318. Los otros habitantes del
Castillo Nube
“Vosotros a los que estamos escuchando sin poder evitarlo!”
cantó el coro de destellantes lucecitas. “¿Hemos oído bien? Es vuestra
intención ver a Esplendida?”
“Eh…pues sí,” dije yo. “Por eso hemos venido. Por eso y por
lo que acabamos de hacer, que era presentarle las virtudes a Esmeraldo. Esa
parte de nuestro negocio ha quedado hecho, yo creo. Y bien hecho. Estoy seguro
de que hemos logrado algo viniendo aquí.
Tú serás mejor persona a partir de ahora que ya sabes como serlo. ¿A qué sí,
Gemito?”
Esmeraldo se dio cuenta de que era necesario decir que
desde luego que mejoraría su conducta si es que quería resolver la cuestión de
la propiedad legal del buque Indignante.
“Prometo tener en consideración todo lo aprendido aquí e
intentaré hacer las cosas de mejor manera. Eso tendrá que bastar por ahora. ¡No
puedo hacer más hasta que haya digerido todo esto y tenga la oportunidad de
actuar, vosotros que me estáis cerrando el paso!” y añadió, porque pensó que
tal vez no había convencido a los guardianes lo suficiente, “Lo digo de
corazón, de verdad de la buena.”
Ahora, los guardianes no eran tontos y mientras él había
estado soltando su discurso ellos habían enviado a uno de los suyos a hacer
averiguaciones. Y ese guardián volvió diciendo, “Parece que hay un desacuerdo
sobre a quién le pertenece cierta rica galera, y esta gente ha venido a zanjar
esa cuestión antes de que la disputa se ponga fea. La nave es estupenda y
podría pertenecer a la Señora Esplendida. Creo que deberíamos dejar que vean a
dicha señora.”
“El problema está en que todavía no la hemos soltado,” dijo
otra de las luces. “¿No podrían esperar estos hasta la Navidad?”
“¡¡¿¿Soltar??!!”
exclamó
Azulina, asustada al escuchar como hablaban las lucecitas.
“Creo que vamos a tener que dar explicaciones,” dijo otra
de las lucecitas. “¿Lo hacemos?”
Y el coro dijo, en coro, “Este castillo no es solo la
residencia de las Virtudes Remediales, que batallan contra los siete viles
vicios que preferimos ni nombrar aquí. También residen aquí, en su propio
espacio, los Siete Excesos de Virtud, siendo la dama Esplendida uno de estos.”
“¿Pero residen aquí o los tenéis retenidos aquí?” preguntó
Esmeraldo, que a pesar de su tierna edad ya tenía experiencia secuestrando a
gente.
“Estos seres no son malos,” dijeron las Lucecitas. “De hecho,
son demasiado buenos. Y eso pues…puede traer problemas. No podemos echarles de
la Isla. Ni siquiera de su espacio aéreo, que es donde se ha decidido que han
de habitar.”
“Eso me suena a orden de alejamiento o de internamiento,”
dijo Esmeraldo. “¿Es que tenéis aquí un manicomio? Porque si no se trata de una
cárcel…”
“No,
no, no y no!” protestaron airadamente las luces centellantes,
todas centelleando a la vez con indignación. Y entonces quedó claro que a pesar
de su vehemencia inicial, había algo de disensión también entre ellas.
“El auténtico manicomio está por ahí abajo, muy abajo, en
un lugar innombrable.”
“¿El foso sin fondo?”
“¡¿Horror!!”
chillaron todas las lucecitas, al oír nombrar ese lugar.
“Sí, pero no exactamente. Los Siete Pecados Capitales
tienen cada uno su trono de príncipes ahí abajo,” dijo una de las luces. “Vaya,
ya he hablado. Bueno, pues sigo. El líder al que esos maleantes obedecen
permite que los súbditos de estos príncipes vaguen por el mundo de los mortales
reclutando a todo el que puedan. Nosotros no forzamos a nadie a permanecer aquí.
Los Excesos de Virtudes están aquí voluntariamente. Este es un hogar. Su hogar,
dulce hogar. Ellos no saben controlarse, pero nos permiten ayudarles a
hacerlo.”
“Nuestros visitantes comprenderán todo esto mejor cuando
conozcan a los Excesos, creo yo,” dijo otra de las luces. “Por favor recordad
que hablamos de gente con buenas intenciones que quieren controlarse pero no
siempre pueden.”
Entonces seguimos a las luces y cruzamos un patio interior,
llegando al otro lado del castillo. Y entramos en un gran salón amueblado como
un cuarto de estar. Ahí hallamos a varias personas que estaban cada una a lo
suyo.
“Niñita,” dijo un hombre barbudo que estaba junto a la
puerta, dirigiéndose a Azulina, “¿por qué no llevas el cabello cubierto?
Muestras tus encantos demasiado descaradamente. ¿No te das cuenta de que
podrías meterte en un lío por eso? Algún desalmado podría secuestrarte.”
“¿A mí? ¿Pero por qué iba a querer alguien hacer eso?” dijo
Azulina inocentemente.
