312. Los abismales
“¡Ese bote es mío!” chillo una voz que parecía avanzar por la maleza. Y el fantasma de un niño de unos once años se materializó ante
Esmeraldo.
“¿Y te crees que eso a mí me importa?” espetó Esmeraldo,
muy chulo él, al joven fantasma, que le
triplicaba en tamaño, “¡Quiero ese bote, y lo quiero ahora!”
“¡Venga ya, Mateo! ¡Qué tú no te has acercado a este bote
en muchos años! ¡Qué tienes pánico a acercarte al agua!” intervino Cálamo.
“Este crío cree que él es un feroz pirata. Te va a plantar cara y va a pelear
por el bote podrido, porque está mal de la cabeza. ¡Y es muy chiquitín, y como en un
descuido nuestro reciba algún mamporro, la vamos a tener liada!”
“Yo soy fuerte. No creáis que no,” insistió Esmeraldo, enseñando
los dientes y alzando los puños. “¡Venga, al lío!” le retó a Mateo.
“Ya, ya,” dijo Carpo metiéndose entre ellos. “Pero una
demostración de fuerza es lo que queremos evitar. Mira, niño, ya ves que
hacerte con este bote no es buena idea. Cálamo quiere ayudarte a conseguirlo,
pero que sepas que Mateo tiene dos amigos, uno muy bestia. Y eso sin contar con
Teófilo, que se las trae cuando se enfada y es el dueño de este lugar y te
puede echar de aquí. ¿Tú no tienes amigos ni familia? ¿Qué haces aquí? Juega en el jardín
de tu casa. ¿No tienes un estanquecillo de peces dorados? ¿O una piscinita?”
“Tengo dos piscinas, una cubierta y otra al aire, ambas enormes,
y también tengo varias albercas en casa de mis padres ahí en Isla Manzana. Pero
soy pirata, y pronto seré el rey de los mares.”
“¡Anda, si el nene es de los de la islita!” dijo Cálamo. “Me
parece que dijiste que tu padre se llamaba Demetrio. ¿No tendrá algo que ver
con mi buena diosa de los cereales?”
“Mi papá es ahijado de Deméter.”
“¡Vaya, vaya! Pues no necesitas meterte a pirata para poder
comer, eso es seguro.”
“Claro que no. Lo que quiero es ser libre y temido. Si ya
te lo he dicho. ¿Quieres que te de un recibo?”
“Lo que queremos es que te vayas a casita antes de que
tengas un problema, mocoso,” dijo Carpo.
“Vosotros tampoco sois tan mayores. Seguro que vosotros
tampoco estáis en casa. Sois griegos ¿no? Pues largo de aquí.”
“Escucha, bonito,” intervino otra vez Carpo, “estamos aquí
por culpa de una desgracia, que si no, sí que estaríamos en casa. El padre de Cálamo,
Meandro, prometió a los dioses que sacrificaría lo primero que se le acercase.
No pensó que se podría tratar de su hijo. Pero así fue, y Meandro tiró a Cálamo
a un río que había ahí mismo. Y Cálamo se ahogó. Y Meandro, que se sentía
fatal, también se tiró al río. Y también se ahogó. Y los dioses, al ver
semejante tragedia griega, se apiadaron de ellos. Convirtieron a Meandro en el
espíritu de ese río, que ahora lleva su nombre, y a Cálamo en el espíritu de
los cañaverales. Ahí donde hay cañas
está Cálamo, que para eso es el espíritu de los cañaverales. Yo soy hijo de
dioses, y por lo tanto inmortal y no me ahogo. Pero allí donde está Cálamo,
estoy yo, Carpo, porque soy su amigo del alma. Somos inseparables desde muy
niños. Éramos inseparables cuando él estaba vivo, y siempre lo seremos ahora
que no lo está.”
“Conmovedor. ¿Pero sacas el bote o doy tirones yo?” dijo
Esmeraldo.
“No he terminado. Mateo, que es este niño que si antes no
quería el bote ahora lo quiere, pues ese era un mortal que se ahogó aquí en
este lago. Y no le tienen retenido ahí abajo los demonios de las profundidades
porque unas hadas buenas lo sacaron del agua antes de que tocase fondo. Es un
fantasma que vaga por el bosque. Hazme caso. Este lago no es un buen lugar para
jugar.”
“O sacas el bote como me prometiste o lo saco yo a
tirones.”
“¡Pero si he dicho que es mío!” gritó Mateo.
“Tú cállate, y no provoques al pequeñajo. ¿No ves que está
loco, pobrecito?” dijo Cálamo. “Si el bote es de alguien, es mío, que llevo
muchísimo tiempo reteniéndolo aquí. Que si no lo hago ya hubiese engordado el
patrimonio de los abismales que viven ahí abajo. En cuanto lo suelte, encontraremos
la manera de que el canijo se lo lleve a casa y aquí habrá paz y cada uno a
lo suyo, como siempre.”
Carpo se puso a ayudar a Cálamo a separarse del bote.
Desenredar ese lío de raíces y tallos y hojas no era fácil, y por delicadamente
que se moviesen los dedos de Carpo intentando no hacer daño a su amigo, alguna
queja soltó Cálamo.
“Yo sólo quería evitar que pasasen más desgracias,”
farfulló Mateo. “Por eso he dejado que el barco se pudriese ahí.”
“Pues ahora se va a pudrir en casa del enano este,” dijo
Cálamo.
“No pienso llevármelo de aquí todavía,” dijo Esmeraldo.
“Estoy pensando que como pirata, necesito algo más que mis puños para pelear.
Necesito pistolones. Y una espada.”
