos ver como Diligencia se reía un poco por lo bajinis, pero sin distraerse de su labor.

“Es cierto que no eres ningún vago indecente, pero se supone que debes ser diligente al hacer cosas buenas y no esos trabajos inmundos que eliges hacer,” le dije al niño. “Y espero que haber conocido estas Virtudes mejore tu carácter y te sirva para saber a que debes aspirar.”

“Estas virtudes casi parecen niños,” comentó Azulina. “¿Por qué? Yo creía que serían todas señoras mayores, como la abuela y la Tía Abuela Celestial. Estoy segura de que en realidad son ancianas.”

“Probablemente sean como niños porque eso hace falta para vivir en un sitio como Isla Manzana, aunque sea en su espacio aereo. Al menos, hay que serlo por dentro. Y esta gente hasta lo parece por fuera,” le dije yo a la niña.

“¿No hay más virtudes?” preguntó Azulina. “El coraje, por ejemplo. El valor es una virtud.”

“Sí. Y estoy seguro de que estas siete virtudes son muy valientes. Hay que serlo para ser bueno. Pero estas son las Virtudes Remediadoras, las que se oponen a siete vicios capitales. Y desafortunadamente no estamos aquí en realidad para aprender sobre virtudes. Vinimos para consultar a una señora llamada Esplendida sobre el dudoso buque El Indignante.”

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