Una señora muy guapetona cuya esplendida cabellera estaba
pero que muy a la vista y que llevaba más esmeraldas y amatitstas encima que un
árbol de navidad lleva adornos, empezó a troncharse de risa y le dijo a
Azulina, “Para que laves sus calzoncillos sucios.”
“¡Sí!” dijó otra señora que estaba de rodillas fregando el
suelo a pesar de su elegante vestido de terciopelo rematado con encaje belga.
He de decir que el suelo ya estaba de por sí más limpio que cualquiera que he
visto relucir en mi vida. “Algunas personas son demasiado vagas para lavar su
propia ropa. No hagas caso al Señor Pudibundo, querida. Sólo quiere protegerte.
Pero no puede evitar exagerar. Está en su naturaleza. Ahora, sed los tres tan
amables de flotar por encima del suelo. No es que me importe tener que volver a
fregarlo. Es que tengo demasiadas cosas que hacer, corazones. Si no, no sería
la Dama Adicta al Trabajo.”
“Pues yo creo que es un poco vanidosilla esta niña,
mostrando esas tremendas trenzas tan bonitas. Tú cabello es realmente hermoso,
nena, pero precisamente por eso deberías cortártelo al rape. Tú no querrás que
te llamen presumida, Y haría que se sintiesen mal aquellos que lo viesen y no
pudiesen igualarlo con el suyo. Personalmente a mí no me importa nada. Estoy
acostumbrado a ser casi calvo y tan gris como un ratoncillo. Y nunca te haría
daño por envidia. No sería capaz. Pero los hay que sí te lo podrían hacer. Aquí
no, claro. Aquí estás segura. Como lo estamos nosotros. Aquí estamos protegidos
hasta de nosotros mismos.”
Ese discurso lo soltó un hombre que estaba sentado junto a
un paragüero lleno de varas de medir, cintas métricas, balanzas y más cosas
parecidas.
“Vuelve a ponerte a leer tu libro favorito, cariño,” dijo
la señora enjoyada a ese hombre. “Uriah Heep es el villano favorito del Señor
Manso,” nos explicó a nosotros, y el señor se volvió a sentar en silencio,
cogió una edición baratita de David Copperfield y clavó sus ojos
en ella, como si se sintiese demasiado consciente de haber hablado de más.
“¡Hipócrita!” murmuró suavemente el Señor Manso fijándose
en una ilustración del Señor Heep.
“No le gustan nada los que sólo fingen se humildes,” sonrió
un viejecito de cara alegre, apretando el hombro del Señor Manso para animarle.
“No te alteres mucho con el Sr. Heep, viejo amigo, que ya sabes que pagará por
sus fechorías.”
Mientras este hombre hablaba, no nos quitaba los ojos de
encima, cosa que llevaba haciendo desde que entramos en la habitación. Y por
fin tuvo la oportunidad de decirnos, “Me estoy muriendo por saber que puedo
hacer por vosotros. ¿Qué va a ser? ¡Decídmelo! Pedid y se os dará!”
“Estamos aquí para ver a Esplendida,” dijo Esmeraldo, sin
perder el tiempo.
“¡Oh!” dijo el Señor Servil, sonando un poco decepcionado.
“Pues claro que sí. Ella es tan…estupenda. No hay quién compita. Pero si hay
algo que yo pueda hacer por vosotros, no dudéis en pedírmelo. Sabed que estoy
más que dispuesto a complacer.”
“¿Esplendida?” dijo la dama enjoyada. “¿Qué podrían querer
de mí un nene verdecito, una damita azul y un hojita con gafas apabullantes?
Seguro que es por el furor del black Friday! ¿O es porque se acerca la
navidad?”
“Ay,” suspiró la Dama Adicta al Trabajo, “una temporada maravillosamente plagada de cosas que hacer.
¡Maravillosa Navidad! Pero todavía queda rato para eso. ¿No es así, Apatía?”
“A mi no me importa esperar,” dijo una señora que parecía una ancianita de lo quietecita que estaba
sentadita en una esquina del salón.
“Lo sé. Demasiado para los nervios de alguien como tú, la
Navidad. ¡Qué pena que no puedas espabilar un poco y ponerte a ayudarme a
organizar las fiestas!”
“Escuchad, tesoros,” dijo la voluptuosa Esplendida, “yo no
voy a echar una sola moneda de aguinaldo en vuestra gorra de mendigos viejos. Una
bandada entera y verdadera de gansos es lo que voy a echar ahí para que podáis
celebrar a lo grande. Pedid por esas boquitas y así sabré lo que daros. No me
llaman la Opulenta por nada.”
“Me gustas,” dijo Esmeraldo antes de que pudiese hablar
otro. “Esta señora habla mi idioma. ¿He dicho que me gustas? Me encanta tu
actitud. Pero antes de que empiece usted a repartir regalos, Dama Esplendida,
podría decirme porque no se halla Exceso de Templanza en esta sala?”
“¡Oh, pero si Escasez está aquí! Andará por ahí detrás de
las cortinas para que parezca que aquí falta de algo.”

No hay comentarios.:
Publicar un comentario