“Sí, ya. Ahora con pistola. ¿No te he dicho que este crío
nos va a traer un problema, Mateo?” dijo Cálamo. Y dirigiéndose a Esmeraldo
añadió, “Seguro que te puedes fabricar una espadita de madera en el jardín de
tu casa.”
“Una espada de madera se puede partir más fácilmente que
una simple estaca si intento clavársela a alguien en el corazón. Quiero una espada
de acero, o algo así.”
“Pues aquí no hay nada de eso. Cálamo y yo somos gente de
paz. Sólo nadamos y retozamos disfrutando de la naturaleza. Y los Teos son
aguerridos, pero no buscan broncas.”
“Te equivocas. He oído decir que en todos los lagos se
esconden armas de las buenas. Algunas incluso mágicas. Seguro que en el fondo
de este estanque encuentro algo estupendo.”
“¡Allá tú si te ahogas intentando cogerlo!” gritó
Mateo.
“¡Qué no soy mortal! ¡Qué soy un hada caballo de mar!”
“Caballito. Caballito de mar. No te enfades conmigo por
recordártelo, que ya sé que eres chiquito pero matón,” dijo Carpo.
Esmeraldo no respondió con palabras. Se adentró en el lago
sin decir ni una.
“Pero… ¡Ve tras él, Carpo!” exclamó Cálamo. “Los espíritus
de este lugar se enfadan por cualquier tontería. ¡Le van a machacar!”
De hecho, las aguas del Lago Fosforito, también conocido
como el Estanque Malhumorado ya se estaban revolviendo. Y eso que en aquel ultra
cálido día de verano no había ni la más suave brisa.
Carpo salió tras Esmeraldo, tal y como le había indicado
Cálamo.
“Con lo pequeño que es y lo que me cuesta perseguirle. ¡Si
me descuido, se me adelanta tanto que le pierdo de vista!”
Y las aguas cada vez se volvían más oscuras…
Cuando por fin alcanzó Carpo al caballito de mar fue porque
este se había parado delante de dos criaturas de los abismos. Tenían un aspecto
muy poco alentador. Eran fosforescentes. Sus extremidades parecían las de los
pulpos pero acababan en manos de largos y fuertes dedos, capaces de asir con
fuerza estranguladora. Grandes huecos negros en lugar de ojos tenían y una
boquita redonda que al abrirse mostraba dientes que eran la envidia del mejor
dotado tiburón.
“¡No le toquéis!” gritó Carpo, y su voz se perdió por las
gruesas aguas en las que flotaba. “¡Es peligrosísimo!”
“¿Tiene peligro el canijo este?” preguntó una de las
criaturas. Se hubiese reído de saber como hacerlo, pero reír no estaba entre
sus habilidades.
Esmeraldo ya se había vuelto a convertir en un niño hada, y
estaba a punto de abrir la boca y soltar aquello de que era un temido pirata y
ya podían empezar a respetarle, pero Carpo no le dejó hablar.
“Es una bomba de relojería el nene este. ¡Creedme! Ni os
acerquéis a él.” Y le susurró a
Esmeraldo, “Deja que hable por ti. Yo les conozco.”
“¿Qué porras haces aquí, griego? Nunca bajáis tanto ni tú
ni tu amiguete. Sois seres de superficie.”
“Vengo persiguiendo a este. Y para advertiros que si le
lleváis la contraría puede producirse un desastre. Lo único que quiere este es
saber si guardáis ahí abajo algún arma
digna de ser legendaria.”
“¿Qué?” dijeron los abismales.
Y entonces se unió al grupo un tercer ser, una mujer de
bruma en la cabeza que se asemejaba a larguísimos cabellos verdes y dientes como
perlas, pero atrozmente afilados. Esta señora llevaba una corona en la cabeza.
“Esto me interesa,” dijo la señora. “Hablaré yo con ellos.
Conozco al padre de este chico, que es uno de los vientos griegos. No
precisamente mi favorito, pero no es mal tío.”
Y a Carpo le dijo la reina, no quitándole el ojo de encima
a Esmeraldo, “Tengo de lo que buscáis. ¿Pero que me vais a dar a cambio?”
“Yo sólo puedo ofrecerte fruta,” dijo Carpo. “Pero
riquísima. De la mejor calidad.”
“Tú no tienes ni
idea de lo que nosotros comemos. ¿No es verdad, guapito de cara? Los frutos de
los huertos terrenales aquí sólo sirven para pudrirse en el agua. Puede que los
mordisqueé algún pez.”
“Puedo traeros manzanas de oro del jardín de las Hespérides.”
“O sea, naranjas.
¿Naranjitas a nosotros? ¿Es que crees que nosotros podemos padecer de
escorbuto? ¿Sabes cuál es nuestra comida predilecta? El aire que extraemos de
los pulmones de aquellos que ahogamos. Traedme al fantasma del niño Mateo, que
ese era presa nuestra y nos lo robaron. Entonces empezaremos a hablar.”
Y Esmeraldo, sin decir palabra, sacó de uno de los
bolsillos de su pantalón un diminuto modelito de portaaviones. El niño hizo que
esa nave creciese de golpe a su tamaño natural, casi tumbando a los abismales
por el tremendo movimiento de aguas que acompañó a ese cambio.
Carpo se había quedado sin habla. Le había seguido el juego
a Esmeraldo y pensaba que él también estaba echando un farol cuando les
advirtió a los abismales de lo peligroso que podía ser el hadita.
“¡Enséñame lo que tienes, señora, que yo te acabo de
enseñar lo que tengo yo!” le espetó muy gallito Esmeraldo a la reina del abismo.